8.2.14

 

EL ANTI-NARCISO (VIVEIROS DE CASTRO)

[fragmento de Metafísicas caníbales de Eduardo Viveiros de Castro]

Un día tuve la intención de escribir un libro que fuese de alguna manera un homenaje a Deleuze y Guattari, desde el punto de vista de mi propia disciplina; se llamaría El Anti-Narciso: de la antropología como ciencia menor, y su propósito iba a ser caracterizar las tensiones conceptuales que atraviesan la antropología contemporánea. Sin embargo, desde la elección del título comenzaron a surgir problemas. Rápidamente advertí que el proyecto rozaba la contradicción, la menor torpeza de mi parte podía convertirlo en un amasijo de bravatas muy poco antinarcisistas sobre la excelencia de mis posiciones preferidas.
Fue entonces que resolví elevar ese libro al nivel de las obras de ficción, o más bien de las obras invisibles, el tipo de obras que Borges ha comentado mejor que nadie, y que a menudo son mucho más interesantes que los libros visibles, como se convencerá quien lea las reseñas de ese gran lector ciego. Mejor que escribir el libro, me pareció más oportuno, entonces, escribir sobre ese libro, como si lo hubieran escrito otros. Metafísicas caníbales es pues la tarjeta de presentación de otro libro, titulado El Anti-Narciso, que, a fuerza de ser imaginado constantemente, ha terminado por no existir nunca, salvo precisamente a través de las páginas que siguen.

El objetivo principal de El Anti-Narciso es -tomemos prestado de mi oficio el presente "etnográfico"- responder a la siguiente pregunta: ¿qué les debe conceptualmente la antropología a los pueblos que estudia? Las implicaciones de esa pregunta sin duda se percibirán con más claridad si abordamos el problema por la otra punta. ¿Las diferencias y las mutaciones internas de la teoría antropológica se explican principalmente (y desde el punto de vista histórico-crítico exclusivamente) por las estructuras y las coyunturas de las formaciones sociales, de los debates ideológicos, de los campos intelectuales y de los contextos académicos de los que surgieron los investigadores? ¿Es ésa la única hipótesis pertinente? ¿No sería posible proceder a un desplazamiento de la perspectiva que muestre que los más interesantes entre los conceptos, los problemas, las entidades y los agentes introducidos por las teorías antropológicas tienen su origen en la capacidad imaginativa de las sociedades (o los pueblos, o los colectivos) que se proponen explicar? ¿No será allí donde reside la originalidad de la antropología, en esa alianza, siempre equívoca, pero con frecuencia fecunda, entre las concepciones y las prácticas provenientes de los mundos del "sujeto" y del "objeto"?

La pregunta de El Anti-Narciso es entonces epistemológica, es decir, política. Si todos estamos más o menos de acuerdo en decir que la antropología, a pesar de que el colonialismo constituye uno de sus a priori históricos, hoy parece estar en vías de cerrar su ciclo kármico, entonces es preciso aceptar que es hora de radicalizar el proceso de reconstitución de la disciplina llevándolo hasta su fin. La antropología está lista para aceptar íntegramente su nueva misión, la de ser la teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento.

Pero es posible que no estemos todos de acuerdo. Hay quienes todavía creen que la antropología es el espejo de la sociedad. No, ciertamente, el de las sociedades que dice estudiar -ya no somos tan ingenuos (aunque...)-, sino de aquellas en cuyas entrañas fue engendrado su proyecto intelectual. Es conocida la popularidad de que goza, en ciertos círculos, la tesis según la cual la antropología, exotista y primitivista de nacimiento, no puede ser otra cosa que un teatro perverso en el que el "otro" siempre es "representado" o "inventado" de acuerdo con los sórdidos intereses de Occidente. Ninguna historia, ninguna antropología puede camuflar el paternalismo complaciente de esa tesis, que transfigura a esos autodeclarados otros en ficciones de la imaginación occidental, sin voz ni voto. Acompañar semejante fantasmagoría subjetiva con una evocación de la dialéctica de la producción activa del Otro por el sistema colonial es simplemente agregar el insulto a la injuria, y proceder como si todo discurso "europeo" sobre los pueblos de tradición no europea no tuviera otra función que iluminar nuestras "representaciones del otro", es hacer de cierto poscolonialismo teórico el estadio último del etnocentrismo. A fuerza de ver siempre al Mismo en el Otro -de decir que bajo la máscara del otro es "nosotros" lo que nosotros mismos contemplamos-, terminamos por contentarnos con acortar el trayecto que nos conduce directamente al fi nal y no interesarnos más que en lo que "nos interesa", a saber, nosotros mismos.



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