22.3.05
ECONOMIA SEXUAL
por Wilhelm Reich
Los conceptos de economía sexual que expongo aquí tienen su fundamento en la observación clínica de pacientes que, en el transcurso de un tratamiento analítico individual llevado a cabo con resultados positivos, experimentan una transformación de su estructura psíquica. Con todo derecho surgirá la duda: ¿pueden aplicarse así, sin más, los descubrimientos relacionados con la transformación de una estructura individual neurótica en una estructura individual sana, a los problemas que sufre una estructura colectiva y a sus posibles alteraciones?
En vez de perdernos en disquisiciones teóricas, vayamos directamente a los hechos, que hablan por sí mismos. Es evidente que para entender la conducta irracional colectiva tenemos que partir de las observaciones y experiencias que extraemos del tratamiento de los individuos neuróticos. Después de todo, el principio es el mismo que cuando se lucha contra una epidemia: para acabar con ella lo primero que hay que hacer es examinar concienzudamente a cada una de las víctimas, con objeto de encontrar el bacilo que causa la enfermedad y los efectos que produce. Pero la comparación va aún más lejos: también en una epidemia ocurre que un mal de origen externo actúa sobre un organismo que anteriormente estaba sano. En el caso del cólera, por ejemplo, no nos basta con curar al paciente individual, sino que tendremos también que aislar el foco desde el que se propaga el bacilo.
El comportamiento patológico del individuo medio es sorprendentemente semejante al de nuestros pacientes en cada caso particular: la inhibición sexual en general; el carácter compulsivo de las exigencias morales; la incapacidad de imaginar que la satisfacción sexual es compatible con un trabajo de rendimiento aceptable; la absurda creencia de que la sexualidad del niño y del adolescente es una aberración o una patología; la imposibilidad de concebir otra forma de sexualidad que la monogámica de por vida; la falta de confianza en las propias fuerzas y en la propia capacidad de juicio, con el consiguiente anhelo de una figura de tipo paternal, omnisciente, que le guíe a uno... Los conflictos básicos en el individuo medio son siempre los mismos, y las diferencias en el desarrollo individual no son más que diferencias de detalle. Si queremos aplicar a la psicología de las masas lo que nos enseñan los casos individuales, sólo podremos tener en cuenta los conflictos típicos que se manifiestan en todos los individuos; de ese modo podremos aplicar a las masas las observaciones hechas sobre los cambios de estructura que se producen en el individuo a lo largo del análisis.
Estos pacientes suelen manifestar ciertos síntomas típicos del trastorno psíquico: su capacidad de trabajo se ve reducida y su eficiencia no se corresponde ni con lo que la sociedad exige de ellos ni con sus capacidades reales, de las que ellos son conscientes; la aptitud para lograr satisfacción genital se ve reducida significativamente, cuando no anulada por completo; la capacidad natural de satisfacción genital ha sido sustituida, sin excepciones, por otras formas no genitales de satisfacción (pregenitales); pueden tener ideas sádicas asociadas al acto sexual, fantasías de violaciones, etc. A lo largo del análisis siempre se llega a la convicción de que estos cambios en el carácter y en el comportamiento sexual alcanzaron su configuración definitiva hacia los cuatro o cinco años de edad. Los efectos consiguientes en las actividades sociales y sexuales aparecen tarde o temprano con toda su crudeza. El paciente carga con un conflicto entre el instinto y la moral, y este conflicto es irresoluble mientras persista la represión sexual neurótica. Las obligaciones morales, que el paciente se impone a sí mismo bajo la presión de una permanente influencia social, aumentan la represión de sus exigencias sexuales y, en un sentido más amplio, vegetativas. Cuanto mayor es el daño sufrido por su potencia genital, tanto más se acentúa la desproporción entre la necesidad de satisfacción y la capacidad para alcanzarla. Esto a su vez refuerza la presión moral necesaria para controlar los impulsos reprimidos. Y dado que el conflicto es en su conjunto inconsciente, al menos en sus elementos esenciales, el individuo es incapaz de resolverlo por sí mismo.
Ante el conflicto entre instinto y moral, entre el ego y el mundo exterior, el organismo psíquico se ve obligado a acorazarse, a encapsularse, a protegerse tanto de sus propios instintos como del mundo exterior. De este acorazamiento del organismo psíquico se deriva una limitación, más o menos acusada, de la disponibilidad para la vida y la actividad vital. Es necesario indicar que la mayoría de los seres humanos están constreñidos por esta coraza; es un muro entre ellos y la vida. Esta es la principal causa de la soledad que sufren tantos hombres en el enjambre de la vida colectiva.
El tratamiento, a través del análisis psíquico individual, libera las energías vegetativas de su fijación a la coraza. La consecuencia inmediata es una intensificación de los impulsos antisociales y perversos, acompañados de ansiedad social y de presión moral. No obstante, si se consiguen eliminar al mismo tiempo las fijaciones infantiles al hogar paterno, los traumas de la primera niñez y los tabúes antisexuales, un flujo cada vez más abundante de energía se abre camino hacia el sistema genital, y así comienzan a revivir las necesidades genitales naturales, o aparecen por primera vez. Si además logramos anular las inhibiciones y la ansiedad genital, de modo que el sujeto adquiera una capacidad de satisfacción orgiástica completa, y si el paciente tiene la buena suerte de encontrar un compañero o compañera que le convenga sexualmente, observaremos un cambio notable, y a menudo sorprendente en su comportamiento en general. Detengámonos ahora en los aspectos más importantes de este cambio.
Mientras que antes todos los pensamientos y actos del paciente estaban sometidos a la influencia más o menos perturbadora de motivos inconscientes e irracionales, ahora es cada vez más capaz de actuar de manera racional. En el curso de este proceso desaparecen sucesivamente y de modo espontáneo las tendencias al misticismo, a la religiosidad, a la dependencia infantil, a las creencias supersticiosas, etc., sin que el paciente reciba ningún adiestramiento específico al respecto. Antes el paciente estaba completamente acorazado, sin contacto consigo mismo ni con lo que le rodaba, y sólo era capaz de establecer contactos de compensación no naturales; ahora se interesa más y más por el contacto natural e inmediato, tanto con sus propios impulsos como con el mundo que le rodea. El resultado del proceso es una mejoría visible del comportamiento natural en lugar del comportamiento artificial de antes.
En la mayor parte de los pacientes observamos, por así decirlo, una doble naturaleza: hacia fuera se muestra antinatural, excéntrico, pero detrás de esa apariencia patológica podemos descubrir al sujeto sano que hay dentro. Lo que hace a las personas diferentes unas de otras, tal como están las cosas hoy en día, es esencialmente la forma particular que cada uno tiene de exteriorizar su comportamiento neurótico. Durante el proceso de curación la diferenciación individual desaparece considerablemente y da paso a una simplificación del comportamiento. Esta simplificación hace que los pacientes en vías de curación se asemejen unos a otros en sus rasgos fundamentales, sin perder por ello sus características individuales. Por ejemplo, cada paciente inventa una excusa diferente para explicar su falta de aptitud en el trabajo; sin embargo, si se desembaraza del obstáculo que le impide trabajar y gana confianza en sí mismo, pierde también todos aquellos rasgos característicos que le servían para compensar su sentimiento de inferioridad. En todos los individuos es bastante parecido el modo en que va aumentando la confianza en sus propias capacidades, cuando ven que su rendimiento en el trabajo va mejorando; justo lo contrario de lo que ocurre en los casos de compensación antes mencionados.
Igual ocurre con la actitud que los sujetos tienen hacia la vida sexual. Quien ha reprimido su sexualidad desarrolla formas muy dispares de autodefensa moral y estética. Pero si el paciente recupera el contacto con sus propias necesidades sexuales desaparecen las diferencias neuróticas. La actitud hacia la sexualidad natural se parece mucho en todos los individuos. Se caracteriza, sobre todo, por la afirmación del placer y por la pérdida del sentimiento de culpabilidad sexual. El antagonismo irreconciliable que había antes entre las urgencias del instinto y las inhibiciones morales obligaba al paciente a regular todos sus actos según los dictados de una ley exterior y superior a él. Todo cuanto pensaba y hacía era medido y pesado por una unidad de valor moral, aunque al mismo tiempo protestara contra esta imposición. Si en este proceso de cambio el paciente reconoce, no solo la urgencia sino la indispensabilidad de la satisfacción genital, es entonces cuando se deshace de su camisa de fuerza moral y, con ella, de la represión de sus necesidades instintivas. Antes, la presión moral había intensificado el impulso y lo había hecho antisocial; esta intensificación del impulso exigía , a su vez, un aumento de la presión moral; ahora, cuando se equilibran la capacidad de satisfacción y la necesidad del impulso, el individuo desecha la reglamentación moral. Y desaparece, por inútil, el rígido mecanismo de autodominio que antes le era indispensable. Se han anulado las energías antisociales del impulso y ya no quedan más que, acaso, algunos residuos que exijan control. El individuo sano ya no tiene, prácticamente, moralidad en sí mismo porque tampoco tiene impulsos que necesiten una inhibición moral. Resulta fácil controlar el resto de los impulsos antisociales, quizás todavía presentes, con tal de que se satisfagan las necesidades genitales básicas. Todo esto aparece con toda claridad en el comportamiento práctico del individuo que ha conseguido su potencia orgiástica. Sus relaciones con prostitutas son innecesarias; las fantasías de crímenes sádicos pierden su viveza y significado; exigir amor como un derecho o violar con prepotencia resulta inconcebible; la seducción de niños, impulso que quizás antes existía, es una idea absurda; desaparecen totalmente las perversiones anales, sádicas, etc., y con ellas desaparecen también la ansiedad social y los sentimientos de culpabilidad; la fijación incestuosa a los padres, hermanos y hermanas pierde su interés y se libera la energía que antes era objeto de inhibición. Resumiendo, todos estos cambios indican que el organismo psíquico está maduro para su autorregulación.
Los individuos que consiguen la capacidad orgiástica se inclinan por las relaciones monógamas mucho más que aquellos cuyo desahogo natural está frenado. Sin embargo, la actitud monógama de los primeros no se basa en la inhibición de los impulsos polígamos o en consideraciones de tipo moral, sino en los principios de economía sexual que abogan por la repetición del deseo siempre fascinante de experimentar un intenso placer con la misma persona. Para ello se requiere la completa armonía sexual entre los dos participantes. En este sentido no existen diferencias entre hombres sanos y mujeres sanas. Si, por el contrario, falta el compañero o compañera apropiados, lo que es regla general en las circunstancias presentes, la actitud monógama degenera en su contraria: en la búsqueda insaciable de la persona adecuada. Si se encuentra ésta se restablece automáticamente la actitud monógama, que dura tanto tiempo como duren la armonía y la satisfacción sexuales. Los pensamientos y deseos relacionados con otras personas, o se presentan muy débilmente o no se materializan a causa del interés concentrado en la pareja. Sin embargo, la primitiva relación se marchita sin remedio cuando otra se afianza con la promesa de una felicidad más elevada. Este hecho incuestionable está en oposición declarada con todo el orden sexual de la sociedad actual, en la que los intereses económicos y las consideraciones para con los niños contradicen los principios de la economía sexual. Por esa razón, bajo las condiciones de un orden social adverso a la sexualidad, los individuos más sanas son precisamente los más expuestos a los sufrimientos más intensos.
Muy diferente es la conducta de los individuos cuya capacidad orgiástica está perturbada, es decir, la de la mayoría de los individuos; dado que experimentan menos placer en el acto sexual, pueden pasar un periodo de tiempo más o menos largo sin formar pareja; por otra parte son menos exigentes, porque el acto sexual no tiene para ellos gran significación. La relativa indiferencia en la elección de sus relaciones sexuales es una consecuencia de la perturbación que les afecta. Los individuos así perturbados sexualmente pueden someterse a las exigencias de un matrimonio de por vida; sin embargo, su fidelidad no se basa tanto en su satisfacción sexual cuanto en sus inhibiciones morales.
Cuando el paciente en vías de curación consigue formar la pareja que conviene a su vida sexual, desaparecen los síntomas nerviosos y es capaz, además, de ordenar su vida con una facilidad sorprendente, antes desconocida. Se libera de sus conflictos neuróticos y gana una seguridad benéfica que le permite ser dueño de sus actos y mejorar sus relaciones sociales. En todo caso, sigue de modo natural el principio del placer. La simplificación de su actitud, que se manifiesta tanto en su estructura física como en su pensamiento y en sus sentimientos, hace que aleje de su vida muchas causas de conflictos; al mismo tiempo, adopta una actitud crítica frente al orden moral vigente.
Así pues, parece claro que el principio de regulación moral se opone al de autorregulación por la economía sexual.
En nuestra sociedad, sexualmente enferma y que al mismo tiempo se opone a promover la salud sexual, la completa recuperación de un paciente neurótico es muy difícil, por no decir imposible. En primer lugar, hay un número muy reducido de individuos sexualmente sanos que puedan formar pareja con el paciente en vías de curación; además, están las barreras levantadas por la moral sexual coercitiva. La persona que ha recobrado ya su salud genital cambia necesariamente su hipocresía inconsciente por una hipocresía consciente con respecto a todas esas instituciones y situaciones sociales que le impiden el desarrollo de su sexualidad sana y natural. Otras personas logran modificar de tal modo su entorno que reducen el influjo de los obstáculos sociales e incluso los anulan.
Me he limitado aquí a ofrecer una exposición general de los hechos; para un estudio más detallado del tema remito al lector a los libros La función del orgasmo (1927) y Análisis del carácter (1933). Las experiencias clínicas mencionadas en ellos nos autorizan a formular conclusiones generales sobre la situación social. Es cierto que pueden desconcertar a primera vista la amplitud de estas conclusiones, que abarcan temas como la prevención de la neurosis, la lucha contra el misticismo y la superstición, el sempiterno conflicto entre la naturaleza y la cultura, el instinto y la moral, etc. Pero tras muchos años de revisar trabajos etnológicos y sociológicos, hemos llegado al firme convencimiento acerca de la exactitud y la validez de estas conclusiones fundadas en la observación del cambio producido en la estructura psíquica de los individuos que abandonan el principio de moralidad por el de la economía sexual. Supongamos ahora que un movimiento social consigue modificar las condiciones de tal manera que, en lugar de la negación de la sexualidad, reestableciera la afirmación de la sexualidad, con todas sus implicaciones económicas- En ese caso podría operarse un cambio en la estructura psíquica de las masas. Desde luego, esto no significa que fuera posible someter a tratamiento a todos los miembros de la sociedad, error frecuente entre los malos intérpretes de la economía sexual. Significa simplemente que las experiencias obtenidas en la transformación de la estructura individual nos sirven para formular principios válidos que sirvan de fundamento para una nueva educación destinada a niños y adolescentes, educación que terminaría con los conflictos existentes entre naturaleza y cultura, entre individuo y sociedad, entre sexualidad y sociabilidad.
Fuente: Wilhelm Reich. Die Sexualität im Kulturkampf (1936)
Los conceptos de economía sexual que expongo aquí tienen su fundamento en la observación clínica de pacientes que, en el transcurso de un tratamiento analítico individual llevado a cabo con resultados positivos, experimentan una transformación de su estructura psíquica. Con todo derecho surgirá la duda: ¿pueden aplicarse así, sin más, los descubrimientos relacionados con la transformación de una estructura individual neurótica en una estructura individual sana, a los problemas que sufre una estructura colectiva y a sus posibles alteraciones?
En vez de perdernos en disquisiciones teóricas, vayamos directamente a los hechos, que hablan por sí mismos. Es evidente que para entender la conducta irracional colectiva tenemos que partir de las observaciones y experiencias que extraemos del tratamiento de los individuos neuróticos. Después de todo, el principio es el mismo que cuando se lucha contra una epidemia: para acabar con ella lo primero que hay que hacer es examinar concienzudamente a cada una de las víctimas, con objeto de encontrar el bacilo que causa la enfermedad y los efectos que produce. Pero la comparación va aún más lejos: también en una epidemia ocurre que un mal de origen externo actúa sobre un organismo que anteriormente estaba sano. En el caso del cólera, por ejemplo, no nos basta con curar al paciente individual, sino que tendremos también que aislar el foco desde el que se propaga el bacilo.
El comportamiento patológico del individuo medio es sorprendentemente semejante al de nuestros pacientes en cada caso particular: la inhibición sexual en general; el carácter compulsivo de las exigencias morales; la incapacidad de imaginar que la satisfacción sexual es compatible con un trabajo de rendimiento aceptable; la absurda creencia de que la sexualidad del niño y del adolescente es una aberración o una patología; la imposibilidad de concebir otra forma de sexualidad que la monogámica de por vida; la falta de confianza en las propias fuerzas y en la propia capacidad de juicio, con el consiguiente anhelo de una figura de tipo paternal, omnisciente, que le guíe a uno... Los conflictos básicos en el individuo medio son siempre los mismos, y las diferencias en el desarrollo individual no son más que diferencias de detalle. Si queremos aplicar a la psicología de las masas lo que nos enseñan los casos individuales, sólo podremos tener en cuenta los conflictos típicos que se manifiestan en todos los individuos; de ese modo podremos aplicar a las masas las observaciones hechas sobre los cambios de estructura que se producen en el individuo a lo largo del análisis.
Estos pacientes suelen manifestar ciertos síntomas típicos del trastorno psíquico: su capacidad de trabajo se ve reducida y su eficiencia no se corresponde ni con lo que la sociedad exige de ellos ni con sus capacidades reales, de las que ellos son conscientes; la aptitud para lograr satisfacción genital se ve reducida significativamente, cuando no anulada por completo; la capacidad natural de satisfacción genital ha sido sustituida, sin excepciones, por otras formas no genitales de satisfacción (pregenitales); pueden tener ideas sádicas asociadas al acto sexual, fantasías de violaciones, etc. A lo largo del análisis siempre se llega a la convicción de que estos cambios en el carácter y en el comportamiento sexual alcanzaron su configuración definitiva hacia los cuatro o cinco años de edad. Los efectos consiguientes en las actividades sociales y sexuales aparecen tarde o temprano con toda su crudeza. El paciente carga con un conflicto entre el instinto y la moral, y este conflicto es irresoluble mientras persista la represión sexual neurótica. Las obligaciones morales, que el paciente se impone a sí mismo bajo la presión de una permanente influencia social, aumentan la represión de sus exigencias sexuales y, en un sentido más amplio, vegetativas. Cuanto mayor es el daño sufrido por su potencia genital, tanto más se acentúa la desproporción entre la necesidad de satisfacción y la capacidad para alcanzarla. Esto a su vez refuerza la presión moral necesaria para controlar los impulsos reprimidos. Y dado que el conflicto es en su conjunto inconsciente, al menos en sus elementos esenciales, el individuo es incapaz de resolverlo por sí mismo.
Ante el conflicto entre instinto y moral, entre el ego y el mundo exterior, el organismo psíquico se ve obligado a acorazarse, a encapsularse, a protegerse tanto de sus propios instintos como del mundo exterior. De este acorazamiento del organismo psíquico se deriva una limitación, más o menos acusada, de la disponibilidad para la vida y la actividad vital. Es necesario indicar que la mayoría de los seres humanos están constreñidos por esta coraza; es un muro entre ellos y la vida. Esta es la principal causa de la soledad que sufren tantos hombres en el enjambre de la vida colectiva.
El tratamiento, a través del análisis psíquico individual, libera las energías vegetativas de su fijación a la coraza. La consecuencia inmediata es una intensificación de los impulsos antisociales y perversos, acompañados de ansiedad social y de presión moral. No obstante, si se consiguen eliminar al mismo tiempo las fijaciones infantiles al hogar paterno, los traumas de la primera niñez y los tabúes antisexuales, un flujo cada vez más abundante de energía se abre camino hacia el sistema genital, y así comienzan a revivir las necesidades genitales naturales, o aparecen por primera vez. Si además logramos anular las inhibiciones y la ansiedad genital, de modo que el sujeto adquiera una capacidad de satisfacción orgiástica completa, y si el paciente tiene la buena suerte de encontrar un compañero o compañera que le convenga sexualmente, observaremos un cambio notable, y a menudo sorprendente en su comportamiento en general. Detengámonos ahora en los aspectos más importantes de este cambio.
Mientras que antes todos los pensamientos y actos del paciente estaban sometidos a la influencia más o menos perturbadora de motivos inconscientes e irracionales, ahora es cada vez más capaz de actuar de manera racional. En el curso de este proceso desaparecen sucesivamente y de modo espontáneo las tendencias al misticismo, a la religiosidad, a la dependencia infantil, a las creencias supersticiosas, etc., sin que el paciente reciba ningún adiestramiento específico al respecto. Antes el paciente estaba completamente acorazado, sin contacto consigo mismo ni con lo que le rodaba, y sólo era capaz de establecer contactos de compensación no naturales; ahora se interesa más y más por el contacto natural e inmediato, tanto con sus propios impulsos como con el mundo que le rodea. El resultado del proceso es una mejoría visible del comportamiento natural en lugar del comportamiento artificial de antes.
En la mayor parte de los pacientes observamos, por así decirlo, una doble naturaleza: hacia fuera se muestra antinatural, excéntrico, pero detrás de esa apariencia patológica podemos descubrir al sujeto sano que hay dentro. Lo que hace a las personas diferentes unas de otras, tal como están las cosas hoy en día, es esencialmente la forma particular que cada uno tiene de exteriorizar su comportamiento neurótico. Durante el proceso de curación la diferenciación individual desaparece considerablemente y da paso a una simplificación del comportamiento. Esta simplificación hace que los pacientes en vías de curación se asemejen unos a otros en sus rasgos fundamentales, sin perder por ello sus características individuales. Por ejemplo, cada paciente inventa una excusa diferente para explicar su falta de aptitud en el trabajo; sin embargo, si se desembaraza del obstáculo que le impide trabajar y gana confianza en sí mismo, pierde también todos aquellos rasgos característicos que le servían para compensar su sentimiento de inferioridad. En todos los individuos es bastante parecido el modo en que va aumentando la confianza en sus propias capacidades, cuando ven que su rendimiento en el trabajo va mejorando; justo lo contrario de lo que ocurre en los casos de compensación antes mencionados.
Igual ocurre con la actitud que los sujetos tienen hacia la vida sexual. Quien ha reprimido su sexualidad desarrolla formas muy dispares de autodefensa moral y estética. Pero si el paciente recupera el contacto con sus propias necesidades sexuales desaparecen las diferencias neuróticas. La actitud hacia la sexualidad natural se parece mucho en todos los individuos. Se caracteriza, sobre todo, por la afirmación del placer y por la pérdida del sentimiento de culpabilidad sexual. El antagonismo irreconciliable que había antes entre las urgencias del instinto y las inhibiciones morales obligaba al paciente a regular todos sus actos según los dictados de una ley exterior y superior a él. Todo cuanto pensaba y hacía era medido y pesado por una unidad de valor moral, aunque al mismo tiempo protestara contra esta imposición. Si en este proceso de cambio el paciente reconoce, no solo la urgencia sino la indispensabilidad de la satisfacción genital, es entonces cuando se deshace de su camisa de fuerza moral y, con ella, de la represión de sus necesidades instintivas. Antes, la presión moral había intensificado el impulso y lo había hecho antisocial; esta intensificación del impulso exigía , a su vez, un aumento de la presión moral; ahora, cuando se equilibran la capacidad de satisfacción y la necesidad del impulso, el individuo desecha la reglamentación moral. Y desaparece, por inútil, el rígido mecanismo de autodominio que antes le era indispensable. Se han anulado las energías antisociales del impulso y ya no quedan más que, acaso, algunos residuos que exijan control. El individuo sano ya no tiene, prácticamente, moralidad en sí mismo porque tampoco tiene impulsos que necesiten una inhibición moral. Resulta fácil controlar el resto de los impulsos antisociales, quizás todavía presentes, con tal de que se satisfagan las necesidades genitales básicas. Todo esto aparece con toda claridad en el comportamiento práctico del individuo que ha conseguido su potencia orgiástica. Sus relaciones con prostitutas son innecesarias; las fantasías de crímenes sádicos pierden su viveza y significado; exigir amor como un derecho o violar con prepotencia resulta inconcebible; la seducción de niños, impulso que quizás antes existía, es una idea absurda; desaparecen totalmente las perversiones anales, sádicas, etc., y con ellas desaparecen también la ansiedad social y los sentimientos de culpabilidad; la fijación incestuosa a los padres, hermanos y hermanas pierde su interés y se libera la energía que antes era objeto de inhibición. Resumiendo, todos estos cambios indican que el organismo psíquico está maduro para su autorregulación.
Los individuos que consiguen la capacidad orgiástica se inclinan por las relaciones monógamas mucho más que aquellos cuyo desahogo natural está frenado. Sin embargo, la actitud monógama de los primeros no se basa en la inhibición de los impulsos polígamos o en consideraciones de tipo moral, sino en los principios de economía sexual que abogan por la repetición del deseo siempre fascinante de experimentar un intenso placer con la misma persona. Para ello se requiere la completa armonía sexual entre los dos participantes. En este sentido no existen diferencias entre hombres sanos y mujeres sanas. Si, por el contrario, falta el compañero o compañera apropiados, lo que es regla general en las circunstancias presentes, la actitud monógama degenera en su contraria: en la búsqueda insaciable de la persona adecuada. Si se encuentra ésta se restablece automáticamente la actitud monógama, que dura tanto tiempo como duren la armonía y la satisfacción sexuales. Los pensamientos y deseos relacionados con otras personas, o se presentan muy débilmente o no se materializan a causa del interés concentrado en la pareja. Sin embargo, la primitiva relación se marchita sin remedio cuando otra se afianza con la promesa de una felicidad más elevada. Este hecho incuestionable está en oposición declarada con todo el orden sexual de la sociedad actual, en la que los intereses económicos y las consideraciones para con los niños contradicen los principios de la economía sexual. Por esa razón, bajo las condiciones de un orden social adverso a la sexualidad, los individuos más sanas son precisamente los más expuestos a los sufrimientos más intensos.
Muy diferente es la conducta de los individuos cuya capacidad orgiástica está perturbada, es decir, la de la mayoría de los individuos; dado que experimentan menos placer en el acto sexual, pueden pasar un periodo de tiempo más o menos largo sin formar pareja; por otra parte son menos exigentes, porque el acto sexual no tiene para ellos gran significación. La relativa indiferencia en la elección de sus relaciones sexuales es una consecuencia de la perturbación que les afecta. Los individuos así perturbados sexualmente pueden someterse a las exigencias de un matrimonio de por vida; sin embargo, su fidelidad no se basa tanto en su satisfacción sexual cuanto en sus inhibiciones morales.
Cuando el paciente en vías de curación consigue formar la pareja que conviene a su vida sexual, desaparecen los síntomas nerviosos y es capaz, además, de ordenar su vida con una facilidad sorprendente, antes desconocida. Se libera de sus conflictos neuróticos y gana una seguridad benéfica que le permite ser dueño de sus actos y mejorar sus relaciones sociales. En todo caso, sigue de modo natural el principio del placer. La simplificación de su actitud, que se manifiesta tanto en su estructura física como en su pensamiento y en sus sentimientos, hace que aleje de su vida muchas causas de conflictos; al mismo tiempo, adopta una actitud crítica frente al orden moral vigente.
Así pues, parece claro que el principio de regulación moral se opone al de autorregulación por la economía sexual.
En nuestra sociedad, sexualmente enferma y que al mismo tiempo se opone a promover la salud sexual, la completa recuperación de un paciente neurótico es muy difícil, por no decir imposible. En primer lugar, hay un número muy reducido de individuos sexualmente sanos que puedan formar pareja con el paciente en vías de curación; además, están las barreras levantadas por la moral sexual coercitiva. La persona que ha recobrado ya su salud genital cambia necesariamente su hipocresía inconsciente por una hipocresía consciente con respecto a todas esas instituciones y situaciones sociales que le impiden el desarrollo de su sexualidad sana y natural. Otras personas logran modificar de tal modo su entorno que reducen el influjo de los obstáculos sociales e incluso los anulan.
Me he limitado aquí a ofrecer una exposición general de los hechos; para un estudio más detallado del tema remito al lector a los libros La función del orgasmo (1927) y Análisis del carácter (1933). Las experiencias clínicas mencionadas en ellos nos autorizan a formular conclusiones generales sobre la situación social. Es cierto que pueden desconcertar a primera vista la amplitud de estas conclusiones, que abarcan temas como la prevención de la neurosis, la lucha contra el misticismo y la superstición, el sempiterno conflicto entre la naturaleza y la cultura, el instinto y la moral, etc. Pero tras muchos años de revisar trabajos etnológicos y sociológicos, hemos llegado al firme convencimiento acerca de la exactitud y la validez de estas conclusiones fundadas en la observación del cambio producido en la estructura psíquica de los individuos que abandonan el principio de moralidad por el de la economía sexual. Supongamos ahora que un movimiento social consigue modificar las condiciones de tal manera que, en lugar de la negación de la sexualidad, reestableciera la afirmación de la sexualidad, con todas sus implicaciones económicas- En ese caso podría operarse un cambio en la estructura psíquica de las masas. Desde luego, esto no significa que fuera posible someter a tratamiento a todos los miembros de la sociedad, error frecuente entre los malos intérpretes de la economía sexual. Significa simplemente que las experiencias obtenidas en la transformación de la estructura individual nos sirven para formular principios válidos que sirvan de fundamento para una nueva educación destinada a niños y adolescentes, educación que terminaría con los conflictos existentes entre naturaleza y cultura, entre individuo y sociedad, entre sexualidad y sociabilidad.
Fuente: Wilhelm Reich. Die Sexualität im Kulturkampf (1936)