17.8.12

 

¿Y QUIÉN CREÓ A LOS CREADORES? - BOURDIEU


Para entender el concepto de "habitus" un poco mejor antes de leer el texto de Bourdie, recomiendo este video.


Y para entender el pensamiento de Bourdieu en general este video:





"¿Y QUIEN CREO A LOS CREADORES?"

por PIERRE BOURDIEU


La sociología y el arte no se llevan bien. Esto es culpa del arte y de los artistas que no soportan todo aquello que atenta contra la idea que tienen de sí mismos: el universo del arte es un universo de creencia, creencia en el don, en la unicidad del creador increado, y la irrupción del sociólogo, que quiere comprender, explicar y dar razón, causa escándalo. Es desilusión, reduccionismo, en una palabra, grosería o, lo que viene a ser lo mismo, sacrilegio: el sociólogo es aquel que, al igual que Voltaire expulso a los reyes de la historia, quiere expulsar a los artistas de la historia del arte. Pero también tienen culpa los sociólogos que se las han arreglado para confirmar las ideas preconcebidas sobre la sociología, y en especial sobre la sociología del arte y de la literatura.

Primera idea preconcebida: la sociología puede explicar el consumo cultural, pero no su producción. La mayoría de los trabajos generales sobre la sociología de las obras culturales aceptan esta distinción, que es puramente social: tiende en efecto a preservar para la obra de arte y el “creador” increado un espacio aparte, sagrado, y un trato privilegiado, y entrega a los consumidores a la sociología, es decir, entrega el aspecto inferior, incluso reprimido (sobre todo en su dimensión económica) de la vida intelectual y artística. Y las investigaciones que tratan de determinar los factores sociales de las prácticas culturales (como el hecho de asistir a museos, a obras de teatro o a conciertos) parecen confirmar esta distinción, que no reposa sobre ningún fundamento teórico; en efecto, como trataré de mostrarlo, solo se puede comprender el aspecto más especifico de la producción en sí, es decir, la producción de valor (y de creencia) si se toma en cuenta simultáneamente el espacio de los productores y el de los consumidores.

Segunda idea preconcebida: la sociología —y su instrumento predilecto, la estadística— le resta importancia a la creación artística, la aplasta, la nivela y la reduce; coloca en el mismo plano a los grandes y a los pequeños, y en todo caso no capta lo que es el genio de los más grandes. Una vez más, y quizá aún más claramente en este caso, los sociólogos más bien han justificado a sus críticos. No insistiré en la estadística literaria, la cual, tanto por la insuficiencia de sus métodos como por la pobreza de sus resultados, confirma en forma espectacular los puntos de vista más pesimistas de los guardianes del templo literario. Apenas evocaré la tradición de Lukács y Goldmann, que trata de establecer la relación entre el contenido de la obra literaria y las características sociales de la clase a fracción de clase ala cual se supone que está destinada de manera especial. Este enfoque, que en sus formas más caricaturescas subordina al escritor o artista a las limitaciones de un medio o a las demandas directas de una clientela, sucumbe a un finalismo o a un funcionalismo ingenuo pues deduce directamente la obra de la función que le seria socialmente asignada. A través de una especie de corto circuito, hace desaparecer la lógica propia del espacio de producción artística.

 De hecho, también en este punto los “creyentes” tienen toda la razón en contra de la sociología reduccionista cuando señalan la autonomía del artista y, sobre todo, la autonomía que es el resultado de la historia propia del arte. Es cierto que, como dice Malraux, “el arte imita al arte” y que no se pueden explicar las obras únicamente a partir de la demanda, es decir, de las exigencias estéticas y éticas de las diferentes fracciones de la clientela. Esto no implica que se nos remita a la historia interna del arte como único complemento autorizado de la lectura interna de la obra de arte.

La sociología del arte y de la literatura en su forma ordinaria olvida efectivamente la esencial, es decir, ese universo que posee sus propias tradiciones, sus propias leyes de funcionamiento y de reclutamiento, y por ende su propia historia, que es el universo de la producción artística. La autonomía del arte y del artista, que la tradición hagiográfica acepta como algo obvio, en nombre de la ideología de la obra de arte como “creación” y del artista como creador increado, no es más que la autonomía (relativa) de ese espacio de juego que yo llamo campo, una autonomía que se va instituyendo poco a poco y bajo ciertas condiciones, en el transcurso de la historia.

El objeto propio de la sociología de las obras culturales no es ni el artista singular (ni tal o cual conjunto puramente estadístico de artistas singulares), ni la relación entre el artista (o, lo que es lo mismo, la escuela artística) y tal a cual grupo social concebido como causa eficiente y principio determinante de los contenidos y las formas de expresión, o como causa final de la producción artística, es decir, como demanda, pues la historia de los contenidos y las formas está directamente vinculada con la historia de los grupos dominantes y sus luchas por la dominación.

Para mí, la sociología de has obras culturales debe tomar como objeto el conjunto de las relaciones (las objetivas y también las que se efectúan en forma de interacciones) entre el artista y los demás artistas, y, de manera más amplia, el conjunto de los agentes envueltos en la producción de la obra a, al menos, en la del valor social de la obra (los críticos, directores de galerías, mecenas, etcétera). Se opone a la vez a una descripción positivista de las características sociales de los productores (su educación familiar, escolar,...) y a una sociología de la recepción que, como lo hace Antal para el arte italiano de los siglos XIV y XV, referiría directamente las obras a la concepción de la vida de las diferentes fracciones del público de los mecenas, es decir, a “la sociedad considerada en su capacidad de recepción en relación con el arte”. De hecho estas dos perspectivas se suelen confundir, como si se supusiera que, por su origen social, los artistas son propensos a presentir y satisfacer cierta demanda social (resulta notable el hecho de que, dentro de esta lógica, el análisis del contenido de las obras tiene primacía  esto ocurre incluso con Antal— sobre el análisis de la forma, es decir, la que es propio del productor).

Para redondear las cosas, quisiera indicar que el efecto de cortocircuito no se encuentra solo entre las cabezas de turco oficiales de los defensores de la estética pura, como el pobre de Hauser, a incluso en un marxista tan preocupado por la distinción como Adorno (cuando habla de Heidegger), sino en uno de los que más se han dedicado a denunciar el “sociologismo vulgar” y el “materialismo determinista”: Umberto Eco. En efecto, en la Obra abierta relaciona de manera directa (probablemente en nombre de la idea de que existe una unidad de todas las obras culturales de una época) las propiedades que atribuye a la “obra abierta”, como la plurivocidad reivindicada, la imprevisibilidad voluntaria, etcétera, y las propiedades del mundo tal como lo presenta la ciencia, ella a fuerza de salvajes analogías, cuyo fundamento nadie conoce.

Rompiendo con estas diferentes maneras de ignorar la producción en sí, la sociología de las obras tal como la concibo toma como objeto el campo de producción cultural, y, de manera inseparable, la relación entre el campo de la producción y el de los consumidores. Los determinismos sociales que dejan su huella en la obra de arte se ejercen por un lado a través del habitus del productor, la cual remite así a las condiciones sociales de su producción como sujeto social (familia, etcétera) y como productor (escuela, contactos profesionales, etcétera), y por otro a través de las demandas y limitaciones sociales que se inscriben en la posición que ocupa en un campo determinado (más a menos autónomo) de producción.

La que se llama “creación” es la confluencia de un habitus socialmente constituido y una determinada posición ya instituida o posible en la división del trabajo de producción cultural (y, además de todo, en segundo grado, en la división del trabajo de dominación); el trabajo con el cual el artista hace su obra y, de manera inseparable, se hace a sí mismo como artista (y, cuando ella forma parte de la demanda del campo, como artista original, singular) puede describirse como la relación dialéctica entre su puesto, que a menudo lo precede y/o sobrevive (por ejemplo, con las obligaciones de la “vida de artista”, ciertos atributos, tradicionales, formas de expresarse,.. .) y su habitus que lo hace más a menos propenso a ocupar este puesto o a transformarlo de manera más a menos completa —lo cual puede ser uno de los prerrequisitos del puesto—. En suma, el habitus del productor no es nunca totalmente producto del puesto (salvo quizá en ciertas tradiciones artesanales donde la formación familiar, es decir, los condicionamientos sociales originales de clase, y la formación profesional se confunden por completo).

De manera inversa, nunca se puede pasar directamente de las características sociales del productor —su origen social— a las características de su producto: las disposiciones vinculadas con un origen social determinado —plebeyo o burgués— pueden expresarse de maneras muy diferentes, al tiempo que conservan un aire de familia, en campos diferentes. 

Basta comparar, por ejemplo, a las dos parejas paralelas de plebeyo y patricio, Rousseau- Voltaire y Dostoievski-Tolstoi. Aunque el puesto hace el habitus (de manera más a menos completa), el habitus que ya está de antemano (de manera más a menos completa) adaptado al puesto (a través de los mecanismos que determinan la vocación y la cooptación) y hecho para el puesto, contribuye a hacer el puesto. Y esto aumenta con la distancia entre sus condiciones sociales de producción y las exigencias sociales inscritas en el puesto y con el margen de libertad e innovación implícita a explícitamente inscrito en el puesto.

Hay quienes están hechos para apoderarse de posiciones hechas y quienes están hechos para hacer nuevas posiciones. Explicarlo requeriría un análisis demasiado largo y yo quisiera indicar únicamente que sobre todo cuando se trata de comprender las revoluciones culturales a artísticas, hay que tener presente que la autonomía del campo de producción es una autonomía parcial que no excluye la dependencia: las revoluciones especificas, que transforman las relaciones de fuerza dentro de un campo, solo son posibles en la medida en que los que importan nuevas disposiciones y quieren imponer nuevas posiciones encuentran, por ejemplo, un apoyo fuera del campo, en públicos nuevos cuyas demandas expresan y a la vez producen.


Así, el sujeto de la obra de arte no es ni un artista singular, causa aparente, ni un grupo social (la gran burguesía bancaria y comorcial que llega al poder en la Florencia del Quatrocento, como en Antal, o la nobleza judicial en Goldmann), sino todo el conjunto del campo de producción artística (que mantiene una relación de autonomía relativa, más a menos grande según las épocas y las sociedades, con los grupos donde se reclutan a los consumidores de sus productos, es decir, con las diferentes fracciones de la clase dirigente). La sociología a la historia social no puede entender nada de la obra de arte, y sobre todo de lo que forum su singularidad, cuando toman como objeto un autor a una obra de manera aislada.

De hecho, todos los trabajos dedicados a un autor aislado que quieren hacer alga más que hagiografía a anecdotario se ven obligados a tomar en cuenta todo el campo de producción, pero al no dedicarse a esta construcción como proyecto explícito, la hacen por lo general de manera muy imperfecta y parcial. Y, contrariamente a lo que se podría creer, el análisis estadístico no logra nada mejor, ya que, al agrupar a los autores según grandes clases preconstruidas (escuelas, generaciones, géneros, etcétera), destruye todas las diferencias pertinentes por carecer de un análisis previo y la estructura del campo que le mostraría que ciertas posiciones (sobre todo las posiciones dominantes, como la que ocupo Sartre en el campo intelectual francés entre 1945 y 1960) pueden tener cabida para una sola persona y que las clases correspondientes pueden contener solo una persona, desafiando así a la estadística.

El sujeto de la obra es pues un habitus en relación con un puesto, es decir, con un campo. Para mostrarlo y, creo yo, demostrarlo, habría que volver a ver los análisis que he dedicado a Flaubert, donde traté de mostrar cómo la verdad del proyecto flaubertiano, que Sartre busca desesperadamente (e interminablemente) en la biografía singular de Flaubert, se inscribe, fuera del individuo Flaubert, en la relación objetiva entre, por un lado, un habitus formado dentro de ciertas condiciones sociales (definidas por la posición “neutra” de las profesiones liberales, de las “capacidades”, en la clase dominante y también por la posición que el niño Gustave ocupa en la familia en función de su rango de nacimiento y de su relación con el sistema escolar) y, por otro, una posición determinada en el campo de producción Literaria, que se encuentra a su vez situado en una posición determinada en el seno del campo de la clase dominante.

Seré un poco más preciso: como defensor del arte por el arte, Flaubert ocupa en el campo de producción literaria una posición neutra, que se define por medio de doble relación negativa (percibida como un doble rechazo), con el “arte social”, por un lado, y con el “arte burgués”, por otro. Este campo, que a su vez se encuentra situado de manera global en una posición dominada dentro del campo de la clase dominante (de allí las acusaciones del “burgués” y el sueño recurrente del “mandarinato”, en el cual concuerdan por lo general los artistas de la época), se organiza así según una estructura homóloga a la de la clase dominante con su conjunto (como lo veremos, esta homologia es el principio de un ajuste automático, y no cínicamente buscado, de los productos a las diferentes categorías de consumidores).

Habría que ampliar esto, pero a primera vista resulta claro que, a partir de un análisis de este tipo, se comprende la lógica de algunas de las propiedades fundamentales del estilo de Flaubert: me refiero, por ejemplo, al discurso libre indirecto, que Bakhtine interpreta como una marca de la relación ambivalente hacia los grupos cuyas palabras le transmite, de una especie de  vacilación entre la tentación de identificarse con ellos y la preocupación por guardar su distancia; me refiero también a la estructura quiasmática que se encuentra de manera obsesiva en las novelas y aún más claramente en los proyectos donde Flaubert expresa en forma transformada y denegada la doble relación de doble negación que, como “artista”, lo opone ala vez al “burgués” y al “pueblo” y, como artista “puro”, lo alza en contra del “arte burgués” y el “arte social”.

Una vez que se ha construido así el puesto, es decir, la posición de Flaubert en la división del trabajo literario (y, al mismo tiempo, en la división del trabajo de dominación), aún es posible fijar la atención en las condiciones sociales de producción del habitus y preguntarse qué debía ser Flaubert para ocupar y producir (de manera inseparable) el puesto de “arte por el arte” y crear la posición de Flaubert. Podemos tratar de determinar cuáles son los rasgos pertinentes de las condiciones sociales de producción de Gustave (por ejemplo, la posición del “idiota de la familia”, que Sartre analizó bien) que permiten comprender que haya podido ocupar y producir el puesto de Flaubert.

Yendo en contra de lo que sugiere la representación funcionalista, el ajuste de la producción al consumo es esencialmente resultado de la homologia estructural entre el espacio de producción (el campo artístico) y el campo de los consumidores (es decir, el campo de la clase dominante): las divisiones internas del campo de producción se reproducen en una oferta automáticamente (y en parte también conscientemente) diferenciada que sale al encuentro de las demandas automáticamente (y también conscientemente) diferenciadas de las diferentes categorías de consumidores. Así, fuera de cualquier ajuste buscado y de cualquier subordinación directa a una demanda expresamente formulada (dentro de la lógica del encargo a del mecenazgo) cada clase de clientes puede encontrar productos a su gusto y cada una de las clases de productores tiene posibilidades de encontrar, al menos en algún momento (es decir, a veces póstumamente) consumidores para sus productos.

De hecho, la mayoría de los actos de producción funcionan siguiendo la lógica de los dos pájaros de un tiro: cuando un productor, por ejemplo el critico de teatro de Le Fígaro, produce productos adaptados al gusto de su público (lo cual suele ocurrir, como lo dice él mismo), no es —y podemos creerlo cuando lo afirma— que haya tratado de alabar el gusto de sus lectores o que haya obedecido a consignas estéticas o políticas, a advertencias de su director, de sus lectores o de su gobierno (todo esto presuponen las formulas como “lacayo del capitalismo” o “portavoz de la burguesía”, de las cuales las teorías ordinarias son formas suavizadas de manera más o menos culta).

En realidad, desde el momento en que escogió Le Fígaro donde se encontraba a gusto, el cual lo escogió porque lo encontraba a su gusto, todo lo que tiene que hacer es dejarse llevar, como se dice, por su gusto (que tiene implicaciones políticas evidentes en materia de teatro), o, aun mejor, por sus repugnancias —pues el gusto es casi siempre repugnancia por el gusto de los demás—, por el horror que le inspiran las obras que un socio-competidor, el critico del Nouvel Observateur, no dejará de encontrar de su gusto, y él lo sabe, para coincidir como por milagro con el gusto de sus lectores (que son a los lectores del Nouvel Observateur lo que él es al critico de ese periódico). Él les aportará además algo que incumbe al profesional, es decir, la respuesta de un intelectual a otro, una critica, que es tranquilizadora para los “burgueses”, de los argumentos muy elaborados con los cuales los intelectuales justifican su gusto de vanguardia.

La correspondencia que se establece objetivamente entre el productor (artista, critico, periodista, filosofo) y su público no es, claro, producto de un ajuste conscientemente buscado, de transacciones conscientes e interesadas y de concesiones calculadas a las demandas del público. No entenderíamos nada de una obra de arte, de su contenido informativo, de sus temas o de sus tesis, de lo que llaman con una palabra vaga su “ideología”, remitiéndola directamente a un grupo. De hecho, esta relación sólo se realiza de más a más y como sin querer a través de la relación que tiene un productor, en función de su posición en el espacio de las posiciones constitutivas del campo de producción, con el espacio de las tomas de posición estéticas y éticas que, dada la historia relativamente autónoma del campo artístico, son efectivamente posibles en un momento dada.

Este espacio de tomas de posición, que es producto de la acumulación histórica, es el sistema común de referencias en relación con el cual se definen objetivamente todos los que entran en el campo. Lo que forma la unidad de una época no es tanto una cultura común como una problemática común que no es más que el conjunto de las tomas de posición ligadas al conjunto de las posiciones marcadas en el campo.

No hay más criterio de la existencia de un intelectual, de un artista o de una escuela que su capacidad para lograr que se le reconozca como ocupante de una posición en el campo, en relación con la cual tendrán que situarse, definirse, los demás, y la problemática de una época no es más que el conjunto de estas relaciones de posición a posición, y, de manera indisoluble, de toma de posición a toma de posición. Concretamente, esto significa que la aparición de un artista, de una escuela, de un partido o de un movimiento como posición constitutiva de un campo (artístico, político u otro) está marcada por el hecho de que su existencia “plantea, como se dice, problemas” para los ocupantes de las demás posiciones, que las tesis que éste afirma se convierten en objeto de luchas, que proporcionan uno de los términos de las grandes oposiciones en torno a las cuales se organiza la lucha y que sirven para concebir esta lucha (derecha/izquierda, claro /oscuro, cientificismo /anti-cientificismo, etcétera).

Esto equivale a decir que el objeto propio de una ciencia del arte, de la literatura o de la filosofía no puede ser más que el conjunto de los dos espacios inseparables, el de los productos y el de los productores (artistas o escritores, pero también críticos, editores, etcétera), que son como dos traducciones de la misma frase. Esto va en contra de la autonomización de las obras, que es tan injustificable desde el punto de vista teórico como práctico. Por ejemplo, hacer un análisis sociológico de un discurso limitándose a la obra misma es impedirse a sí mismo el movimiento que conduce en un vaivén incesante de los rasgos temáticos a estilísticos de la obra donde se revela la posición social de productor (sus intereses, sus fantasmas sociales, etcétera) a las características de la posición social del productor donde se anuncian sus “partidos” estilísticos, e inversamente. En suma, solo si se logra superar la oposición entre el análisis (lingüístico u otro) interno y el análisis externo se podrán comprender de manera completa las propiedades que son más propiamente “internas” de la obra.

Pero también hay que superar la alternativa escolástica de la estructura y la historia. La problemática que queda instituida en un campo en forma de autores y obras-faro, especies de puntos de referencia que los demás utilizan para encontrar sus coordenadas, es historia de cabo a rabo. La reacción contra el pasado, que crea la historia, es también lo que crea la historicidad del presente, que se define negativamente por lo que niega.

En otras palabras, el rechazo que está en el principio del cambio supone y plantea, y con esto trae al presente, al oponerse a él, aquello a lo cual se opone: la reacción en contra del romanticismo anti-científico e individualista que lleva a los parnasianos a darle un nuevo valor a la ciencia y a integrar sus descubrimientos en su obra, los impulsa a encontrar en el Genie des religions de Quinet (o en la obra de Burnouf, restaurador de las epopeyas míticas de la India) la antitesis y el antidote del Genie du christianisme —como los inclina hacia el culto por Grecia, antitesis de la Edad Media y símbolo de la forma perfecta a través de la cual, a sus ojos, la poesía se asemeja a la ciencia.

Aquí me siento tentado a abrir un paréntesis. Para hacer que vuelvan a la realidad los historiadores de las ideas que creen que lo que circula en el campo intelectual, y sobre todo entre los intelectuales y artistas, son ideas, recordaré simplemente que los parnasianos vinculaban a Grecia no solo con la idea de la forma perfecta, exaltada por Gautier, sine también con la idea de armonía, que estaba en boga en esa época; la encontramos, por ejemplo, en las teorías de los reformadores sociales, como Fourier.

Lo que circula en un campo, y en particular entre los especialistas de diferentes artes, son estereotipos más o menos polémicos y reductores (con los que tienen que contar los productores), títulos de obras que todo el mundo comenta —como Romances sans paroles, título que Verlaine tomo de Mendelssohn —, palabras de moda y las ideas poco claras que éstas transmiten —como la palabra “saturnirio” o el tema de las Fetes galantes que lanzaron los Goncourt.

En pocas palabras, podríamos preguntarnos silo que tienen en común todos los productores de bienes culturales de una época no es esa especie de Vulgata distinguida, esa serie de lugares comunes elegantes que el tropel de ensayistas, críticos y periodistas semi-intelectuales produce y disemina, y que es inseparable de un estilo y un humor.

Esta vulgata que es, claro, lo que está más “de moda”, es decir, lo que envejece más rápido, lo más perecedero, dentro de la producción de una época, es sin duda también lo que más tiene en común el conjunto de los productores culturales.

Vuelvo al ejemplo de Quinet, que muestra una de las propiedades más importantes de cualquier campo de producción; se trata de la presencia permanente del pasado del campo que se recuerda sin cesar a través de las rupturas mismas que lo remiten al pasado y que, igual que las evocaciones directas, referencias o alusiones, son como gestos de complicidad dirigidos a los demás productores y a los consumidores que se definen como consumidores legítimos mostrándose capaces de captarlos. El Genie des religions se plantea oponiéndose al Genie du christianisme.

La distinción, que remite el pasado al pasado, le supone y lo perpetua, en el hecho mismo de apartarse de él. Una de las propiedades fundamentales de los campos de producción cultural reside precisamente en el hecho de que los actos que en él se realizan y los productos que se producen contienen la referencia práctica (a veces explicita) a la historia del campo. Por ejemplo, lo que separa los escritos de Jünger o Spengler sobre la técnica, el tiempo o la historia de lo que Heidegger escribe sobre los mismos temas es el hecho de que, al situarse en la problemática filosófica, es decir, en el campo filosófico, Heidegger vuelve a introducir toda la historia de la filosofía que culmina en esta problemática.

Luc Boltanski ha mostrado que la construcción de un campo de la tira cómica viene acompañada por un cuerpo de historiógrafos, y, de manera simultánea, por la aparición de obras que contiene la referencia “erudita” a la historia del género. Podríamos hacer esta misma demostración en relación con la historia del cine.

Es cierto que “el arte imita al arte”, o, para ser más exactos, que el ante nace del arte, es decir, por lo general del arte al cual se opone. Y la autonomía del artista encuentra su fundamento no en el milagro de su gente creador, sino en el producto social de la historia social de un campo relativamente autónomo, de muchas, técnicas, lenguajes, etcétera.

La historia es la que define los medios y limites de lo pensable y hace que lo que ocurre en el campo no sea nunca el reflejo directo de las limitaciones o demandas externas, sine una expresión simbólica, refractada por toda la lógica propia del campo. La historia que está depositada en la estructura misma del campo y en los habitus de los agentes es ese prisma que se interpone entre el mundo externo al campo y la obra de arte, provocando en los acontecimientos externos, como la crisis económica, la politica reaccionaria o la revolución científica, una verdadera refracción.

Para terminar, quisiera cerrar el círculo y volver al punto de partida, es decir, a la antinomia entre el arte y la sociología y tomar en serio no la denuncia del sacrilegio científico, sino que lo que se enuncia en esta denuncia, es decir, el carácter sagrado del arte y del artista. En efecto, pienso que la sociología del arte debe tomar como objeto no solo las condiciones sociales de la producción de los productores (es decir, las determinantes sociales de la formación o selección de los artistas), sino también las condiciones sociales de producción del campo de producción como lugar donde se realiza el trabajo que tiende (y no esta dirigido) a producir al artista como productor de objetos sagrados, de fetiches, o, lo que viene a ser lo mismo, la obra de arte como objeto de creencia, de amor y de placer estético.

Para explicar esto evocaré la alta costura, que proporciona una imagen aumentada de lo que ocurre en el universo de la pintura. Sabemos que cuando se aplica a un objeto cualquiera, como un perfume, un por de zapatos, incluso, y es un ejemplo real, un bidet, la magia de la firma puede multiplicar de manera extraordinaria el valor de este objeto. No hay duda de que este es un acto mágico, al químico, puesto que se transforman la naturaleza y el valor social del objeto, sin que se modifique su naturaleza física o química (me refiero a los perfumes).

La historia de la pintura desde Duchamp ha proporcionado numerosos ejemplos, que todos ustedes recordarán, de actos mágicos que, como los de los diseñadores, han obtenido tan claramente su valor del valor social del que los produce que uno se ve obligado a preguntar no lo que hace el artista, sino quién hace al artista, es decir, el poder de transmutación que ejerce el artista. Encontraremos la misma pregunta que se planteaba Mauss cuando, ya desesperado, después de buscar todos los fundamentos pasibles del poder del brujo, acaba por preguntar quién hace al brujo.

Quizá me dirán que el mingitorio y la rueda de bicicleta de Duchamp (y desde entonces se han hecho cosas aún mayores) no son más que un límite extraordinario. Pero bastará analizar las relaciones entre el original (el “auténtico”) y la falsificación, la replica o la copia, o aun los efectos de la atribución (objeto principal, si no es que exclusivo, de la historia del arte tradicional, que perpetúa la tradición de conocedor y el experto) sobre el valor social y económico de la obra, para ver que la que crea el valor de la obra no es la rareza (unicidad) del producto sino la rareza del productor, manifestada en la firma, que en la moda se llama “griffe”, es decir, la creencia colectiva en el valor del productor y de su producto.

Recordamos a Warhol, quien lleva a los extremos lo que había hecho Jasper Jones al fabricar una lata de cerveza Ballantine de bronce, firmando latas de conservas, soupcans de Cambell’s, y las revende a seis dólares la lata en lugar de quince cents.

Habría que matizar y afirmar el análisis. Pero me limitaré a indicar que una de las principales tareas de la historia del arte seria la de describir la génesis de un campo de producción artística capaz de producir al artista (por oposición al artesano) como tal. No se trata de preguntarse, como lo ha hecho hasta ahora de manera obsesiva la historia del arte, cuándo y cómo se desprendió el artista del estatus del artesano. Se trata de describir las condiciones económicas y sociales de la constitución de un campo artístico capaz de fundar la creencia en los poderes casi divinos que se le reconocen al artista moderno.

En otras palabras, no se trata solo de destruir lo que Benjamín llamaba el “fetiche del nombre del maestro”. (Este es uno de los sacrilegios fáciles en los que ha caído la sociología con cierta frecuencia: al igual que la magia negra, la inversión sacrílega contiene una forma de reconocimiento de lo sagrado. Las satisfacciones que otorga la desacralización no permiten tomar en serio el hecho de la consagración y de lo sagrado, y por ende, tampoco explicarlo.) Se trata de registrar el hecho de que el nombre del maestro efectivamente es un fetiche, y de describir las condiciones sociales de posibilidad del personaje del artista como maestro, es decir, como productor de ese fetiche que es la obra de arte.

En suma, se trata de mostrar cómo se constituyó históricamente el campo de producción artística, que como tal, produce de la creencia en el valor del arte y en el poder creador de valor del artista. Así se habrá fundado lo que planteamos en un principio como postulado metodológico, a saber, que el “sujeto” de la producción artística y de su producto no es el artista, sino el conjunto de los agentes que tienen intereses en el arte, a quienes interesa el arte y su existencia, que viven del arte por el arte, como productores de obras consideradas artísticas (grandes o pequeños, Webres, esto es, celebrados, o desconocidos), críticos, coleccionistas, intermediarios, conservadores, historiadores del arte, etcétera.

Ya está. El circulo se ha cerrado. Y quedamos atrapados en su interior.





<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?