23.8.06
LAS VENTAJAS DE LA SOSPECHA
por GIANNI VATTIMO
Lo que Nietzsche llamó "escuela de la sospecha" es quizá lo que caracteriza de manera más general el pensamiento de este siglo, a tal punto que puede considerarse su principal "descubrimiento" o herencia para el próximo siglo. Es como si nos hubiéramos dado cuenta de que, como escribe Nietzsche en Más allá del bien y del mal, detrás de cada caverna se esconde otra caverna y así sucesivamente. Entendida de esta manera, la escuela de la sospecha no se identifica ni con la simple crítica de la ideología de sello marxista, ni con el psicoanálisis freudiano, según la cual iluminar el inconsciente significa también apoderarse de él y disolver su poder de condicionarnos.
Marxismo y psicoanálisis freudiano encajan, por cierto, dentro de la definición pero, sin la radicalización que sugiere Nietzsche, seguirían siendo sólo nuevas teorías de la verdad y la realidad. Una sospecha muy limitada, por ende, que no se apartaría, en esta versión, de la sospecha que siempre caracterizó la búsqueda -platónica, pero también de los presocráticos- de las "esencias" de las cosas. La sospecha de este siglo -reconocible en tantas posiciones intelectuales de estas últimas décadas- sospecha también de la verdad "verdadera". Heidegger nos enseñó a llamar a este proceso el fin de la metafísica. Efectivamente, si de todo se debe preguntar el por qué, la noción misma del ser se transforma radicalmente. Ya no hay nada ante lo cual el pensamiento pueda aquietarse como frente a un dato definitivo, a un fundamento, a una autoridad indiscutible. Dado que esa imposibilidad de encontrar un fundamento sólido también es insoportable, no se puede eludir la pregunta acerca de las buenas razones que tiene, si las tiene, la escuela de la sospecha.
¿No habrá que sospechar ante todo de la sospecha (demasiado) generalizada? Es la tesis de quienes (iglesias, ideologías tranquilizadoras, autoridades varias) lamentan la tendencia nihilista de la cultura del siglo XX. Y sin embargo, cuesta oponer a esta tendencia nihilista la indicación de algo que posea títulos como para resistirla. Dicho de otro modo: ¿no es acaso experiencia común la caída de los absolutos en nuestra época? Los creyentes objetarán que no es cierto que "Dios ha muerto", como pretendió anunciar Nietzsche. Sin embargo, tampoco la teología cristiana pudo asistir al Holocausto y a los tantos otros horrores del siglo sin tener que rever sus propias ideas acerca de Dios. Pese a ser difícil de soportar porque parece no dejarnos ningún terreno sólido bajo los pies, el nihilismo tiene sus "ventajas". La disolución de los absolutos metafísicos implica también el fin de las autoridades indiscutibles. Si no al triunfo de La Razón, que no llega nunca a certezas definitivas, asistimos por lo menos al triunfo de Las Razones, o sea de la exposición, de tanto en tanto, de los motivos y los argumentos que hacen recomendable una elección más que otras.
Así, en el nihilismo del siglo XX entran también teorías que parecen alejadísimas de él, como la del "actuar comunicativo" propuesta por Habermas, según la cual la racionalidad no es sino la "presentabilidad" de una tesis, de un valor, a otros, en términos capaces de ser discutidos "razonablemente" y eventualmente aceptados, y las muchas teorías de la argumentación que se desarrollaron sobre la base de la reflexión sobre la lógica y el lenguaje. Ya no encontramos fundamentos últimos e indiscutibles, sino que debemos tener en cuenta las expectativas, los intereses, el consenso de nuestros semejantes.
Podríamos decir, quizá, que al ser y la realidad ya no les interesa la objetividad de las cosas sino más bien la caridad y la atención hacia las personas. De todos los legados que deja el siglo XX, en muchos casos densos y negativos, el nihilismo tal vez sea justamente el más productivo y cargado de futuro.
(c) Gianni Vattimo para Clarín, 1999. Traducción de Cristina Sardoy
Lo que Nietzsche llamó "escuela de la sospecha" es quizá lo que caracteriza de manera más general el pensamiento de este siglo, a tal punto que puede considerarse su principal "descubrimiento" o herencia para el próximo siglo. Es como si nos hubiéramos dado cuenta de que, como escribe Nietzsche en Más allá del bien y del mal, detrás de cada caverna se esconde otra caverna y así sucesivamente. Entendida de esta manera, la escuela de la sospecha no se identifica ni con la simple crítica de la ideología de sello marxista, ni con el psicoanálisis freudiano, según la cual iluminar el inconsciente significa también apoderarse de él y disolver su poder de condicionarnos.
Marxismo y psicoanálisis freudiano encajan, por cierto, dentro de la definición pero, sin la radicalización que sugiere Nietzsche, seguirían siendo sólo nuevas teorías de la verdad y la realidad. Una sospecha muy limitada, por ende, que no se apartaría, en esta versión, de la sospecha que siempre caracterizó la búsqueda -platónica, pero también de los presocráticos- de las "esencias" de las cosas. La sospecha de este siglo -reconocible en tantas posiciones intelectuales de estas últimas décadas- sospecha también de la verdad "verdadera". Heidegger nos enseñó a llamar a este proceso el fin de la metafísica. Efectivamente, si de todo se debe preguntar el por qué, la noción misma del ser se transforma radicalmente. Ya no hay nada ante lo cual el pensamiento pueda aquietarse como frente a un dato definitivo, a un fundamento, a una autoridad indiscutible. Dado que esa imposibilidad de encontrar un fundamento sólido también es insoportable, no se puede eludir la pregunta acerca de las buenas razones que tiene, si las tiene, la escuela de la sospecha.
¿No habrá que sospechar ante todo de la sospecha (demasiado) generalizada? Es la tesis de quienes (iglesias, ideologías tranquilizadoras, autoridades varias) lamentan la tendencia nihilista de la cultura del siglo XX. Y sin embargo, cuesta oponer a esta tendencia nihilista la indicación de algo que posea títulos como para resistirla. Dicho de otro modo: ¿no es acaso experiencia común la caída de los absolutos en nuestra época? Los creyentes objetarán que no es cierto que "Dios ha muerto", como pretendió anunciar Nietzsche. Sin embargo, tampoco la teología cristiana pudo asistir al Holocausto y a los tantos otros horrores del siglo sin tener que rever sus propias ideas acerca de Dios. Pese a ser difícil de soportar porque parece no dejarnos ningún terreno sólido bajo los pies, el nihilismo tiene sus "ventajas". La disolución de los absolutos metafísicos implica también el fin de las autoridades indiscutibles. Si no al triunfo de La Razón, que no llega nunca a certezas definitivas, asistimos por lo menos al triunfo de Las Razones, o sea de la exposición, de tanto en tanto, de los motivos y los argumentos que hacen recomendable una elección más que otras.
Así, en el nihilismo del siglo XX entran también teorías que parecen alejadísimas de él, como la del "actuar comunicativo" propuesta por Habermas, según la cual la racionalidad no es sino la "presentabilidad" de una tesis, de un valor, a otros, en términos capaces de ser discutidos "razonablemente" y eventualmente aceptados, y las muchas teorías de la argumentación que se desarrollaron sobre la base de la reflexión sobre la lógica y el lenguaje. Ya no encontramos fundamentos últimos e indiscutibles, sino que debemos tener en cuenta las expectativas, los intereses, el consenso de nuestros semejantes.
Podríamos decir, quizá, que al ser y la realidad ya no les interesa la objetividad de las cosas sino más bien la caridad y la atención hacia las personas. De todos los legados que deja el siglo XX, en muchos casos densos y negativos, el nihilismo tal vez sea justamente el más productivo y cargado de futuro.
(c) Gianni Vattimo para Clarín, 1999. Traducción de Cristina Sardoy