20.3.05

 

LA ILUSION Y LA DESILUSION ESTETICAS

Jean Baudrillard

Viernes, 27 de octubre de 2000

Da la impresión de que la mayor parte del arte actual se aboca a una labor de disuasión, de duelo por la imagen y el imaginario, a una labor de duelo estético, las más de las veces fallido. Esto acarrea una especie de melancolía general en el ambiente artístico, el cual parece sobrevivir en el reciclaje de su historia y de sus vestigios. Pareciera que estamos dedicados a una retrospectiva infinita de lo que nos precedió, pero esto es cierto para la política, es cierto para la moral, para la historia, y para el arte también, que no detenta ningún privilegio. Todo el movimiento de la pintura, por ejemplo, se ha retirado del futuro y desplazado hacia el pasado: con la cita, la simulación, la apropiación, al arte actual le ha dado por retomar, de una manera más o menos lúdica, más o menos kitsch, todas las formas, todas las obras del pasado, próximo o lejano, y hasta las formas contemporáneas, eso que Raysel Knorr, un pintor norteamericano, llama "el rapto del arte moderno".

Por supuesto, este remake, este reciclaje, pretende ser irónico, pero esa ironía es como la urdimbre gastada de una tela: no es más que el resultado de la desilusión de las cosas, una desilusión de cierta manera. El guiño cómplice que consiste en yuxtaponer el desnudo de Le Déjeuner sur Merbe de Manet con Lesjoueurs de Cartes de Cézanne no es más que un chiste publicitario: el humor, la ironía, la crítica, el trompe-l'oeil (efecto engañoso) que hoy caracterizan a la publicidad y que inundan también toda la esfera artística. Es la ironía del arrepentimiento y del resentimiento respecto a su propia cultura. Quizá el arrepentimiento y el resentimiento constituyen ambos la forma última, el estadio supremo de la historia del arte moderno, así como constituyen, según Nietzsche, el estadio último de la genealogía de la moral. Es una parodia y a un tiempo una palinodia del arte y de la historia del arte; una parodia de la cultura por sí misma, con forma de venganza, característica de una desilusión radical. Es como si el arte igual que la historia, por cierto hurgara en sus propios basureros buscando su redención en sus desechos.

Tomemos el cine como ejemplo para ilustrar este asunto de la ilusión: en el curso de su evolución, en el curso del progreso técnico del cine, al pasar del cine mudo al parlante, al color, a la alta tecnicidad de los efectos especiales, la ilusión (en el sentido fuerte del término) se retiró, se desvaneció. En la medida en que la técnica y la eficiencia cinematográficas dominan, la ilusión se va. El cine actual ya no conoce (digamos en general) ni la ilusión ni la alusión; se entrega a un modo hipertécnico, hipersofisticado, hipereficaz, hipervisible; ya no hay vacío, no hay elipse, no hay silencio (como tampoco en la televisión, hoy, con la que el cine se confunde más y más).

Nos acercamos cada vez más a eso que llaman la «alta definición» de la imagen, es decir, a la perfección inútil de la imagen. A fuerza de ser real, a fuerza de producirse en tiempo real, mientras más lograda la definición absoluta, la perfección realista de la imagen, más se pierde el poder de la ilusión.

Basta pensar en un teatro como la ópera de Pekín, antes. Cómo en una escena de barcas en un río, con el solo movimiento de los cuerpos se adivina el río, se adivina el movimiento del río; o cómo en una escena de un duelo, los dos cuerpos, sin siquiera tocarse, simplemente rozándose, dan la idea, la visión escénica de la oscuridad en la que se desenvuelve el duelo. En estos casos la ilusión es total e intensa, y es más que estética: es una especie de éxtasis físico, justamente porque se ha obviado la presencia realista del río o de la noche, y sólo los cuerpos se encargan de la ilusión natural. Hoy, esto se representaría con toneladas de agua en el escenario, o bien se filmaría el duelo en infrarrojo, etcétera.

Es decir que hay una especie de obscenidad de la imagen de tres o cuatro dimensiones, una obscenidad de la música de tres o cuatro o veinticuatro bandas, etcétera. Siempre al añadir a lo real, al añadir real a lo real, con el propósito de una ilusión perfecta -la del estereotipo realista, perfecto-, se termina matando la ilusión de fondo.

La pornografía, por ejemplo, al añadir una dimensión a la imagen del sexo, le quita una dimensión al deseo y descalifica toda seducción. Y el apogeo de esta desimaginación de la imagen, de la pérdida de imaginación de la imagen, para hacer que una imagen no sea ya una imagen, es hoy la imagen de síntesis, o sea, todo lo que tiene que ver con la imagen numérica, la realidad virtual, etcétera.

Ahora bien, una imagen es justamente una abstracción del mundo, en dos dimensiones; es lo que le quita una dimensión al mundo real y, por eso mismo, inaugura el poder de la ilusión. La virtualidad, por el contrario, al hacernos «entrar» en la imagen, al recrear una imagen realista de tres dimensiones, o al añadir una cuarta dimensión que vuelve a lo real hiperreal, destruye esta ilusión. La virtualidad tiende a la ilusión perfecta, pero ya no se trata en absoluto de la misma ilusión creadora y artística de la imagen; se trata de una ilusión realista, mimética, hologramática que acaba con el juego de la ilusión mediante el juego de la reproducción, de la reedición de lo real; no apunta más que a la exterminación de lo real por su doble.

A la inversa, el trompe-l'oeil, por ejemplo, que le quita una dimensión a los objetos reales, vuelve mágica la presencia de éstos y encuentra el sueño la irrealidad misma en la exactitud minuciosa de la imagen. El trompe-l'oeil es el éxtasis del objeto real en su forma inmanente, y añade al encanto formal de la pintura el encanto espiritual del señuelo, de la ilusión, del engaño de las formas.

Pero, con la modernidad también perdimos la idea de que la fuerza está en la ausencia, que de la ausencia nace el poder. Ahora, por el contrario, queremos acumular, acrecentar, agregar cada vez más, y ya somos incapaces de enfrentar el dominio simbólico de la ausencia. Por eso mismo estamos hoy sumergidos en una especie de ilusión inversa, una ilusión desencantada: la ilusión material de la producción, de la profusión, la ilusión moderna de la proliferación de las imágenes y de las pantallas.

Pero regresemos al arte o a la pintura; hoy es muy difícil hablar de la pintura porque cuesta mucho verla. Sucede que las más de las veces el arte, la pintura, no quiere ya exactamente que se la mire, quiere más bien que se la absorba virtualmente para así circular sin dejar huellas; de ese modo vendría a ser entonces la forma simplificada del intercambio imposible. El discurso que mejor daría cuenta de este arte sería un discurso en el que no hay nada que decir, equivalente precisamente a una pintura en la que no hay nada que ver, equivalente a un objeto que ya no es un objeto. Pero un objeto que ya no es un objeto (y me parece que es el caso de la mayoría de las obras que hoy llamamos «obras de arte») no por ello es nada: es un objeto que no deja de obsesionarnos por su inmanencia, por su presencia vacía e inmaterial. El problema está en materializar, en los confines de esa nada, esa misma nada, y, en los confines de la indiferencia general, regirse por las reglas misteriosas de la indiferencia.

El arte nunca es un reflejo mecánico de las condiciones positivas o negativas del mundo, sino más bien la ilusión exacerbada, el espejo hiperbólico de éstas. En un mundo condenado a la indiferencia, lo único que puede hacer el arte es «añadir» a esa indiferencia, girar en torno al vacío de la imagen, del objeto que ya no es un objeto.

Así, también en el cine, directores como Wenders, Jamusz, Antonioni, Altman, Godard, Warhol, exploran la insignificancia del mundo con la imagen y añaden algo a su ilusión real o hiperreal; contribuyen a la insignificancia del mundo con la imagen misma. Mientras otro cine (la mayoría) no hace más que «rellenar» la imagen; en efecto, no hace más que añadir una agitación frenética, ecléctica, al mundo de la imagen y, por ello, aumenta nuestra desilusión cinematográfica. Hoy, también el cine es causa de una gran desilusión.

En muchos casos (por mi parte pienso, aunque no son más que algunos ejemplos, en la new painting, en la new new painting, en las instalaciones, los performances y todo eso) la pintura reniega de sí misma, se parodia a sí misma; es como una gestión de sus propios desechos, una inmortalización de desechos. No hay ya allí posibilidades de ver, ni siquiera suscita ya una mirada porque, en todos los sentidos de la expresión, ya no tiene que ver con uno; ya uno no la puede ver porque ya no tiene que ver con uno, ya no le concierne, lo deja a uno indiferente, Y sin duda, esa pintura, en efecto, se ha vuelto indiferente a sí misma en tanto arte, en tanto ilusión más poderosa que lo real. Esa pintura ya no cree en su propia ilusión y cae así en la simulación de sí misma y en la irrisión. Así, el abstraccionismo, por ejemplo, que fue una gran aventura del arte moderno en su fase inaugural, en su fase primitiva, original (ya sea expresionista o geométrico, no es ese el asunto), sigue formando parte de una historia heroica de la pintura, de una desconstrucción de la representación y un estallido del objeto -al volatilizar al objeto, el propio sujeto de la pintura se encamina hacia su desaparición. Pero todas las múltiples formas de la abstracción actual, incluida la nueva figuración, están más allá de esa peripecia revolucionaria; esa se acabó. Los abstraccionismos actuales están más allá de esa desaparición en acto, ya no tienen las huellas del acting out de esa banalización violenta, de esa desintensificación violenta de la vida cotidiana, de la banalidad de las imágenes que se ha impuesto en nuestras costumbres. En verdad son de cierta manera el calco de una «desencarnación» del mundo ya no es más que un arte de la desencarnación. El abstraccionismo en nuestro mundo es ya algo dado desde hace mucho, y todas las formas de arte de un mundo indiferente están marcadas con el mismo estigma de la indiferencia. Sin embargo, esto no es ni una condena ni una denegación sino simplemente el estado actual de las cosas. Una pintura que de alguna manera sea auténtica tiene que ser indiferente a sí misma para poder reflejar un mundo indiferente. Entonces, el arte en general vendría a ser el metalenguaje de la banalidad.

¿Puede sostenerse infinitamente esta simulación? Allí está el asunto. Pero ciertamente nos hemos metido para rato en una especie de sicodrama de la desaparición y de la transparencia. No hay que dejarse engañar por una historia del arte, cierta historia del arte; también al respecto estemos quizá más allá de esa historia y en otro dominio.

Pero tomemos la expresión de Benjamín sobre aura, de la que mucho habló: hay un «aura del objeto original». Hay (hubo) quizá un aura del simulacro, es decir, hubo en un momento dado una simulación auténtica, valga la expresión, y hay una simulación inauténtica. Esto parece un poco paradójico, pero es cierto: hay una simulación verdadera y una simulación falsa, en arte y en todo lo demás. Por ejemplo, cuando Warhol pinta las sopas Campbell en la década de los sesenta es un lance imprevisto, un brillo sorprendente de la simulación, y para todo el arte moderno, de un solo golpe, el objeto-mercancía, el signo-mercancía, queda irónicamente sacralizado; y es este justamente el único ritual que nos queda el ritual de la transparencia, de cierto modo. Pero cuando Warhol pinta las mismas sopas Campbell en 1986, es decir, veinte o veinticinco años más tarde, ya no está en absoluto en el brillo de la simulación, está en el estereotipo de la simulación. En el primer momento, Warhol atacaba el concepto de originalidad de una manera original, pero en 1986 por el contrario reproduce lo no original de una manera también no original.

Entonces todo cambia, porque esa especie de traumatismo, de irrupción de la mercancía en el arte, tratada de una manera a la vez ascética e irónica y que de un solo golpe simplifica la práctica artística, se acabó. El genio de la mercancía, el genio maligno de la mercancía suscita en el fondo cierto genio maligno de la simulación. Pero de eso ya nada queda en la segunda generación o simplemente, en ese momento, el genio maligno de la mercancía sustituye al arte y se cae en eso que Baudelaire llama «la estetización general de la mercancía», y hasta Warhol se convierte entonces en lo que Baudelaire estigmatiza. Podría creerse que es una ironía aún superior eso de volver a hacer lo mismo veinte años después, pero no lo creo. Creo en el genio maligno de la simulación, pero no creo en su fantasma.

Entonces el dilema es ese: o bien no hay más allá de la simulación y en ese segundo momento, por tanto, ya no es siquiera un acontecimiento sino más bien la banalidad de nuestro mundo, nuestra obscenidad de todos los días y estamos entonces en el nihilismo definitivo y nos preparamos para la repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura a la espera de otro acontecimiento, pero ¿de dónde va a salir ese acontecimiento?; o bien hay después de todo un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita las apariencias del mundo, pero para destruirlas. De otra manera podría pensarse que lo que se hace no es más que ensañarse con el propio cadáver. Lo que quiero decir es que no hay que añadir lo mismo a lo mismo y seguir en eso; eso es la simulación pobre. Hay que arrancar lo mismo de lo mismo; es necesario que cada imagen le quite a la realidad del mundo, le arranque a la realidad del mundo, y es necesario que en cada imagen algo desaparezca, pero también es necesario que esta desaparición siga viva: ahí está justamente el secreto del arte y de la seducción.

Hay en el arte una doble postulación, una estrategia doble, valga la expresión: hay una pulsión de anonadamiento, una pulsión de borrar todos los rastros del mundo y de la realidad, y una resistencia contraria a esta pulsión. Como lo expresa Michaux, el poeta francés: «el artista es aquel que resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar rastros».

El arte se ha vuelto iconoclasta, pero esta postura iconoclasta moderna ya no consiste en destruir las imágenes, como la de la historia; más bien consiste en fabricar imágenes, hasta en fabricar una profusión de imágenes en las que no hay nada que ver. Son literalmente imágenes que no dejan rastros, no tienen consecuencias estéticas, propiamente hablando, pero detrás de cada una de ellas algo ha desaparecido. Este es el secreto, si es que hay uno, de su simulación. Entonces son simulación: no sólo ha desaparecido el mundo real, tampoco puede plantearse siquiera la pregunta por su existencia. Si se piensa detenidamente, uno repara en que este ya era el problema de la postura iconoclasta en Bizancio. Los iconólatras (los que adoraban las imágenes) eran gente muy sutil que pretendía representar a Dios para mayor gloria suya, pero que en realidad, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban con ello el problema de su existencia. Cada imagen era un pretexto para no plantear el problema de la existencia de Dios. Detrás de cada imagen, de hecho, Dios había desaparecido, es decir, el problema de su existencia ya no se planteaba. Este problema queda resuelto por la simulación. Pero podría pensarse que esta también es la estrategia de Dios mismo, la de desaparecer, y desaparecer justamente detrás de las imágenes. Dios aprovecha las imágenes para desaparecer, obedeciendo también a la pulsión de no dejar rastros, y así queda realizada la profecía: vivimos en un mundo de simulación, en un mundo en el que la más alta función del signo es hacer que desaparezca la realidad y a la vez esconder esta desaparición. Eso es lo único que hace hoy el arte y lo único que hacen los medios de comunicación: por ello están condenados a un mismo destino.

Detrás de la orgía de imágenes, algo se esconde. El mundo, al escamotearse detrás de la profusión de las imágenes, es otra forma de la ilusión, quizá una forma irónica que despunta. Pero la ilusión que provenía del poder de arrancarse de lo real -la ilusión del arte que era la de inventar otra escena, la de oponerse a lo real, la ilusión que inventa otro juego y otras reglas para el juego, ya no es posible porque las imágenes han pasado a formar parte de las cosas; las imágenes ya no son el espejo de la realidad sino que más bien están en su centro y la han transformado. Entonces la imagen no tiene otro destino que la propia imagen, y por tanto la imagen ya no puede imaginar lo real porque se ha vuelto ella misma real. Ya no puede transfigurarlo, ya no puede soñarlo, porque la imagen se ha convertido en la realidad virtual, y en la realidad virtual pareciera que las cosas se han tragado sus espejos, de alguna manera, y al tragarse sus espejos, las cosas se han vuelto transparentes a sí mismas: ya no tienen secretos y ya no pueden crear la ilusión. Ya no hay sino transparencia, y todas las cosas son convertidas entonces en visibilidad total, o virtualidad o transcripción inmisericorde; las cosas se inscriben en las pantallas -el arte mismo, de cierta manera, se ha convertido en pantalla de las que la imagen ha desaparecido.

Todas las utopías del siglo xix y del siglo xx, en cuanto se realizaban, ahuyentaban la realidad de la realidad; nos han dejado en una hiperrealidad vaciada de sentido ya que toda perspectiva final ha sido como absorbida, digerida, dejando una especie de residuo en la superficie, sin profundidad.

Fin por tanto de la representación, del sistema de la representación; fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial de las pantallas. Sin embargo (es sólo una hipótesis) hay en esto un efecto perverso, paradójico: parecería que en cuanto se expulsa la ilusión, en cuanto la utopía es ahuyentada de lo real por la fuerza de todas las tecnologías, de nuestras ciencias, etcétera, en virtud de esas mismas tecnologías, la ironía, por su parte, se ha pasado a las cosas. Habría así entonces una contrapartida a la pérdida de la ilusión del mundo: la aparición de la ironía objetiva del mundo, la ironía como forma espiritual, universal, de la desilusión del mundo, una forma espiritual que surge esta vez del meollo mismo de la banalidad de los objetos y de las imágenes. Podría decirse entonces que la ilusión está ligada a la utopía, y la desilusión a la ironía. Quizá esa chispita de ironía es ya nuestra única forma espiritual, nuestra única pasión. Para nosotros que somos paganos, agnósticos, quizá la ironía sea todo lo que queda de lo sagrado, aunque en una forma, por supuesto, atenuada.

Ahora bien, esa ironía no es ya la ironía subjetiva de los románticos. Es una ironía objetiva, se ha pasado a las cosas, se ha convertido en objeto; ya no es una función del sujeto un espejo crítico donde se refleja la incertidumbre del mundo sino el propio espejo del mundo, del mundo artificial que nos rodea. La función crítica del sujeto ha sido suplantada por la función irónica del objeto. A partir del momento en que todos los productos son fabricados, ya no tenemos sino artefactos, signos, mercancías. Las cosas mismas ejercen una función espiritual e irónica por su existencia misma.

Ya no hay necesidad de proyectar la ironía en el mundo, ya no se necesitan espejos externos que ofrezcan al mundo la imagen de su doble. Nuestro universo, por su parte, se ha vuelto de cierto modo espectral, ha perdido su sombra, y la ironía de ese doble incorporado se manifiesta en cada momento, en cada fragmento de nuestros signos, de nuestros objetos, de nuestras imágenes y de nuestros modelos. Ya ni siquiera hay necesidad, como lo hacían los surrealistas por ejemplo, de exagerar la funcionalidad de los objetos, de confrontar los objetos a su función y sacar de ello una irrealidad poética. Ya no estamos en un mundo surrealista, estamos en un mundo hiperrealista donde las cosas se iluminan ellas mismas, irónicamente, ellas solas. Ya no hay necesidad de subrayar el artificio o el sinsentido de las cosas, pues todo eso forma parte de su representación misma, forma parte de su encadenamiento visible (demasiado visible, por cierto), forma parte de su súper fluidez que crea por sí sola, por exageración, un efecto de parodia.

Así pues, después de la física y la metafísica, hemos llegado a una patafísica de los objetos y de la mercancía, a una patafisica de los signos. Todas las cosas están desprovistas de secretos y de ilusión, pero han sido condenadas a la existencia visible, condenadas a la publicidad, y todos nosotros también estamos condenados al hacer-creer, al hacer-valer, al hacer-ver. Desde luego nuestro mundo es en su esencia publicitaria, y tal como es se diría que sólo fue inventado para hacerse su propia publicidad en otro mundo. No se piense que la publicidad, que es un medio como cualquier otro, vino después de la mercancía. Hay en el meollo mismo de la mercancía un genio maligno publicitario, una especie de bufonería de la mercancía y de su escenificación. Entonces ¿quién es el director de escena? ¿Quién escenifica todo esto? ¿El capital en su forma económica? No lo sé. Pero en todo caso, algo nos ha arrastrado a una especie de fantasmagoría de la cual todos somos víctimas, y víctimas fascinadas, por cierto.

Hoy todo quiere manifestarse y no sólo los individuos sino también, podría decirse, las propias cosas. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, los artefactos de todo tipo quieren significar; quieren ser vistos, quieren que se les lea, que se les registre, que se les fotografíe. Uno cree fotografiar tal o cual cosa por placer, pero en verdad es ella la que quiere que se le fotografíe; uno no es más que el extra de la escenificación publicitaria del mundo circundante. Allí justamente está la ironía de la situación.

Ya no es el sujeto el que representa al mundo, es el objeto el que refracta al sujeto y sutilmente, a través de los medios, a través de la tecnología, le impone su presencia, su forma aleatoria. Ya no es entonces el sujeto el que dirige el juego pues parece que ha habido un vuelco en la relación. Esto es verdad para el arte, para la política, ciertamente, a través de las masas y, parecidamente, para la ciencia y las microciencias de hoy también. El poder del objeto entonces se abre camino a través de la simulación, a través de los simulacros, a través del artificio que le hemos impuesto. Allí está la ironía, desde luego; es una especie de revancha del objeto, el cual se convierte en una suerte de "extraño atraedor" como se dice en física.

Si analizo todo esto es, al fin y al cabo, para regresar al arte, para decir que allí está el límite de la estética, el límite de la aventura estética, del dominio estético del mundo por el sujeto. Es el fin de la aventura de la representación, o del dominio del mundo por la voluntad de la representación, como dice Schopenhauer; ya que el objeto vuelto atraedor extraño (puede tratarse de un objeto, un acontecimiento, un individuo, lo que sea) ya no es un objeto estético, es un objeto transestético. Despojado por la técnica de toda ilusión, despojado de su origen, ya que es producido a partir de modelos, despojado de su sentido y su valor, ya no es el objeto de un juicio estético: está desprendido, a la vez, de la órbita del sujeto así como de su visión. Es entonces cuando el objeto se convierte de cierto modo en un objeto puro, que vuelve a encontrar quizá algo de la inmediatez, de la fuerza, de esas formas anteriores a la estética, las formas de antes de la estetización general de nuestra cultura.

Todos esos artefactos con los que tenemos que vérnoslas, todos esos objetos artificiales, ejercen sobre nosotros una especie de irradiación artificial. Los simulacros en el fondo dejan de ser simulacros, se convierten en una evidencia material y quizá se convierten de nuevo en fetiches. Es decir que, como los fetiches, están completamente despersonalizados, completamente desimbolizados, y, no obstante, tienen una objetividad, valga la expresión, de una intensidad máxima y están investidos directamente sin significación. Esto es el objeto-fetiche, que ya no entra en el juego de la mediación estética. Y quizá por esto mismo nuestros objetos más superficiales, los más estereotipados, encuentran un poder de exorcismo como el de las máscaras sacrificiales de las culturas antiguas. Porque justamente las máscaras eran lo mismo, las máscaras absorbían la identidad de los actores; las máscaras absorben la identidad del actor, del bailarín, de los espectadores, y su función es provocar una especie de vértigo y esto no es una función estética, es una función taumatúrgica o traumatúrgica, no lo sé.

Ahora bien, quizá todos estos artefactos modernos, de los publicitarios a los electrónicos, de lo inmediático a lo virtual, todos esos objetos, imágenes, modelos, redes, tienen de hecho una función de vértigo simplemente, mucho más que una función de comunicación, de información, de arte o de estética. De alguna manera, quizá se trate más bien de una función de rechazo, de expulsión, de eyección, de exorcismo. Entonces estos objetos se acogerían a la definición de Roger Caillois de cuatro tipos de juego: el juego de la representación, el juego de competencia, el juego del azar y el juego del vértigo. Empero, toda nuestra cultura estética se funda en los juegos de la representación y de la competencia, aunque es posible que estemos pasando a otra cultura en la que se ha regresado al juego del vértigo y al juego aleatorio, al juego del azar. Esto simplemente es una hipótesis, pero quizá la de una realidad nuestra realidad que ha absorbido su propio doble hasta el vértigo y que busca expulsarlo en todas sus formas.

Entonces estos objetos banales, estos objetos técnicos, estos objetos virtuales, vendrían a ser los nuevos atraedores extraños, los nuevos objetos de más allá de la estética, transestéticos, objetos-fetiches, sin ilusión, sin aura, sin valor, algo así como el espejo de nuestra desilusión radical -objetos puros, objetos irónicos, como lo son las imágenes de Warhol, por ejemplo.

Tomemos, muy rápidamente, el ejemplo de Andy Warhol; se ve que habla de cualquier imagen, pero sólo para eliminarle lo imaginario y hacer de ella un producto visual puro. Se trata de una especie de simulacro incondicional. Muchos artistas hacen exactamente lo contrario: toman una imagen en bruto y rehacen con ella algo estético, usan la máquina para rehacer arte, mientras Warhol hace la verdadera metamorfosis maquinista. Warhol es la máquina. Dijo una vez: «Quiero ser una máquina». Warhol no hace simulación maquinista, es la máquina; no emplea la técnica para fabricar una ilusión sino que nos da la ilusión pura de la técnica, es decir, la técnica como ilusión radical. Y esta ilusión radical de la técnica es hoy muy superior a la de la pintura y a la del arte. En este sentido, una máquina puede hacerse célebre, y el propio Warhol nunca aspiró a otra celebridad que la maquinal celebridad maquinal sin consecuencias y que no deja rastros, celebridad que depende también ella de la exigencia de todas las cosas, de que se les vea, se les admire, se les dé publicidad. Como es bien sabido, Andy Warhol dijo: «Cada cual tendrá derecho a su cuarto de hora de gloria. Pues bien, también cualquier objeto, cualquier imagen, tiene derecho a ese cuarto de hora, pero entonces, en ese momento no es más que el médium de esa especie gloriosa aunque efímera aparición irónica, de todas las cosas a través de una gigantesca publicidad. Por consiguiente, vendría a ser el mundo el que se hace su propia publicidad a través de nuestras imágenes, obligando a nuestra imaginación a que se borre, a nuestras pasiones a extrovertirse, y rompiendo el espejo que ponemos ante él (hipócritamente, por cierto).

Entonces, en los artefactos modernos y quizá en los nuevos objetos artísticos (lo que podríamos llamar los nuevos objetos artísticos cuyo arquetipo moderno son las imágenes de Warhol), ya el sujeto no impone su visión del mundo sino, por el contrario, el mundo impone su discontinuidad, su fragmentación, su estereofonía, su instantaneidad artificial. Las imágenes de Warhol no son en absoluto banales porque reflejen un mundo banal, sino justamente porque son el resultado de la ausencia de toda pretensión del sujeto de interpretar el mundo; son el resultado de la elevación de la imagen a la figuración pura sin la más mínima transfiguración. Ya no se trata entonces de una trascendencia, sino de la subida al poder del signo, que al perder toda significación natural, resplandece en el vacío de su luz artificial. Warhol es entonces el primero que introduce en ese fetichismo moderno (eso que podríamos llamar fetichismo moderno), en esa ilusión transestética, una imagen sin cualidad, sin presencia, sin deseo.

Nombro a Warhol, pero si uno se detiene a pensarlo ¿qué hacen todos los artistas modernos, de todas maneras? Los artistas del Renacimiento, por ejemplo, creían que estaban haciendo pintura religiosa y en realidad estaban produciendo obras de arte.

Los artistas modernos que creen que están produciendo obras de arte ¿no estarán haciendo algo muy diferente? Los objetos que producen ¿no son algo muy diferente del arte?, por ejemplo, puros objetos-fetiches, pero fetiches desencantados; objetos puramente decorativos de uso temporal (Roger Caillois hablaba de «los ornamentos hiperbólicos»; objetos literalmente supersticiosos, en el sentido en que ya no tienen que ver con una naturaleza sublime del arte aunque perpetúan de todos modos su superstición, la creencia en el arte, en la idea del arte en todas sus formas. Por consiguiente, fetiches de la misma índole que los fetiches sexuales, ellos también, por cierto, sexualmente indiferentes y que niegan tanto la realidad del sexo como la del placer sexual el fetichismo sexual no cree en el sexo, sólo cree en la idea del sexo, la cual, desde luego, no es sexuada sino asexuada. De la misma forma ya no creemos en el arte, sólo creemos en la idea del arte, la cual obviamente no es en absoluto estética.

Si se retorna un poco su historia se nota que el arte moderno, al ya no ser más que idea, se dedica a trabajar con ideas: el Portebouteilles de Duchamp, por ejemplo, es una idea, las latas de sopa Campbell de Warhol son una idea; cuando Yves Klein vende un poco de aire por un cheque en blanco, eso también es una idea. Todo esto son ideas, signos, conceptos y ya no significan nada en absoluto, aunque significan de todas maneras. Lo que hoy llamamos «arte» parece dar fe de ese vacío irremediable. La idea disfraza al arte y el arte disfraza a la idea. Es una forma de arte, diría yo, de cierta manera transexual; una forma de disfraz extendido a todo el dominio del arte y de la cultura. Transexual a su manera es el arte atravesado por la idea, atravesado por los signos del arte, por los signos de su desaparición.

Todo el arte moderno es abstracto (la abstracción no es en absoluto lo opuesto a la figuración) debido a que está atravesado por la idea más que por la imaginación de las formas o de las sustancias. Todo el arte moderno es conceptual porque fetichiza en la obra el concepto, el estereotipo de una modalidad cerebral del arte, exactamente como lo que está fetichizado en la mercancía. Como dice Marx: "No es el valor real sino el estereotipo abstracto del valor".

El arte, condenado a esta ideología fetichista y decorativa, deja de tener existencia propia. Desde esta perspectiva se podría decir que nos encaminamos hacia la desaparición total del arte como actividad específica. Esto quizá conduzca o bien a una reversión de¡ arte hacia la técnica o la artesanía pura transferida hoy a la electrónica, las computadoras, etcétera, como se ve en todas partes, o bien se regresará a una especie de ritualismo primario en el que cualquier cosa servirá de gadget estético, con lo cual el arte desembocaría en una especie de kitsch universal, equivalente por cierto al kitsch religioso en que desembocó el arte religioso. La estetización extremadamente banal de todos los objetos del mundo cotidiano forma parte, por supuesto, de este ritualismo primario. Así, en efecto, el arte en tanto tal quizá no haya sido más que un paréntesis sublime de la época moderna, una especie de lujo efímero que una cultura se dio en un momento dado.

El problema es que esta crisis del arte amenaza con hacerse interminable. La diferencia entre Warhol y los otros que continúan en esta crisis interminable es que con Warhol la crisis había terminado en sustancia; éste había llevado algo a su fin. Entonces, lo que se produce más allá, lo que está más allá de su propio fin, resulta ahora interminable, pero ya no es más que la gestión del cadáver, diría yo.

¿Habrá todavía una ilusión estética? Y si no la hay ¿habrá una vía hacia una ilusión transestética? ¿Habrá todavía una vía radical hacia el secreto de la seducción, de la magia? ¿Habrá todavía, en el confín de la hipervisibilidad de las cosas, de su transparencia, de su virtualidad, lugar para una imagen, lugar para un enigma, lugar para acontecimientos de la percepción acontecimientos nuevos de la percepción, lugar para una fuerza efectiva de la ilusión, para una verdadera estrategia de las formas y de las apariencias? Hago las preguntas aunque evidentemente no las puedo responder. Podría decirse, en todo caso, que no se trata de la «liberación» de las imágenes; eso es justamente lo absurdo moderno, modernista, del arte. Se nota muy bien por todas partes que la liberación de las imágenes ha consistido en su proliferación y, a la vez, en su anulación en tanto tales. No hay que entregarse (no lo digo como artista) a la superstición moderna de la liberación; a las formas, a las figuras, no se les libera, por el contrario, se les encadena. La única manera de liberar las formas, las figuras, las imágenes, es encadenándolas, es decir, encontrando su encadenamiento, encontrando el hilo conductor de una metamorfosis que las engendre, que las vincule, claro, y ello sin violencia. Además, ellas se encadenan solas; el asunto está en encontrar la forma sutil del encadenamiento, en adentrarse en la intimidad de ese proceso.

Hay una frase muy hermosa de Omar Khayyam que dice: «Más te vale haber sometido a la esclavitud a un solo hombre mediante la dulzura que haber liberado a mil esclavos». En verdad, debe haber dos maneras de escapar de la trampa de la representación -porque la representación es para la estética una trampa: hay la de la desconstrucción de la representación, esa desconstrucción interminable que ya ha durado al menos un siglo, y en la que la pintura no deja de mirarse, de morir en los trozos de espejo roto, de manosear siempre los restos, los residuos, teniendo siempre como contrapartida la dependencia del objeto perdido, la dependencia de su propia muerte, siempre en busca de una historia, en busca de un reflejo. Y hay la de salirse entonces totalmente de la representación, olvidar toda preocupación de «lectura», de interpretación, de desciframiento, olvidar toda la violencia crítica del sentido para alcanzar la modalidad de aparición y desaparición de las cosas, esa en la que simplemente declinan su presencia, pero no las formas multiplicadas, plurales, según el espectro de las metamorfosis. Es decir, hacer de nuevo del arte una estrategia de las formas y no, como hoy, una táctica de los valores estéticos -valores estéticos que por cierto terminan a menudo por ser valores económicos y comerciales. Hay que entrar en el espectro del objeto, el espectro de disuasión del objeto, el cual es justamente la forma de la ilusión, o sea, en el sentido literal, hay que «iluderar», entrar en el juego, entrar en el juego del objeto.

Cuando se dice que se supera una idea, ello quiere decir que se la niega. Superar una forma no es lo mismo en absoluto; superar una forma es pasar de una forma a otra. Lo primero, la superación de la ideas, define la posición intelectual, crítica, que hoy suele ser también la del arte y la pintura modernos; lo segundo, por el contrario, es el principio mismo de la ilusión para el cual la forma no tiene otro destino que la forma. En este sentido se necesitan nuevos «ilusionistas» que sepan que el arte, la pintura y muchas otras cosas son ilusión (en el sentido fuerte del término), es decir, tan alejadas de la crítica intelectual del mundo como de la estética propiamente dicha. Porque la estética propiamente dicha ya es un asunto de lo bello, lo feo, etcétera, ya hay allí un juicio de valor, pero por supuesto el valor es diferente de la forma. Por tanto, se necesita gente que sepa que el arte todo es antes que nada, en su forma antropológica diría yo, un trompe-'loil, un efecto engañoso (así como el pensamiento, la teoría, es un trompe-te-sens, un efecto engañoso de sentido), y sepa que toda la pintura, en lugar de ser una versión expresiva o más o menos verídica del mundo, consiste en inventar señuelos, en inventar objetos-señuelo donde la real¡~ dad del mundo sea lo bastante ingenua como para dejarse coger, así como la teoría no consiste en tener ideas (todo el mundo tiene ideas y hasta hay demasiadas) y por tanto en coquetear con la verdad, La teoría, el pensamiento, consiste en armar trampas donde el sentido sea lo bastante ingenuo para dejarse atrapar; entonces hay que encontrar mediante la ilusión una forma de seducción fundamental, que yo llamaría antropológica a falta de otro término, para designar esa función genérica de las formas, función de aparición y desaparición donde las formas están allí mucho antes de haber cobrado sentido y donde hay que hallar su desenvolvimiento antes de que cobren sentido -sorprender las formas, por supuesto, antes de que se hagan reales, pues entonces allí todo termina. No entonces la ilusión negativa de otro mundo, desde luego, sino la ilusión positiva, radical de este mundo, de esta escena de operaciones, de la operación simbólica del mundo, de este mundo, de esa ilusión vital de las apariencias de que habla Nietzsche; la ilusión como escena primitiva, muy anterior y mucho más fundamental que la escena estética.

Nosotros, las culturas modernas, ya no creemos en esa ilusión del mundo, sino en su realidad, porque, desde luego, esa es la última ilusión. Y hemos optado por reparar los estragos de esa ilusión con la forma cultivada, dócil, del simulacro, la simulación, que es la forma estética. Esta forma estética tiene una historia, pero la ilusión radical no tiene historia. Y la forma estética, por tener una historia, tiene también un solo tiempo, y sin duda presenciamos ahora el desvanecimiento de esa forma histórica, estética, del simulacro, en aras quizá de una escena primitiva de la ilusión, donde tal vez hallemos algo del ritual, de la fantasmagoría inhumana de las culturas anteriores a la muestra.

PREGUNTAS

P: Tengo muchas preguntas, pero voy a tratar de reducirlas. Creo que he caído en la trampa de su pensamiento, un pensamiento radical, terrorista, como usted mismo lo llama. Algo me preocupa cuando lo leo y quiero tratar de reducirlo porque es un asunto bastante complejo. Usted habla de una especie de liberación de energía. Pero primero voy a decir que usted habla de arte precisamente porque le da pie para tratar los fenómenos extremos de la sociedad, y yo quiero retomar un poco su pensamiento global. Usted dice que toda la energía que libera esta sociedad produce en este momento una sociedad que llama de «lo fractal», una sociedad intrascendente, una sociedad del vacío. Habla también del hecho de que hemos pasado de la metamorfosis a la metáfora y, luego, de la metáfora a la metástasis. Por consiguiente la sociedad se vació completamente de fenómenos físicos (a fuerza de liberar energía se llega al vacío total). Pero a la vez, usted plantea un asunto que encuentro muy interesante, el del genio maligno, y no sé si es el mismo asunto que usted llama también los teoremas del mal», «la parte maldita». Esto me parece muy interesante porque usted señala que toda una energía, toda una ironía, una seducción, toda la escena, todos los espejos, toda la alteridad, se ha ido finalmente a depositar en las cosas, y para usted, según ese «caer en la trampa» como dije antes, esa parte maldita, ese mal, es a la vez un principio de lo que es irreductible, de lo que es irreconciliable. Entonces, justamente al analizar la liberación de esa energía, al analizar el vacío (en mi opinión según la trampa en la que quizá he caído), usted llega a postular, quizá con cierto viso optimista, el hecho de que en esa fuerza maldita, en ese principio de lo irreconciliable, lo mejor de todo es que la seducción es lo masculino y lo femenino, los cuales no pueden fundarse uno en el otro porque son complementos irreductibles y precisamente por eso el asunto seduce.
Entonces me atrevo a hacerle la pregunta de si en ese pensamiento terrorista suyo, en ese análisis de los fenómenos extremos, esa parte maldita no será a la vez una posibilidad de salvación, como usted dice, de si esa fatalidad del destino no podría permitirnos encontrar de nuevo la escena, encontrar de nuevo la alteridad y, sobre todo, encontrar de nuevo al otro, ese otro que hemos perdido.

Cuando uno se relaciona con la pantalla, por ejemplo, con la informática, con la inteligencia artificial, el asunto carece de artificio porque, justamente, el artificio es la seducción del cuerpo, es la elipse, es el chiste. En esto encuentro que es usted muy poético, además, y quiero decir que estoy muy emocionada de verlo aquí; nunca soñé con verlo cara a cara... Por eso aprovecho para dar rienda suelta...

Jean Baudrillard: Pero yo no soy el genio maligno del mal ¿verdad?

P: Pero está en usted, en todo caso. Está allí.

JB: Bueno, entonces, voy a responder, aunque de todas maneras no hay respuesta. Yo soy la respuesta... Pero podemos retomarlo luego.
Lo interesante, a mi parecer, es esa perspectiva que hace que ya no haya sentido, en el sentido de que ya no es posible oponer las formas clásicas: el bien y el mal, lo masculino y lo femenino, etcétera. Yo diría, por ejemplo, en lo que se refiere a lo masculino y lo femenino, que no son dos términos opuestos. En efecto, lo femenino no se opone a lo masculino, lo femenino se opone a la oposición de lo masculino y lo femenino, es decir, a la diferencia sexual con todos los problemas que plantea. Quiero decir que, a mi parecer, lo masculino y lo femenino son dos cosas no opuestas sino incomparables, incompatibles, y en eso está la seducción en efecto. Y se puede hacer lo mismo con el bien y el mal, se puede decir que no hay bien opuesto al mal sino más bien que el bien es la oposición del bien y del mal, es decir, el valor clásico, moral, ético. Cuando el bien se opone al mal se está en el bien, y el mal es la incompatibilidad del bien y del mal, el hecho de que no se les puede reconciliar, que no se les puede dialectizar.

Por consiguiente tenemos aquí algo parecido a una situación irreductible de un genio maligno, en efecto, y una alteridad. Pero aquí sólo trato con los términos, según pienso. Quiero decir que no se trata de volver a hallar la alteridad, de volver a encontrar algo como objeto perdido, porque ese objeto perdido, de cierta manera, está definitivamente perdido; la pérdida del objeto no es capaz de procurar energía. Desafortunadamente las cosas, hoy, se presentan un poco de esta manera: toda nuestra sicología, nuestra filosofía se organizan en torno a la falta, en torno a la pérdida, en torno a lo negativo. Esto es algo distinto: la energía se engendra de la alteridad radical, es decir, de la imposibilidad aun de oponer las cosas por pares como lo hacemos en todos los juicios de valor que tenemos, sean políticos, morales, filosóficos y, desde luego, artísticos también. Por consiguiente, la energía sólo puede surgir de esa disociación, sin esperanzas de salvación. La salvación no está allí o quizá sea que la palabra quiere decir otra cosa.

P: Empleé la palabra adrede, pero como usted dice «superar una forma» se podría pensar en superar la forma social, virtual, fractal, vacía intrascendente. De esta manera se podría encadenar, una forma con otra.

JB: Sí. Se puede encadenar. justamente, ejemplo muy elemental, en la filosofía antigua los elementos (el agua, la tierra, el fuego, el, aire) son, si se quiere, formas; no están opuestos unos a otros; son irreductibles unos a otros, pero se seducen unos a otros; el agua seduce al fuego, el fuego seduce al agua, etcétera, y hay un encadenamiento metabólico o más bien, si se quiere, metamórfico, de los elementos entre sí. No hay oposición, pues somos nosotros quienes la hemos creado. Es algo muy diferente; el verano no se opone al invierno, el verano y el invierno son formas que se siguen una a la otra, formas que se encadenan, no que se oponen, y en esto está el encanto y la energía,
Entonces allí está el asunto: en superar toda nuestra problemática de la diferencia, para vérnoslas de nuevo con la alteridad radical y ya no con la diferencia.

P: Oyéndolo a usted, me da la impresión de que está hablando de un mundo que no es nuestro. Usted habla de un mundo vacío, donde la codificación ha llegado al límite, donde no hay más ilusiones y donde se debería regresar a lo que aparece y desaparece sencillamente. Nosotros, que vivimos en el mundo donde las cosas aparecen y desaparecen, como el banco que acaba de desaparecer con todos sus directivos, o el dinero que teníamos allí y que el Estado nos lo hace aparecer mágicamente para pagar a estos ladrones que se han ido, quisiéramos ir hacia ese mundo un poco más racional donde podamos comprender lo que aparece y lo que desaparece. Sin embargo, ese mundo racional nos lleva a un mundo cínico, y ustedes quieren regresar a nuestro mundo, donde las cosas aparecen y desaparecen sin razón. Entonces, yo quisiera saber si eso es parte de la totalidad o si se está buscando una salida. JB: No puedo creer que usted no considere la desaparición de un banco como efecto magistral de simulación, porque ciertamente el banco no ha desaparecido, el dinero no ha desaparecido, eso es seguro. Se trata, efectivamente de una magnífica escenificación de la simulación. Pero usted tiene razón en decir que ese efecto es cínico, como lo es también la simulación. La simulación no es el trompe-l'oeil, y no porque sea falso, porque nos engañan y nos roban el dinero, sino porque la simulación hace que nada de esto sea falso o verdadero, que no se sepa en realidad si el dinero desapareció o no. Todo eso está mediatizado de tal forma que no hay acontecimientos reales. Insisto en lo siguiente: lo que digo no vale sólo para los países desarrollados, es igual para todos: nunca se sabrá si ese acontecimiento es real o no, y de alguna manera no lo es, ese acontecimiento es perfectamente simulado, en el sentido hiperreal del término.

Pese a todo es cínico, ciertamente, y es aquí donde opongo la ironía al cinismo, dos cosas muy diferentes.

El que los propios acontecimientos se vuelvan irónicos es muy diferente de la estrategia de los que producen una especie de seudoacontecimientos como táctica general. Esto último es el cinismo. La ironía objetiva no es asunto de unos cuantos banqueros y ni siquiera del sistema financiero internacional. La ironía está en el hecho de que este estadio transeconómico está casi más allá del valor, porque ya no hay valor, no se sabe ya dónde está el valor económico, no hay ya juego de equivalencias, ni equilibrio. Hoy, todo el juego de la banca y las finanzas, todo ese tipo de desapariciones, forma parte de una especulación total que es simulada, que está en la simulación precisamente por el hecho de que ya no hay un real, una realidad del valor, todo esto se juega en otro mundo hiperreal una hiperrealidad del valor. Nada podemos hacer ya en ese sentido, pero yo agregaría que aun los que creen manipular el dinero y las finanzas internacionales tampoco. Éstos ciertamente son espectadores, pero todo el dinero disponible circula hoy en una esfera de la que en verdad nadie es responsable. Por cierto esto se manifiesta, de vez en cuando, por fortuna: cuando hay crack electrónico o informático, las propias máquinas llegan a producir un fenómeno extremo con algo que quizá fue la táctica de tal o cual financista, pero que puede llegar rápidamente a la catástrofe. Nadie ya es realmente responsable del valor, y esto lleva a un proceso que llamo irónico, porque nadie puede hacer nada al respecto, y hay trastocamiento de las cosas que va mucho más allá de la táctica cínica del poder o de la manipulación. Allí ocurre otra cosa. Hasta dónde puede llegar, no lo sé, pero no hay que hacerlo adrede ni ver en ello una esperanza revolucionaria, pues no es ese el asunto. Los virus no son revolucionarios, aunque a veces ocasionan acontecimientos extraños. Es muy interesante observar este vuelco de las cosas.

Otro ejemplo de ironía es el desmoronamiento del comunismo, cuando todo el mundo esperaba el desmoronamiento del capitalismo, ocurrió exactamente lo contrario. Pero ¿siguen teniendo sentido las palabras capitalismo y comunismo? Se oponían uno al otro en una verdadera oposición histórica, pero ya no. Ya ni siquiera puede definirse qué será el nuevo liberalismo, que ya no es un capitalismo tradicional con contradicciones, esas contradicciones que dejaban un lugar para la utopía de la caída del capitalismo. Ya no estamos en absoluto en un sistema contradictorio, estamos en un sistema liberal en todos sus aspectos, completamente homogéneo y así el comunismo pierde su sentido y se desmorona por sí solo. A eso lo llamo irónico, aunque no da ganas de reír, pues puede ser violento, se trata de una ironía objetiva. Podría creerse que es una victoria cínica del capitalismo internacional, pero no es cierto, se ve a las claras que este acontecimiento se produce por sí solo, es un acontecimiento de desaparición, de desmoronamiento, y no es contradictorio, ni histórico en el sentido tradicional. Es algo que nadie entiende, que nadie previó, y a eso lo llamo irónico, cosa que al menos sirve de consuelo.

P: Hay algo en buena parte de su obra, como una especie de ironía paradojal que la recorre, pues uno observa cómo para ser tan íntimamente crítico se requiere de algún modo haber tenido algún tipo de íntima convivencia con alguna de esas cosas criticadas. Por ejemplo, usted frente al proceso de la comunicación, usted frente al problema del arte, usted frente al problema de lo femenino. Esas tres zonas de las cuales usted es crítico parece que es usted también especialmente amante. Usted quisiera estar afuera, pero yo siento que la mayor parte de las veces está demasiado adentro. También se siente eso cuando usted es considerado como un gran pesimista: usted lo refuerza en muchos momentos. Pero quiero recordar aquí su insistencia en aquella idea de «después de la orgía», que aparece en alguno de sus libros. Estamos después de la orgía, cuando sólo quedaría desencanto, decadencia, indiferencia, laxitud, pero usted tiene el buen tino de decirnos en algún momento, de darnos un pedazo del secreto, que esa es apenas una parte de una frase más completa, la que le dice un caballero a una dama mientras dura la acción de la orgía, la frase al oído es: «¿Qué planes tienes para después de la orgía?», con lo cual no sólo se demuestra que la orgía no es suficientemente interesante, que el máximo de pasión puede no llenar un vacío, sino que también, visto de otro modo, algo deja usted al optimismo: hay un después y para ese después estamos reservando zonas mejores de nosotros. Queda mucha seducción aún en esa pregunta.

El otro punto es que usted admira en Baudelaire su capacidad de llevar la crisis a un extremo: «única solución radical y moderna sería potenciar lo nuevo, lo genial de la mercancía, es de r, la indiferencia entre utilidad y valor, la preeminencia dada a una circulación sin reservas». Usted parece admirar esa lógica irónica de Baudelaire, según la cual la obra de arte se conjuga absolutamente a la moda, a la publicidad, a la Fantasmagoría del código», y llega a hablar de «una obra de arte fulgurante de venalidad, de movilidad, de efectos sin referencia., objeto puro de una maravillosa conmutabilidad, porque, habiendo desaparecido las causas (este es el punto), todo los efectos son posibles y virtualmente equivalentes».

Yo quiero preguntarle: esa desaparición del arte, que usted denuncia, ¿la teme o la admira? JB: Voy a tomar el asunto por el final. Yo ni temo, ni admiro y ni siquiera denuncio la desaparición del arte como si se tratase de una manipulación o de un complot. Es verdad que podría defender la idea de que el arte moderno es un complot. Recuerdo que de la última Bienal de Venecia a la que asistí regresé con la idea de que efectivamente el arte moderno no es más que un complot. No conozco a los conspiradores, no sé qué está en juego y ni siquiera si hay algún secreto en todo eso, porque, aunque todo parece estar a la vista, en realidad en todo eso hay un truco y uno no sabe con qué se las está viendo. A eso lo llamo un complot, igual pasa con los servicios secretos y los conspiradores. Nadie sabe quién es el conspirador, quién es la víctima, y todo el mundo ha perdido de vista lo que está en juego. Eso es un complot, y es como el crimen perfecto en el que no hay ni víctima ni verdugo, ni huellas ni armas del crimen, aunque algo ha muerto. Esto me parece la imagen del arte actual, la de un crimen perfecto o un complot. Pero es bien sabido que el crimen perfecto no existe, y repito lo que antes cité de Michaux: «El artista es el que resiste a la pulsión de no dejar rastros». El artista deja rastros, pese a todo siempre hay rastros y nosotros mismos somos los rastros de ese crimen imperfecto, de la imperfección del crimen. La perfección del crimen sería que todo se vuelva visible, operacional, y esta es la exigencia del sistema precisamente.

La realidad virtual y todo lo que entraña es un crimen perfecto: es el exterminio de toda ilusión, de toda realidad y, si se quiere, de todo sentido. Pero creo, por fortuna (en ese sentido soy optimista aunque no sepa qué quiere decir eso de optimista y pesimista) que hay un crimen virtualmente perfecto que nunca es perfecto y que deja rastros. Quizá la tarea sea detectar los rastros, inventarlos... no lo sé. Tal vez el pensamiento no es más que eso: encontrar los rastros de un crimen que sucedió, pero cuyo autor no se conoce en absoluto, Si supiéramos quién es, la racionalidad exigirla que se le denunciase, pero no lo sabemos, ya ni siquiera puede decirse simplemente que es el capital, o éste o aquél.

Si me permite cuestionarme a mí mismo (ya que usted me cuestiona) le diré que es igual. Yo les doy las cartas pero no les doy las reglas del juego, no puedo darles ambas al mismo tiempo. Les doy la cartas y a ustedes les toca jugar, pues de no ser así no habría pensamiento. Tienen que darse cuenta de que yo no estoy de un lado y ustedes del otro, pues eso sería reproducir exactamente la estupidez que denunciamos. Se trata de un desafío, porque un discurso como el mío no puede ser sino un desafió. A ustedes les toca jugar con eso, porque evidentemente no van a creerme así no más, no me van a tomar en serio. Por eso usted me dice que estoy afuera, pero no es cierto. Cuando hablo de simulación, por ejemplo, hablo en términos de simulación y lo que les digo es también un objeto simulado, pero simulado más allá de la simulación del sistema mismo; es over-simulado, si se quiere. Siempre hay que ir más allá de... es la única manera: para hablar de la simulación hay que convertirse en simulación, el discurso tiene que volverse simulación. Para hablar de la seducción, el discurso tiene que convertirse en seducción; no buscar engañar no es exactamente eso sino desplazar la identidad, desplazar el sentido, los pensamientos. Eso es la seducción. Si hablo de lo femenino, pues bien, es mi propia conversión en femenino lo que habla, por fortuna.

Entonces no estoy afuera, eso no es cierto. Quizá sea cierto cuando el asunto no anda bien. En un discurso racional, en un análisis crítico tradicional, es cierto que se está afuera, pero eso no tiene ningún interés. El pensamiento radical sólo comienza cuando se abandona esa posición, cuando de cierto modo se pierde el sentido y hay un volverse objeto. Es necesario que el sujeto del discurso se vuelva objeto, y ese,,volverse objeto» del sujeto, como lo expresa Deleuze, es el comienzo de todo. Entonces no se trata de estar afuera en ese sentido, y no creo estarlo; si he dado esa impresión es porque me he expresado mal o usted no me ha entendido. Si es así, usted puede decir que soy optimista o que soy pesimista, pero eso es incorrecto pues no es en absoluto un asunto de pesimismo o de optimismo, es un asunto de convertirse y de pasarse al otro lado, eventualmente, si es que se logra.

P: Es bien sabido que en la civilización actual y en la teoría hay muchas polémicas sobre la posmodernidad. Como usted ha hablado aquí de la oposición entre modernidad y posmodernidad quisiera preguntarle si considera la posmodernidad como una posibilidad para acercarse al momento actual.

También quisiera preguntarle sobre la especificidad del arte, En Rayuela, de Cortázar, o en otros autores más recientes, Reinaldo Arenas por ejemplo, ¿cómo considera usted la especificidad del mundo, de los modelos, de las construcciones gramaticales y de los universos en la novela?

Por último ¿podría el modelo de su pensamiento sobre la civilización actual acercarse a un nuevo modelo o un nuevo episteme de la sociedad actual? Es una pregunta un poco filosófica.

JB: Sí, en efecto, no la entendí. No soy filósofo.

P: Mi pregunta es: ¿podrían sus definiciones de la simulación, la ilusión y la desilusión constituir en el futuro un nuevo episteme?

JB: Como de costumbre, empiezo por la última pregunta para no perder el hilo. No sé si es una buena pregunta y no sé si tiene respuesta. Me parece que hay allí una referencia a Foucault. Lo que me separa del pensamiento de Foucault y su genealogía del episteme es que se llega a un punto de la genealogía del pensamiento y del análisis donde no hay ya episteme, donde en efecto ya no es posible detectar una mutación coherente de la posibilidad de pensar del conocimiento, donde no hay ya una coordinación suficiente, una continuidad suficiente, y para que haya episteme, para que haya análisis, para que haya historia o episteme histórico, tiene que haber una continuidad mínima, si no un origen y un fin, tiene que haber un encadenamiento consecutivo y racional. Ahora bien, eso justamente es para nosotros el asunto, ese encadenamiento, la imposibilidad de que haya un nuevo sujeto del saber. Pues de eso se trata, para que haya saber tiene que haber sujeto. Pero resulta obvio que aun en el lugar por excelencia del saber, la ciencia y sus confines actuales, las microciencias, la situación es tal que ya no hay exactamente ni saber ni sujeto del saber; hay una fluctuación justamente de los dos términos (sujeto/ objeto), y hasta se llega a esa paradoja que les enuncié antes, la incompatibilidad del sujeto y el objeto, el hecho de que ya no pueden confrontarse pues se encuentran en dimensiones diferentes. Hay una paradoja insoluble en la relación de saber y por tanto ya no hay episteme propiamente dicho y se entra en otra época en la que el pensamiento de Foucault ya es inoperante. Llega un momento en que este pensamiento se detiene, justo en la orilla de ese nuevo ¿«desepisteme»?, ¿«inepisteme»?... no sé cómo llamarlo.

En cuanto al modernismo diré brevemente que es un término que no tiene sentido, y no lo tiene porque en realidad no puede oponerse racionalmente, de manera coherente, a algo que llamamos «moderno». Quizá las reglas de la modernidad se hayan desvanecido, y esto sería un acontecimiento, pero ello no basta para situar lo que viene después. Cuando hablo del fin, no hablo del fin del arte, no se trata de eso exactamente (ni del fin de la historia, como dice Foucault), se trata por el contrario de una forma transestética, transpolítica, debida a la estetización y la politización generales de todo por saturación, por exceso. Pero para eso no hay un después, porque en verdad no hay un final. Todo, por el contrario, se vuelve interminable, y el final también es una ilusión. Nada va a terminar: nada tendrá sentido, pero eso va a continuar indefinidamente. Y lo que continúa indefinidamente, lo que se vuelve inmortal, es lo que ya está muerto. El arte no terminará.

Entonces, llamar a esto posmoderno no tiene sentido. Se entra en otra configuración que es la de más allá del fin. Lo posmoderno se ha asimilado vulgarmente al fin de esto o aquello, pero no es lo que hay que hacer. Desgraciadamente no tenemos que vérnoslas con el fin de algo, y sería muy bueno que las cosas terminaran, porque lo que termina es algo que ha sucedido. Pero para nosotros no hay manera de saber si sucedió o no, y aun si algo terminase no tendríamos los medios para percatarnos de ello. Estamos en una forma más allá del fin, y esto es el verdadero problema; no lo vamos a resolver jugando con lo posmoderno, empleando elementos que supuestamente han llegado a su fin, eso sería un exabrupto. Sé que diga lo que diga se me considerará un defensor del posmodernismo, un representante de lo posmoderno, así que no voy a decir nada más sobre el asunto. Sin embargo me interesa puntualizar ciertas cosas: el término mismo carece de exactitud ya que no analiza nada y, peor aún, es una mala simulación. Si se admite que el posmodernismo es la era de la simulación, quiero hacer una distinción: hay la buena simulación y la mala. La irrupción de la simulación en el mundo moderno es un acontecimiento, forma parte de lo moderno como fenómeno extremo. Pero la mala simulación es lo posmoderno, pues da una especie de ficción clasificadora y descriptiva a algo cuyo encanto y especificidad no tienen definición. Hay que percatarse de que nos enfrentamos a una situación enigmática, y hay que al menos tratar de preservar su enigma, no de encontrar la falsa solución final, decir: «eso es lo posmoderno».

En lo que atañe a la especificidad del arte, ya no la hay cuando las cosas traspasan sus propios límites. Eso quiere decir el término «exterminación»: exterminista, más allá de su propio fin. Entonces, más allá del propio fin hay una confusión total de todos los géneros, de todas las disciplinas, que antes tenían una definición y por ende un fin, una determinación. Pero sucede que estamos en la exterminación y ya no en la determinación y, en este caso, el arte tampoco puede tener ya una especificidad. Pero el arte no es una víctima particular. Tampoco lo político tiene ya una especificidad, se ha vuelto transpolítico, se ha convertido en una gestión estadística y aleatoria de opiniones. La política sobre todo, como bien saben, se ha mediatizado y transmediatizado, o sea, ha perdido su especificidad. Hoy es imposible encontrar una especificidad de lo político. Con el arte, para mí, sucede lo mismo, aunque es verdad que hay ciertos registros, ciertas disciplinas, ciertas figuras que indican una desaparición desigual de las cosas. La desaparición no significa el fin, hay un arte de la desaparición y varias maneras de desaparecer. Más allá de la desaparición puede ocurrir algo, y es posible que en esa ficción, en esa reinvención de la ilusión, en el color, la música, surja algo, pero en todo caso ya no tomará la forma simbólica, colectiva que tenía en otra cultura, aun en la nuestra anterior. Hoy será forzosamente esporádica, estallada, fractal, si se quiere, lo que no implica que no pueda existir. Sin embargo, no se volverá a encontrar una especificidad: la especificidad se refiere a una especie, a una colectividad, a una posibilidad de reagrupar algunas normas, reglas, leyes, en torno a cierto juicio. No hay estética ni arte sin un juicio estético, y lo que se ha vuelto imposible es justamente este juicio estético. Eso no lo vamos a volver a encontrar; podremos volver a encontrar visiones de las cosas en cierta literatura y, por qué no, en los videos, pero ya no volveremos a encontrar la posibilidad de decir «esto está bien», «esto está mal», «esto es bello»; eso se acabó.

P: Me doy cuenta de que usted ya ha respondido a casi todas mis preguntas. Sólo me quedan algunos puntos que despiertan mi curiosidad y le pido que no responda si tiene pensado tratarlos mañana; ya que nos tiene usted sobre ascuas.

JB: El suspenso es parte del crimen perfecto.

P: Me parece, en primer lugar, que usted ha recalcado lo equívoco del arte moderno a la sombra del nihilismo, y desearía que precisara si, en la era moderna, se trata más de parodia o más de un intento abortado de rendición, como lo señaló en algún momento.
Segundo punto: quisiera que aclarara el paralelismo entre el arte, la ciencia y la política en lo que se refiere a su destino contemporáneo en este mundo posmoderno. Se podría eliminar este término y decir la era del nihilismo realizado.

Tercer punto: con la negación usted evoca la responsabilidad de un capital en la escenificación de una fantasmática llamada patafísica de los signos.

Y por último, mi punto de más aguda curiosidad es el siguiente: más allá de la ilusión radical que no tiene historia, el señalamiento de ciertos elementos de la otra ilusión, la de la historia del arte contemporáneo, que podría desembocar en otra escena nueva. Por consiguiente hay allí asuntos de estética: con qué criterios considerar, por ejemplo, que la empresa de Picasso con Las meninas de Velázquez no puede repetirla otro pintor, en función de cierta difusión, de cierta contaminación, como se difundió desde Italia hasta Francia y Holanda, en el siglo xvii, el claroscuro. ¿Qué criterios estéticos impiden que un nuevo Andy Warhol emprenda algo tan radical como éste y, por otra parte, qué separa la empresa de Warhol de ciertos imitadores que no hacen sino gerenciar, en cierta forma, el consumo del cadáver?

JB: La última pregunta es muy importante. Aparentemente no hay ninguna diferencia entre Warhol y los que le suceden, por ejemplo, esos que por cierto se llaman los simulacionistas, en Nueva York, que me han hecho el honor de tomarme como referencia. Afirman que Warhol fue un precursor, pero que ellos en verdad lo hacían mejor que él. Es la reapropiación del arte moderno: se vuelve a hacer exactamente lo mismo, hay una reproducción indefinida, un clonaje es el arte como clonaje perpetuo de todas las formas. Me parece lamentable que tal vez para una generación futura ya no sea posible distinguir a los simulacionistas de Warhol, así como no se podrá distinguir la Revolución Francesa de su conmemoración en Los Ángeles en 1989. Vistos desde cierta distancia, todos estos fenómenos parecerán de alguna manera iguales. Afortunadamente todavía estamos en una escala relativamente humana en la que hay no sólo diferencias sino también un modo de aparición y un modo de desaparición de las cosas, y no simplemente un modo de reproducción indefinida. El modo de la desaparición indefinida, el clonaje, es el fin de la aparición y la desaparición. Esto último ya ha empezado, desde luego con las tecnologías materiales, la tecnología de la mercancía, y hasta se está produciendo a nivel biológico, genético y no se sabe qué puede salir de eso.

No creo que decir «al menos queda la parodia» sea un punto de vista superior. La parodia al fin y al cabo saca su energía de algo, algo que desvía, que seduce hay seducción en la parodia. En la reproducción indefinida de algo ya no hay seducción alguna, es simple y llanamente una especie de mecánica. Cuando Warhol dice que quiere ser una máquina, que es una máquina, está en un acting-out original, único, singular; pero después ya no hay singularidad alguna. ¿Qué permite decir esto? No hay pruebas absolutas y es necesario jugar con algo que ya no es posible verificar. En un momento dado se puede decir: «Eso era todavía un acontecimiento, pero ya no lo es». En historia también se puede decir: «Eso fue una revolución, pero aquello no, aquello lo inventaron los medios, la televisión».

La simulación no es en absoluto una esfera homogénea, uniforme, donde todos los signos son pura simulación, donde no hay más que simulación. Nunca he dicho eso. Dije que en un momento dado hay un principio de realidad y en otro, otra cosa, un principio de simulación, que es un fenómeno distinto que choca con el primero. También aquí hay antagonismo, lucha, un exterminio el exterminio de lo real, y esto sí es de veras un acontecimiento. Después, si llegásemos a estar enteramente en la realidad virtual, una vez cometido el crimen perfecto, ya no habría diferencias. Afortunadamente no hemos llegado allí.

En cuanto a su primer punto, creo que ese intento de rehabilitación, de reapropiación, de todas las formas del arte es inútil, vano, en la medida en que está completamente ideologizado. Sin embargo, como todos estos intentos fracasan sin quererlo sus autores, hay un efecto irónico en este fracaso, aunque involuntario. Por ejemplo, la manera como se desarrolla la vida política, como se reproduce y se clona la clase política, a través de las elecciones, los sondeos de opinión, las encuestas, es algo bien triste, pero desde cierto punto de vista se puede considerar esto irónicamente. Tomemos un ejemplo: la primera teoría sobre los medios de comunicación afirma que los medios manipulan a las masas, pues están siempre en poder de alguien -el capital, la clase dominante- y las masas mismas son pasivas ante los medios. Pero uno puede hacer una hipótesis irónica completamente opuesta: en realidad las masas, a través de los medios, manipulan al poder. Esta hipótesis es más interesante que la primera, hoy ya completamente gastada y que ni siquiera sirve por ser falsa. El poder cree manipular a las masas. Todo el mundo acepta esto porque es más fácil, porque resulta más satisfactorio para todo el mundo; se prefiere estar manipulado por el poder, cosa quizá bien triste («estamos alienados, pero en el fondo soportamos la alienación»), aunque más simple intelectualmente. Empero, resulta más interesante averiguar en qué medida no habrá una reversibilidad del asunto.

Con el problema de la técnica en general ocurre lo mismo. Ya no considerar el asunto como lo hace Heidegger cuando habla de la pérdida, del desencanto del mundo, de la técnica como modo de acabar con la ilusión, sino averiguar si no será el mundo en su ilusión el que se burla de nosotros, el que juega con nosotros, a través de todas esas tecnologías. En el asunto así considerado, todo el mundo juega y nadie lleva el juego, no hay dueños del juego. Evidentemente es una situación angustiosa, de pánico, en cierta medida, ya que no se sabe quién gana; en el análisis clásico en cambio el asunto es más cómodo, resulta muy satisfactorio: sabemos que gana el mejor o que ha ganado el más poderoso y que, eventualmente, se va a tratar de derrocarlo y tomar su lugar. Esto, en mi opinión, es el círculo vicioso de un análisis débil. Es mucho más interesante averiguar qué sucede en el envés de las cosas, y esto ya no es el modo crítico sino el modo irónico.

Hasta dónde podemos llegar en este asunto no lo sé, pero en todo caso es una hipótesis. Desgraciadamente, esta hipótesis no puede verificarse con pruebas. Sólo puede verificarse la otra hipótesis. De todas maneras hay que conservarla como desafío, como ficción, y hay que preservarla porque es lo único que puede salvarnos de la credulidad, de convertirnos en víctimas de nuestra propia interpretación.



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