29.10.12
MICHEL FOUCAULT - LOS ESPACIOS OTROS (HETEROTOPIAS)
«Des espaces autres», conferencia pronunciada en el Centre d’Études
architecturales el 14 de marzo de 1967 y publicada en Architecture, Mouvement,
Continuité, n° 5, octubre 1984, págs. 46-49. Traducción al español por Luis
Gayo Pérez Bueno, publicada en revista Astrágalo, n° 7, septiembre de 1997.
Una reflexión sobre espacios donde las funciones y las percepciones se desvían en relación con los lugares comunes donde la vida humana se desarrolla
Nadie ignora que la gran obsesión del siglo xix, su idea fija, fue la historia: ya como desarrollo y fin, crisis y ciclo, acumulación del pasado, sobrecarga de muertos o enfriamiento amenazante del mundo. El siglo xix encontró en el segundo principio de la termodinámica el grueso de sus recursos mitológicos. Nuestra época sería más bien la época del espacio. Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla.
Podría decirse acaso que las
disputas ideológicas que animan las polémicas actuales se verifican entre los
descendientes devotos del tiempo y los empedernidos habitantes del espacio. El
estructuralismo, o al menos lo que se agrupa bajo esa rúbrica un tanto
genérica, consiste en el esfuerzo para establecer, entre elementos que a lo
largo del tiempo han podido estar desperdigados, un conjunto de relaciones que
los haga aparecer como una especie de configuración; y con esto no se trata
tanto de negar el tiempo, no; es un modo determinado de abordar lo que se
denomina tiempo y lo que se denomina historia.
No podemos dejar de señalar no obstante que el espacio que se nos descubre
hoy en el horizonte de nuestras inquietudes, teorías, sistemas no es una
innovación; el espacio, en la experiencia occidental, tiene una historia, y no
cabe ignorar por más tiempo este fatal entrecruzamiento del tiempo con el
espacio.
Para bosquejar aunque sea burdamente esta historia del espacio
podríamos decir que en la Edad Media era un conjunto jerarquizado de lugares:
lugares sagrados y profanos, lugares resguardados y lugares, por el contrario,
abiertos, sin defensa, lugares urbanos y lugares rurales (dispuestos para la
vida efectiva de los humanos); la teoría cosmológica distinguía entre lugares
supracelestes, en oposición a los celestes; y lugares celestes opuestos a su
vez a los terrestres; había lugares en los que los objetos se encontraban
situados porque habían sido desplazados a pura fuerza, y luego lugares, por el
contrario, en que los objetos encontraban su emplazamiento y su sitio
naturales. Toda esta jerarquía, esta oposición, esta superposición de lugares
constituía lo que cabría llamar groseramente el espacio medieval, un espacio de
localización.
La apertura de este espacio de localización vino de la mano de Galileo,
pues el verdadero escándalo de la obra de Galileo no fue tanto el haber
descubierto, el haber redescubierto, más bien, que la Tierra giraba alrededor
del Sol, sino el haber erigido un espacio infinito, e infinitamente abierto. de
tal modo que el espacio de la Edad Media se encontraba de algún modo como
disuelto, el lugar de una cosa no era sino un punto en su movimiento, tanto
como el repose de una cosa no era sino un movimiento indefinidamente
ralentizado. En otras palabras, desde Galileo, desde el siglo xviii, la
extensión sustituye a la localización.
Espacio de ubicación
En la actualidad, la ubicación ha sustituido a la extensión, que a su vez sustituyó a la localización. La ubicación se define por las relaciones de vecindad entre puntos o elementos; formalmente, puede describirse como series, árboles, cuadrículas.
Por otro lado, es conocida la importancia de los problemas de ubicación en
la técnica contemporánea: almacenamiento de la información o de los resultados
parciales de un cálculo en la memoria de una máquina, circulación de elementos
discrecionales, de salida aleatoria (caso de los automóviles y hasta de los
sonidos en una línea telefónica), marcación de elementos, señalados o cifrados,
en el interior de un conjunto ya repetido al azar, ya ordenado dentro de una
clasificación unívoca o según una clasificación plurívoca, etc.
Más en concreto, el problema del lugar o de la ubicación se plantea para los
humanos en términos de demografía; y este último problema de la ubicación
humana no consiste simplemente en resolver la cuestión de habrá bastante
espacio para la especie humana en el mundo —problema, por lo demás, de suma
importancia—, sino también en determinar qué relaciones de vecindad, qué clase
de almacenamiento, de circulación, de marcación, de clasificación de los elementos
humanos debe ser considerada preferentemente en tal o cual situación para
alcanzar tal o cual fin. Vivimos en una época en la que espacio se nos ofrece
bajo la forma de relaciones de ubicación.
Sea como fuere, tengo para mí que la inquietud actual se suscita
fundamentalmente en relación con el espacio, mucho más que en relación con el
tiempo; el tiempo no aparece probablemente más que como uno de los juegos de
distribución posibles entre los elementos que se reparten en el espacio.
Ahora bien, pese a todas las técnicas que lo delimitan, pese a todas las
redes de saber que permiten definirlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo
no está todavía completamente desacralizado —a diferencia sin duda del tiempo,
que sí lo fue en el siglo xix—. Es verdad que ha habido una cierta
desacralización teórica del espacio ( a la que la obra de Galileo dio la señal
de partida), pero quizás aún no asistimos a una efectiva desacralización del
espacio. Y es posible que nuestra propia vida esté dominada por un determinado
número de oposiciones intangibles, a las que la institución y la práctica aún
no han osado acometer; oposiciones que admitimos como cosas naturales: por
ejemplo, las relativas al espacio público y al espacio privado, espacio
familiar y espacio social, espacio cultural y espacio productivo, espacio de
recreo y espacio laboral; espacios todos informados por una sorda
sacralización.
La obra —inmensa de Bachelard—, las descripciones de los fenomenólogos nos
han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien,
en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizás por fantasmas: el
espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de
nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas;
espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un
espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un
espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un
espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal.
Estos análisis, no obstante, aun siendo fundamentales para la reflexión
contemporánea, hacen referencia sobre todo al espacio interior. Mi interés aquí
es tratar del espacio exterior.
El espacio que habitamos, que nos hace salir fuera de nosotros mismos, en
el cual justamente se produce la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y
de nuestra historia, este espacio que nos consume y avejenta es también en sí
mismo un espacio heterogéneo. En otras palabras, no vivimos en una especie de
vacío, en cuyo seno podrían situarse las personas y las cosas. No vivimos en el
interior de un vacío que cambia de color, vivimos en el interior de un conjunto
de relaciones que determinan ubicaciones mutuamente irreductibles y en modo
alguno superponibles.
Nada costaría, claro está, emprender la descripción de estas distintas
ubicaciones, investigando cuál es el conjunto de relaciones que permite definir
esa ubicación. Sin ir más lejos, describir el conjunto de relaciones que
definen las ubicaciones de las travesías, las calles, los ferrocarriles (el
ferrocarril constituye un extraordinario haz de relaciones por cuyo medio uno
va, asimismo permite desplazarse de un sitio a otro y él mismo también se
desplaza). Podría perfectamente describir, por el haz de relaciones que permite
definirlas, las ubicaciones de detención provisional en que consisten los
cafés, los cinematógrafos, las playas.
De igual modo podrían definirse, por su
red de relaciones, los lugares de descanso, clausurados o semiclausurados, en
que consisten la casa, el cuarto, el lecho, etc. Pero lo que me interesa son,
entre todas esas ubicaciones, justamente aquellas que tienen la curiosa
propiedad de ponerse en relación con todas las demás ubicaciones, pero de un
modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que
se hallan por su medio señaladas, reflejadas o manifestadas. Estos espacios, de
algún modo, están en relación con el resto, que contradicen no obstante las
demás ubicaciones, y son principalmente de dos clases.
Heterotopías
Tenemos en primer término las utopías. Las utopías son los lugares sin espacio real. Son los espacios que entablan con el espacio real una relación general de analogía directa o inversa. Se trata de la misma sociedad en su perfección máxima o la negación de la sociedad, pero, de todas suertes, utopías con espacios que son fundamental y esencialmente irreales.
Hay de igual modo, y probablemente en toda cultura, en toda civilización,
espacios reales, espacios efectivos, espacios delineados por la sociedad misma,
y que son una especie de contraespacios, una especie de utopías efectivamente
verificadas en las que los espacios reales, todos los demás espacios reales que
pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados,
impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los
espacios, aunque no obstante sea posible su localización.
A tales espacios,
puesto que son completamente distintos de todos los espacios de los que son
reflejo y alusión, los denominaré, por oposición a las utopías, heterotopías: y
tengo para mí que entre las utopías y esos espacios enteramente contrarios, las
heterotopías, cabría a no dudar una especie de experiencia mixta, mítica, que
vendría representada por el espejo. El espejo, a fin de cuentas, es una utopía,
pues se trata del espacio vacío de espacio.
En el espejo me veo allí donde no
estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente tras la superficie, estoy
allí, allí donde no estoy, una especie de sombra que me devuelve mi propia
visibilidad, que me permite mirarme donde no está más que mi ausencia: utopía
del espejo. pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo
tiene una existencia real, y en la que produce, en el lugar que ocupo, una
especie de efecto de rechazo: como consecuencia del espejo me descubro ausente
del lugar porque me contemplo allí.
Como consecuencia de esa mirada que de
algún modo se dirige a mí, desde el fondo de este espacio virtual en que
consiste el otro lado del cristal, me vuelvo hacia mi persona y vuelvo mis ojos
sobre mí mismo y tomo cuerpo allí donde estoy; el espejo opera como una
heterotopía en el sentido de que devuelve el lugar que ocupa justo en el
instante en que me miro en el cristal, a un tiempo absolutamente real, en
relación con el espacio ambiente, y absolutamente irreal, porque resulta
forzoso, para aparecer reflejado, comparecer ante ese punto virtual que está
allí.
En cuanto a las heterotopías propiamente dichas, ¿cómo podríamos definirlas,
en qué consisten? Podríamos suponer no tanto una ciencia, un concepto tan
prostituido en este tiempo, como una especie de descripción sistemática que
tendría como objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análisis, la
descripción, la «interpretación», como gusta decirse ahora, de esos espacios
diferentes, de esos otros espacios, una suerte de contestación a un tiempo
mítica y real del espacio en que vivimos: descripción que podríamos llamar la
heterotopología. He aquí una constante de todo grupo humano. Pero las
heterotopias adoptan formas muy variadas y acaso no encontremos una sola forma
de heterotopía que sea absolutamente universal. no obstante, podemos
clasificarlas en dos grandes tipos.
En las sociedades “primitivas” se da una cierta clase de heterotopías que
podríamos denominar heterotopias de crisis, es decir, que hay lugares aforados,
o sagrados o vedados, reservados a los individuos que se encuentran en relación
con la sociedad, y en el medio humano en cuyo seno viven, en crisis a saber:
los adolescentes, las menstruantes, las embarazadas, los ancianos, etc.
En nuestra sociedad, este tipo de heterotopias de crisis van camino de
desaparecer, aunque todavía es posible hallar algunos vestigios. Sin ir más
lejos, la escuela, en su forma decimonónica, el servicio militar, en el caso de
los jóvenes, han tenido tal función, las primeras manifestaciones de la
sexualidad masculina debían verificarse por fuerza «fuera» del ámbito familiar.
En el caso de las muchachas, hasta mediados del siglo xx, imperaba la costumbre
del «viaje de bodas»: es una cuestión antiquísima. La pérdida de la flor, en el
caso de las muchachas, tenía que producirse en «tierra de nadie» y, a tales
efectos, el tren, el hotel, representaba justamente esa «tierra de nadie», esta
heterotopía sin referencias geográficas.
Más estas heterotopías de crisis en la actualidad están desapareciendo y
están siendo reemplazadas, me parece, por heterotopías que cabría llamar de
desviación, es decir: aquellas que reciben a individuos cuyo comportamiento es
considerado desviado en relación con el medio o con la norma social. Es el caso
de las residencias, las clínicas psiquiátricas; es también el caso de las
prisiones y también de los asilos, que se encuentran de algún modo entre las
heterotopías de crisis y las heterotopías de desviación, pues, a fin de
cuentas, la vejez es una crisis, y al mismo tiempo una desviación, porque en
nuestra sociedad, en la que el tiempo libre es normativizado, la ociosidad
supone una especie de desviación.
El segundo principio de esta
sistemática de las heterotopías consiste en que, en el decurso
de su historia, una sociedad suele asignar funciones muy distintas a una misma
heterotopía vigente; de hecho, cada heterotopía tiene una función concreta y
determinada dentro de una sociedad dada, e idéntica heterotopía puede, según la
sincronía del medio cultural, tener una u otra función.
Pondría como ejemplo la sorprendente heterotopía del cementerio. El
cementerio constituye un espacio respecto de las espacios comunes, es un
espacio que está no obstante en relación con el conjunto de todos los espacios
de la ciudad o de la sociedad o del pueblo, ya que cada persona, cada familia
tiene a sus ascendientes en el cementerio. En la cultura occidental, el
cementerio ha existido casi siempre.
Pero ha sufrido cambios de consideración.
Hasta finales del siglo xviii, el cementerio estaba situado en el centro mismo
de la ciudad, en los aledaños de la iglesia, con una disposición jerárquica
múltiple. Allí se encuentra el pudridero en el que los cadáveres terminan por
despojarse de sus últimas briznas de individualidad, sepulturas individuales y
sepulturas en el interior de la iglesia. Tales sepulturas eran de dos clases, a
saber: lápidas con una inscripción o mausoleos con una estatuaria. Tal
cementerio, que se situaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha tomado en
las civilizaciones modernas un cariz muy distinto y es, sorprendentemente, en
la época en la que la civilización se torna, como suele decirse groseramente,
«atea», cuando la cultura occidental ha inaugurado lo que conocemos como el
culto a los difuntos.
Aunque bien mirado, es perfectamente natural que en la época en la que se
creía efectivamente en la resurrección de la carne y en la inmortalidad del
alma no se prestara a los restos mortales demasiada importancia. Por el
contrario, desde el momento en que la fe en el alma, en la resurrección de la
carne declina, los restos mortales cobran mayor consideración, pues, a la
postre, son las únicas huellas de nuestra existencia entre los vivos y entre
los difuntos.
Sea como fuere, no es sino a partir del siglo xix cuando cada persona tiene
derecho al nicho y a su propia podredumbre: pero, por otro lado, sólo a partir
del siglo xix es cuando se comienza a instalar los cementerios en la periferia
de las ciudades. Parejamente a esta individualización de la muerte y a la
apropiación burguesa del cementerio, surge la consideración obsesiva de la
muerte como «enfermedad». Los muertos son los que contagian las enfermedades a
los vivos y es la presencia y la cercanía de los difuntos pared con pared con
las viviendas, la iglesia, en medio de la calle, esta proximidad de la muerte
es la que propaga la misma muerte. Esta gran cuestión de la enfermedad
propagada por el contagio de los cementerios persiste desde finales del siglo
xviii, siendo a lo largo del siglo xix cuando se comienzan a trasladar los
cementerios a las afueras. Los cementerios no constituyen tampoco el viento
sagrado e inmortal de la ciudad, sino la «otra ciudad», en la que cada familia
tiene su última morada.
Tercer principio. La heterotopía
tiene el poder de yuxtaponer en un único lugar real distintos espacios, varias
ubicaciones que se excluyen entre sí. Así, el teatro hace suceder sobre el
rectángulo del escenario toda una serie de lugares ajenos entre sí; así, el
cine no es sino una particular sala rectangular en cuyo fondo, sobre una
pantalla de dos dimensiones, vemos proyectarse un espacio de tres dimensiones;
pero, quizás, el ejemplo más antiguo de este tipo de heterotopías, en forma de
ubicaciones contradictorias, viene representado quizás por el jardín. No
podemos pasar por alto que el jardín, sorprendente creación ya milenaria, tiene
en Oriente significaciones harto profundas y como superpuestas. El jardín
tradicional de los persas consistía en un espacio sagrado que debía reunir en
su interior rectangular las cuatro partes que simbolizan las cuatro partes del
mundo, con un espacio más sagrado todavía que los demás a guisa de punto
central, el ombligo del mundo en este medio (ahí se situaban el pilón y el
surtidor); y toda la vegetación del jardín debía distribuirse en este espacio,
en esta especie de microcosmos. En cuanto a las alfombras, eran, al principio,
reproducciones de jardines. El jardín es una alfombra en la que el mundo entero
alcanza su perfección simbólica y la alfombra es una especie de jardín
portátil. El jardín es la más minúscula porción del mundo y además la totalidad
del mundo. El jardín es, desde la más remota Antigüedad, una especie de
heterotopía feliz y universalizadora (de ahí nuestros parques zoológicos).
Heterocronías
Cuarto principio. Las heterotopías están ligadas, muy frecuentemente, con las distribuciones temporales, es decir, abren lo que podríamos llamar, por pura simetría, las heterocronías: la heterotopía despliega todo su efecto una vez que los hombres han roto absolutamente con el tiempo tradicional: así vemos que el cementerio es un lugar heterotópico en grado sumo, ya que el cementerio se inicia con una rara heterocronía que es, para la persona, la pérdida de la vida, y esta cuasieternidad en la que no para de disolverse y eclipsarse.
De un modo general, en una sociedad como ésta, heterotopía y heterocronía
se organizan y se ordenan de una forma relativamente compleja. Hay, en primer
término, heterotopías del tiempo que se acumula hasta el infinito, por ejemplo,
los museos, las bibliotecas; museos y bibliotecas son heterotopías en las que
el tiempo no cesa de amontonarse y posarse hasta su misma cima, cuando hasta el
siglo xvii, hasta finales del siglo xvii incluso, los museos y las bibliotecas
constituían la expresión de una elección particular. Por el contrario, la idea
de acumularlo todo, la idea de formar una especie de archivo, el propósito de
encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas,
todos los gustos, la idea de habilitar un lugar con todos los tiempos que está
él mismo fuera de tiempo, y libre de su daga, el proyecto de organizar de este
modo una especie de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar
inmóvil es propio de nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son
heterotopías propias de la cultura occidental del siglo xix.
Frente a esas heterotopías, que están ligadas a la acumulación del tiempo,
hay heterotopías que están ligadas, por el contrario, al tiempo en su forma más
fútil, más efímera, más quebradiza, bajo la forma de fiesta. Tampoco se trata
de heterotopías permanentes, sino completamente crónicas.
Tal es el caso de las ferias, esos magníficos emplazamientos vacíos al
borde de las ciudades, que se pueblan, una o dos veces por año, de barracas, de
puestos, de un sinfín de artículos, de luchadores, de mujeres-serpientes, de
decidoras de la buenaventura. Incluso muy recientemente, se ha inventado una
nueva heterotopía crónica, a saber, las ciudades de vacaciones; esas ciudades
polinesias que ofrecen tres semanas de una desnudez primitiva y eterna a los
habitantes urbanos; y puede verse además que, en estas dos formas de
heterotopía, se reúnen la de la fiesta y la de la eternidad del tiempo que se
acumula; las chozas de Djerba están en cierto sentido emparentadas con las
bibliotecas y los museos, pues, reencontrando la vida polinesia, se suprime el
tiempo, pero también se encuentra el tiempo, es toda la historia de la humanidad
la que se remonta hasta su origen como una suerte de gran sabiduría inmediata.
Quinto principio. Las heterotopías constituyen siempre un sistema de
apertura y cierre que, al tiempo, las aísla y las hace penetrables. Por regla
general, no se accede a un espacio heterópico así como así. O bien se halla uno
obligado, caso de la trinchera, de la prisión, o bien hay que someterse a ritos
o purificaciones. No se puede acceder sin una determinada autorización y una
vez que se han cumplido un determinado número de actos. Además, hay
heterotopías incluso que están completamente consagradas a tales rituales de
purificación, purificación medio religiosa medio higiénica como los hammas de
los musulmanes, o bien purificación nítidamente higiénica como las saunas escandinavas.
Por el contrario, hay otras que parecen puras y simples aperturas, pero
que, por regla general, esconden exclusiones, muy particulares: cualquier
persona puede penetrar en ese espacio heterotópico, pero, a decir verdad, no es
más que una quimera: uno cree entrar y está, por el mismo hecho de entrar,
excluido. Pienso, por ejemplo, en esas inmensas estancias de Brasil o, en
general, de Sudamérica. La puerta de entrada no da a la pieza donde vive la
familia y toda persona que pasa, todo visitante puede perfectamente cruzar el
umbral, entrar en la casa y pernoctar. Ahora bien, tales dependencias están
dispuestas de tal modo que el huésped que pasa no puede acceder nunca al seno
de la familia, no es más que un visitante, en ningún momento es un verdadero
huésped. De esta clase de heterotopía, que ha desaparecido en la práctica en
nuestra civilización, pueden acaso advertirse vestigios en los conocidos
moteles americanos, a los que se llega con el automóvil y la querida y en los
que la sexualidad ilícita está al mismo tiempo completamente a cubierto y
completamente escondida, en un lugar aparte, sin estar sin embargo a la vista.
En fin, la última singularidad de las heterotopías consiste en que, en
relación con los demás espacios, tienen una función, la cual opera entre dos
polos opuestos. O bien desempeñan el papel de erigir un espacio ilusorio que
denuncia como más ilusorio todavía el espacio real, todos los lugares en los
que la vida humana se desarrolla. Quizás es ese el papel que desempeñaron
durante tanto tiempo los antiguos prostíbulos, hoy desaparecidos. O bien, por
el contrario, erigen un espacio distinto, otro espacio real, tan perfecto, tan
exacto y tan ordenado como anárquico, revuelto y patas arriba es el nuestro.
Ésa sería la heterotopía no tanto ilusoria como compensatoria y no dejo de
preguntarme si no es de algún modo ése el papel que desempeñan algunas
colonias.
En determinados supuestos han desempeñado, en el plano de la organización
general del espacio terrestre, el papel de la heterotopía. Pienso por ejemplo
en el papel de la primera ola de colonización, en el siglo xvii, en esas
sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América, lugares de
perfección suma.
Pienso también en esas extraordinarias reducciones jesuitas de América del Sur:
colonias maravillosas, absolutamente reguladas, en las que la perfección humana
era un hecho. Los jesuitas del Paraguay habían establecido reducciones en las
que la existencia estaba regulada en todos y cada uno de sus aspectos. La
población estaba ordenada conforme a una disposición rigurosa en derredor de
una plaza central al fondo de la cual se levantaba la iglesia: a un lado, la
escuela, al otro, el cementerio y, detrás, enfrente de la iglesia, se abría una
calle en la que confluía perpendicularmente otra; cada familia tenía su cabaña
a lo largo de esos dos ejes, y de este modo se reproducía exactamente el
símbolo de la Cruz. La Cristiandad señalaba de este modo con su símbolo
fundamental el espacio y la geografía del mundo americano.
La vida cotidiana de las personas estaba regulada menos a golpe de sirenas
que de campanas. Toda la comunidad tenía fijado el descanso y el inicio del
trabajo a la misma hora: la comida al mediodía y a las cinco; luego se
acostaban y a la medianoche era la hora del llamado descanso conyugal, esto es,
nada más sonar la campana del convento, todos y cada uno debían cumplir con su
débito.
Prostíbulos y colonias son dos clases extremas de la heterotopía y si se
para mientes, después de todo, en que la nave es un espacio flotante del
espacio, un espacio sin espacio, con vida propia, cerrado sobre sí mismo y al
tiempo abandonado a la mar infinita y que, de puerto en puerto, de derrota en
derrota, de prostíbulo en prostíbulo, se dirige hacia las colonias buscando las
riquezas que éstas atesoran, puede comprenderse la razón por la que la nave ha
sido para nuestra civilización, desde el siglo xvi hasta hoy, al tiempo, no
sólo, por supuesto, el mayor medio de desarrollo económico (no hablo de eso
ahora), sino el mayor reservorio de imaginación. La nave constituye la
heterotopía por excelencia. En las civilizaciones de tierra adentro, los sueños
se agotan, el espionaje sustituye a la aventura y la policía a los pirata