9.3.05

 

EL BARRIO VIRTUAL@ LA OTRA FRONTERA

por Guillermo Gómez-Peña

I: Tecnofobia:

Mi "low rider" laptop está decorada con una calcomanía 3-D de la Virgen de Guadalupe, la reina espiritual de la América hispanohablante. Es como un altar itinerante, una oficina y un banco literario, todo en uno. Ya que paso el 70 por ciento del año viajando, es (además de mi tarjeta de teléfono "World Link" por supuesto) mi principal medio para mantenerme en contacto con mi agente, mis editores y mis colaboradores desperdigados en muchas ciudades de Estados Unidos y México.

El mes antes de un proyecto importante de performance, la mayoría de los preparativos técnicos, las negociaciones y cambios de fecha de último momento, ocurren en el misterioso territorio del ciberespacio. De mala gana, me he convertido en un tecno-artista y en un bandido de la supercarretera de la información.

Digo de "de mala gana" porque, como le sucede a la mayoría de los artistas mexicanos, mi relación con la tecnología digital y las computadoras personales está definida por las paradojas y las contradicciones: no las entiendo bien a bien, pero me seducen; no quiero saber cómo funcionan, pero me encanta su aspecto y lo que hacen; critico a mis colegas que están acríticamente inmersos en las nuevas tecnologías, pero sin decirlo los envidio.

Resiento el hecho de que constantemente se me dice que como "latino" supuestamente estoy "culturalmente en desventaja" o de algún modo desadaptado para manejar la alta tecnología; sin embargo, una vez que LA tengo justo enfrente de mí, estoy tentado e incontrolablemente impelido a trabajar en contra de ella, a cuestionarla, exponerla, subvertirla, e imbuirla de humor, de política radical y linguas polutas como el spanglish y el franglé.

La contradicción prevalece. Hace dos años, mi principal colaborador Roberto Sifuentes y yo nos abrimos paso en la red, y una vez que fuimos generosamente adoptados por varias comunidades (Arts Wire y Latino net, entre otras) de pronto empezamos a perder interés en sostener conversaciones con seres fantasmagóricos que jamás habíamos conocido en persona (y eso, debo decir, es un prejuicio cultural mexicano: si no te conozco en persona, no me interesa realmente conversar contigo). Luego empezamos a enviar una serie de "tecno-placas" poético/activistas en spanglish.

En estos breves comunicados planteamos algunas preguntas difíciles relacionadas con el acceso, las políticas de identidad y el lenguaje. Ya que en ese entonces no sabíamos muy bien dónde colocarlas para obtener el máximo de respuesta, y las respuestas que recibíamos eran esporádicas y dispersas, nuestro interés comenzó a apagarse. Durante meses nos sentimos un poco solos y aislados (no es difícil sentirse marginal e insignificante en el ciberespacio). Y fue sólo gracias a la cortés persistencia de nuestros tecno-colegas que decidimos permanecer sentados a la mesa virtual, por así decirlo.

Hoy en día, a pesar de que Roberto y yo pasamos mucho tiempo enfrente de nuestras laptops (cuando no estamos de gira, él está en Nueva York y yo estoy en San Francisco o en la ciudad de México) conceptualizando proyectos de performance que incorporan nuevas tecnologías y rediseñando nuestros sitios en la red, cada vez que se nos invita a participar en un foro de discusión pública en torno al arte y la tecnología, tendemos a enfatizar sus puntos flacos y a exagerar nuestro escepticismo cultural. ¿Por qué?

Sólo puedo hablar por mí. Quizá tenga algunos traumas con las computadoras o padezca de fibrosis digital endémica. Llevo usando computadoras desde el 88; sin embargo, durante los primeros cinco años usé mi vieja Mac como una máquina de escribir ensalzada. Durante esos años probablemente borré accidentalmente, aquí y allá, más de 300 páginas de textos originales que no había respaldado en discos, por lo que me vi forzado a reescribirlos de memoria (Algunos de estos "textos reconstruidos" aparecieron en mi primer libro Warrior for Gringostroika -Guerrero por gringostroika-, Greywolf Press, 1994). Los gordos y confusos manuales "amigables para el usuario" se cayeron muchas veces de mis manos impacientes. Pasé muchas noches desesperadas maldiciendo a los maliciosos dioses del ciberespacio, y telefoneando a "hotlines" que parecían prometedoras pero donde rara vez contestaban, o si contestaban, me daban complicadas instrucciones que era incapaz de seguir.

Mi relación agridulce con la tecnología se remonta a mis años formativos en el ambiente altamente politizado de la ciudad de México en los años setenta. Como un joven "artista radical", estaba lleno de dogmas ideológicos y verdades parciales. Una de esas verdades a medias decía que la alta tecnología era intrínsecamente enajenante, que se usaba primordialmente como un medio para controlarnos políticamente, a "nosotros" -gente pequeña tecno-analfabeta.

Mi crítica de la tecnología se empalmaba con mi crítica del capitalismo. Para mí, los "capitalistas" eran hombres de las corporaciones, desarraigados (y sin rostro) que utilizaban los medios masivos para anunciar sus inútiles triques electrónicos, y que nos vendían aparatos innecesarios que nos mantenían eternamente en deuda (como país y como individuos) y también convenientemente distraídos de los "asuntos realmente importantes de la vida". Por supuesto, entre estos "asuntos importantes" quedaban incluidos el sexo, la música, la espiritualidad y la "revolución" estilo California (es decir, en abstracto). Como hijo de la contradicción, además de ser un feroz "artista anti-tecnología", era dueño de un pequeño Datsun, y escuchaba a mis grupos favoritos de rock estadunidenses y británicos en mi Panasonic importado, a menudo mientras meditaba o hacía el amor, como una manera de "liberarme" de la socialización capitalista. Mi ropa, mis libros, carteles y álbums favoritos, todos habían sido hechos con tecnología de "capitalistas", pero por alguna extraña razón eso me parecía perfectamente lógico.

Afortunadamente, mi familia jamás perdió su mágica forma de pensar y su sentido del humor en torno a la tecnología. A mis padres los seducían fácilmente los productos electrónicos japoneses y norteamericanos restaurados y ligeramente anticuados. Los comprábamos como fayuca (contrabando) en el barrio de Tepito, y ocupaban un lugar importante en la decoración de nuestro "moderno" hogar de clase media.

Nuestro enorme televisor a color, por ejemplo, estaba decorado de tal manera que cumplía la doble función de unidad de entretenimiento e involuntario altar posmoderno -estaba rodeado de nostálgicas fotos de familiares, flores de papel y un surtido de figurillas-; igual que el inmenso equipo de sonido que estaba junto a la tele, con un amplificador, una grabadora de 8 canales, 2 tocadiscos y 17 bocinas que tocaban todo el santo día una mezcla sincrética de música que incluía al compositor mexicano Agustín Lara, a Los Panchos (con Eddie Gorme por supuesto), Sinatra, Esquivel, Eartha Kit, cumbias tropicales, ópera italiana y rock an'roll (En este sentido, mi padre fue mi primer instructor involuntario del pensamiento posmoderno).

Aunque estaba seguro de que con la aterradora llegada del primer horno de microondas a nuestra cocina tradicional, nuestras deliciosas comidas diarias se iban a convertir de un día para otro en sórdida comida rápida, mi madre no tardó en darse cuenta que el microondas sólo era bueno para recalentar café y sopas frías. La cuestión era ser dueño de uno, y mostrarlo en un lugar prominente como otro signo de modernidad (En México, la modernidad se concibe como sinónima de la tecnología estadunidense y la cultura pop). Cuando me mudé a California (y por ende al futuro), solía comprar triques electrónicos de pacotilla para mi familia (En ese entonces no los calificaba como "de pacotilla").

Durante las vacaciones, regresar a visitar a mi familia con semejantes regalos me convertía ipso facto en un emisario tanto de la prosperidad como de la modernidad. Una vez compré un ionizador eléctrico para la abuela. Lo puso en el centro del altar de su recámara y lo tuvo ahí -desconectado por supuesto- durante meses. La siguiente vez que la vi me dijo: "Mi'jito, desde que me diste esa cosa (seguía desconectado) de verdad puedo respirar mucho mejor." Y probablemente era cierto. Cosas como televisores, radios de onda corta y hornos de microondas, y más tarde ionizadores, walkmans, calculadoras baratas, relojes digitales y cámaras de video, eran vistos por mi familia y mis amigos como alta tecnología, y su función era tan pragmática como social, ritual, sentimental y estética.

No es ninguna coincidencia entonces que en mis primeros trabajos de performance la tecnología barata también desempeñara funciones rituales y estéticas. Verbigratia: durante años usé monitores de video como centros de mesa para mis "video-altares" en el escenario. Las máquinas de hielo seco, las luces estroboscópicas y los gobos, los megáfonos y los filtros de voz han permanecido desde entonces como elementos que le han dado un sello a mis performances "low-tech/high-tec". A principios de los noventa, sarcásticamente bauticé mi práctica estética como "arte azteca high-tec", y cuando empecé a trabajar en equipo con el Ciber Vato Roberto Sifuentes, decidimos que lo que hacíamos era "arte tecno-razcuache". En un glosario que se remonta al 94, lo definimos como "una nueva estética que fusiona el arte del performance, la poesía rap épica, la televisión interactiva, la radio experimental y el arte en computadora, pero con una perspectiva chicanocéntrica y una inclinación sórdida."

II: Diferencias Míticas

La mitología dice así. Los mexicanos (y por extensión otros latinos) no pueden manejar la alta tecnología. Atrapados entre un pasado preindustrial y una modernidad impuesta, seguimos siendo seres manuales; homo fabers per excellence; artesanos imaginativos (no técnicos); y nuestra comprensión del mundo es estrictamente política, poética o metafísica en el mejor de los casos, pero definitivamente no científica. Además, se nos percibe como criaturas sentimentales y apasionadas (queriendo decir, irracionales), y cuando decidimos salirnos de nuestro ámbito y utilizar la alta tecnología en nuestro arte (la mayor parte del tiempo ni siquiera estamos interesados), estamos destinados a repetir ingenuamente lo que otros -principalmente anglos y europeos- ya han hecho.

Nosotros, los latinos, a menudo alimentamos esta mitología al exagerar sobre nuestra "naturaleza romántica" y nuestras posturas humanísticas, y/o al asumir el papel de víctimas coloniales de la tecnología. Siempre somos muy prontos en señalar que las relaciones sociales y personales en Estados Unidos, la tierra del futuro, están totalmente mediadas por los faxes, los teléfonos, las computadoras y otras tecnologías de las que ni siquiera estamos conscientes; y que la sobreabundancia de tecnología de la información en la vida cotidiana es responsable de las desventajas sociales y la crisis cultural de Estados Unidos. Paradójicamente, nos guste o no, es nuestra falta de acceso a estos bienes lo que nos hace exagerar nuestras diferencias: nosotros, "en el contrario", socializamos profusamente, negociamos información ritual y sensualmente, y nos mantenemos en contacto con nuestro (¿aún intacto?) ser primitivo. Esta visión binaria del mundo, simplista y extremadamente problemática, retrata a México y a los mexicanos como tecnológicamente subdesarrollados, aunque cultural y espiritualmente superiores, y a Estados Unidos como exactamente lo opuesto.

La realidad es mucho más complicada: el anglo americano promedio tampoco entiende las nuevas tecnologías; en Estados Unidos, la gente de color y las mujeres claramente no tienen "igual acceso" al ciberespacio. Además, la cultura norteamericana siempre ha abanderado los movimientos más radicales (y a menudo infantiles) en contra de su propio desarrollo tecnológico y que buscan un regreso a la naturaleza. Mientras tanto, el mexicano urbano promedio ya padece en mayor o menor grado los mismos padecimientos existenciales "primermundistas" generados por la alta tecnología y el capitalismo avanzado. De hecho, las nuevas generaciones de mexicanos, incluyendo a mis sobrinos hip de la generación mex y a mi hijo de 8 años que es completamente bicultural, están totalmente inmersos en y definidos por las computadoras personales, el Nintendo, los juegos de video y la realidad virtual (aunque no sean dueños del software). Lejos de ser el rrrroomántico paraíso preindustrial del imaginario norteamericano, el México de los noventa ya es una nación virtual (y por tanto mítica) cuya cohesión y fronteras fluctuantes las proporcionan principalmente la televisión, la cultura pop transnacional, el turismo, el libre mercado, y sí, el internet.

Pero la vida en la aldea global ranchera está dominada por las contradicciones: a pesar de todo esto, aún son muy pocas las personas al sur de la frontera que están en línea, y aquellas que están conectadas tienden a pertenecer a las clases alta y media alta y están relacionadas con las profesiones corporativas y ejecutivas. Cada vez que mis colegas y yo hemos intentado crear un diálogo binacional vía las tecnologías digitales (es decir, conectar Los Ángeles con la ciudad de México por medio de un video-teléfono vía satélite), nos enfrentamos a innumerables complicaciones. En México, los pocos artistas con un "acceso" continuo a las altas tecnologías, que están interesados en este tipo de tecno-diálogo transnacional, con contadas excepciones, tienden a ser socialmente privilegiados, políticamente conservadores y estéticamente poco interesantes. Y las fuentes financiadoras que existen allá dispuestas a financiar este tipo de proyecto están claramente interesadas en controlar quién forma parte del experimento.

El fenómeno zapatista es una famosa excepción a la regla. El extraordinaire tecno-artista de performance El subcomandante Marcos se comunica con "el mundo exterior" por medio de una página de internet muy conocida, patrocinada y diseñada por liberales canadienses (Para mí sigue siendo un misterio cómo es que sus comunicados llegan de la aldea selvática de "La Realidad", que aún no cuenta con electricidad, a su sitio en la red de un día para otro). Sin embargo, su página de internet es mejor conocida fuera de México, por una sencilla razón: la compañía Teléfonos de México hace que usar la red sea prácticamente imposible para alguien que viva fuera de las principales ciudades mexicanas, argumentando que simplemente no hay suficientes líneas para poder dar servicio tanto a los usuarios de teléfono como de la red.
"El mundo te está esperando-¡así que ven!" anuncio para America On-line

III: La Cyber-migra

Roberto y yo llegamos tarde al debate, junto con otra docena de artistas experimentales chicanos.

Cuando empezamos a dialogar con artistas estadunidenses que trabajan con nuevas tecnologías, nos dejó perplejos el hecho de que cuando se referían al ciberespacio o a la red, hablaban de un "territorio" políticamente neutral/sin raza/sin género y sin clase, el cual nos brindaba a todos un "acceso igual", y posibilidades ilimitadas de participación, interacción y pertenencia, especialmente de "pertenencia" (en una época en que nadie siente que "pertenece" a ninguna parte).

Sin embargo, jamás hubo mención alguna de la soledad física y social, o del miedo al "mundo real" que impulsa a tantas personas a conectarse a la red y a aparentar que están teniendo experiencias "significativas" de comunicación o descubrimiento. Para estos artistas, la idea de intercambiar identidades en la red y de jugar el papel de otros géneros, razas o edades, sin consecuencias reales (sociales o físicas) les parecía extremadamente atractivo y liberador (y de ninguna manera, superficial o escapista).

La retórica utópica en torno a las tecnologías digitales, especialmente en California, nos recordó, a Roberto y a mí, a una versión higienizada de las mentalidades pioneras y de la frontera del Viejo Oeste, y también al culto futurista de principios de siglo por la velocidad, el tamaño y la belleza de la tecnología épica (aviones, trenes, fábricas, etc.) Dada la existente "fatiga de la compasión" en lo que se refiere al arte político y al arte que trata asuntos de raza y género, era difícil no ver esta filosofía del sentirse bien (o mejor dicho teosofía) como una salida atractiva a la aguda crisis social y racial que aqueja a Estados Unidos.

Como el mundo del arte premulticultural de principios de los ochenta, el nuevo mundo del arte high-tec asumió un "centro" incuestionable, y trazó una frontera digital dramática. Y del otro lado de las vías, quedaron todos los artistas tecno-analfabetas (y sub-subvencionados), junto con la mayoría de las mujeres, los chicanos, los afroamericanos y los indígenas norteamericanos. Aquellos de nosotros que vivíamos al sur de la frontera digital fuimos forzados a asumir una vez más los desagradables pero necesarios papeles de los inmigrantes indocumentados, los invasores culturales, los tecnopiratas, y los coyotes (contrabandistas) virtuales.

También nos escandalizó el etnocentrismo benevolente o discreto (que no ingenuo) que permeaba los debates en torno al arte y la tecnología digital, especialmente en California. La narrativa dominante era o el lenguaje utópico de los valores democráticos de Occidente (¡¡perdón!!) o una forma obstinada de argot anticorporativo/corporativo. La lingua franca incuestionable era por supuesto el inglés, "el lenguaje oficial de las comunicaciones internacionales"; el vocabulario teórico utilizado por los críticos estaba hiperespecializado (una mezcla de lenguaje de "software", postestructuralismo remendado y psicoanálisis) y des-politizado (la teoría poscolonial y el paradigma de la frontera eran convenientemente pasados por alto); y si los chicanos y mexicanos no participaban lo suficiente en la red, se debía exclusivamente a una falta de información o de interés (no de dinero o de tener "acceso"), o, una vez más, a que estábamos "culturalmente desadaptados".

La suposición tácita era que nuestros verdaderos intereses eran las "cuestiones fundamentales, los grassroots" (y cuando digo grassroots quiero decir las calles del barrio, nuestro lugar lógico en el mundo), figurativos u orales (como si estas cuestiones no pudieran existir en el espacio virtual). En otras palabras, debíamos permanecer pintando murales, haciendo graffiti, tramando revoluciones en ruidosos cafés, recitando poesía oral y bailando salsa o la quebradita.

IV: Primer borrador de un manifiesto: trazando de nuevo el mapa del ciberespacio

En los últimos dos años, muchos teóricos de raza negra, feministas y artistas activistas han cruzado finalmente la frontera digital, sin papeles, y esto ha ocasionado que los debates se hayan tornado más complejos e interesantes. Ya que "nosotros" (hasta ahora el "nosotros" aún es borroso, no específico y siempre cambiante) no deseamos reproducir los desagradables errores de los días muticulturales, ni tampoco deseamos hostigar a los corredores y curadores del ciberespacio como para provocar una nueva reacción desfavorable, nuestras estrategias y prioridades ahora son bastante diferentes: ya no estamos tratando de persuadir a nadie de que somos dignos de ser incluidos (estamos de facto adentro/afuera al mismo tiempo, o quizá estamos adentro temporalmente, y lo sabemos).

Y tampoco estamos peleando el mismo financiamiento (porque ya no existe un financiamiento serio especialmente para el arte experimental politizado). Lo que deseamos hacer es modificar el trazo de la cartografía hegemónica del ciberespacio; "politizar" el debate; desarrollar una comprensión teórica multicéntrica de las posibilidades culturales, políticas y estéticas de las nuevas tecnologías; intercambiar un tipo distinto de información (mito poética, activista, formativa, imagística); y esperando hacer todo esto con humor e inteligencia. Los artistas chicanos en particular queremos "amorenar" el espacio virtual; "spanglear la red", e "infectar" la lingua franca.

Con la creciente disponibilidad de nuevas tecnologías en nuestras comunidades, la noción de "arte comunitario" y arte "político" o politizado está cambiando dramáticamente. Ahora las metas, como las definen los artistas activistas, son encontrar aplicaciones básicas (grassroots) innovadoras para las nuevas tecnologías; ayudar a que la juventud latina literalmente intercambie sus pistolas por computadoras y cámaras de video, y conectar todos los centros comunitarios por medio de la red. Los CD-roms hechos por artistas pueden desempeñar una función educativa extremadamente importante para los jóvenes: pueden funcionar como "bancos de memoria" comunitarios ("enciclopedias chicanicas"). Pero para lograr todo esto, la comunidad virtual más amplia debe acostumbrarse a una nueva presencia cultural -el ciber inmigrante/mojado-; a una nueva sensibilidad, y a que se hablen muchos nuevos idiomas en la red. Todo esto aún está por lograrse.



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