16.8.12
LA MUERTE DEL AUTOR - ROLAND BARTHES
Balzac, en su novela Sarrasine, hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.
Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. No obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador, chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la “performance” (es decir, el dominio del código narrativo), pero nunca el “genio”.
El autor es un personaje moderno, producido
indudablemente por nuestra sociedad, en la medida que esta, al salir de la Edad
Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de
la Reforma, descubre el prestigio del individuo o dicho de manera más noble, de
la “persona humana”. Es lógico, por lo tanto, que en materia de la literatura
sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya
concedido la máxima importancia a la “persona” del autor.
Aún impera el autor en
los manuales de historia literaria, las bibliografías de escritores, las
entrevistas en revistas, y hasta en la conciencia misma de los literatos, que
tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo;
la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su
centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus
pasiones; la crítica aún consiste, la mayoría de las veces, en decir que la obra
de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su
locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre
en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos
transparente de la ficción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y
misma persona, el autor, la que estaría entregando sus “confidencias”.
Aunque todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva crítica lo único que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido, sin duda, Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad –que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castradora del novelista realista– ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa “performa”, 1 y no “yo”: toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su sitio al lector). Valéry, completamente enmarañado en una psicología del Yo, edulcoró mucho la teoría de Mallarmé, pero al remitir, por amor al clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó de someter al Autor a la duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como “azarosa” de su actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad del escritor le parecía pura superstición.
Aunque todavía sea muy poderoso el imperio del Autor (la nueva crítica lo único que ha hecho es consolidarlo), es obvio que algunos escritores hace ya algún tiempo que se han sentido tentados por su derrumbamiento. En Francia ha sido, sin duda, Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad –que no se debería confundir en ningún momento con la objetividad castradora del novelista realista– ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa “performa”, 1 y no “yo”: toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura (lo cual, como se verá, es devolver su sitio al lector). Valéry, completamente enmarañado en una psicología del Yo, edulcoró mucho la teoría de Mallarmé, pero al remitir, por amor al clasicismo, a las lecciones de la retórica, no dejó de someter al Autor a la duda y la irrisión, acentuó la naturaleza lingüística y como “azarosa” de su actividad, y reivindicó a lo largo de sus libros en prosa la condición esencialmente verbal de la literatura, frente a la cual cualquier recurso a la interioridad del escritor le parecía pura superstición.
El mismo Proust, a pesar
del carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar su análisis, se
impuso de modo claro como tarea el emborronar inexorablemente, gracias a una
extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personales: al
convertir al narrador no en el que ha visto y sentido, ni siquiera en el que
está escribiendo, sino en el que va a escribir (el joven de la novela –pero, por
cierto, ¿qué edad tiene y quién es ese joven?– quiere escribir, pero no puede, y
la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura), Proust ha hecho
entrega de su epopeya a la escritura moderna: realizando una inversión radical,
en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a menudo se ha dicho, hizo
de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo que nos
resultara evidente que no es Charlus el que imita a Montesquieu, sino que
Montesquieu, en su realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento
secundario, derivado, de Charlus.
Por último, el Surrealismo, ya que seguimos
con la prehistoria de la modernidad, indudablemente, no podía atribuir al
lenguaje una posición soberana, en la medida que el lenguaje es un sistema, y
que lo que este movimiento postulaba, románticamente, era una subversión directa
de los códigos –ilusoria, por otra parte, ya que un código no puede ser
destruido, tan sólo es posible “burlarlo”–; pero al recomendar de modo incesante
que se frustraran bruscamente lo sentidos esperados (el famoso “sobresalto”
surrealista), al confiar a la mano la tarea de escribir lo más aprisa posible lo
que la mente misma ignoraba (eso era la famosa escritura automática), al aceptar
el principio y la experiencia de una escritura colectiva, el Surrealismo
contribuyó a desacralizar la imagen del Autor.
Por último fuera de la literatura
en sí (a decir verdad, estas distinciones están quedándose caducas), la
lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento
analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso
vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las
personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que
el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa sino el que dice yo: el
lenguaje conoce un “sujeto”, no una “persona”, y ese sujeto, vacío excepto en la
propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que el
lenguaje se “mantenga en pie”, o sea, para llegar a agotarlo por completo.
El alejamiento del Autor (se podría hablar, siguiendo a Brecht, de un auténtico “distanciamiento”, en el que el Autor se empequeñece como una estatuilla al fondo de la escena literaria) no es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura: transforma de cabo a rabo el texto moderno (o –lo que viene a ser lo mismo– que el autor se ausenta de él a todos los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo. Cuando se cree en el Autor, este se concibe siempre como el pasado de su propio libro: el libro y el autor se sitúan por sí solos en una misma línea, distribuida en un antes y un después: se supone que el Autor es el que nutre al libro, o sea, que existe antes que él, que piensa, sufre y vive para él; mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un padre respecto a su hijo.
Por el contrario, el escritor
moderno nace a la vez que su texto; no está provisto en absoluto de un ser que
preceda o exceda su escritura, no es en absoluto el sujeto cuyo predicado sería
el libro; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está
escrito eternamente aquí y ahora. Es que (o se sigue que) escribir ya no puede
seguir designando una operación de registro, de constatación, de representación,
de “pintura” (como decían los Clásicos), sino que más bien es lo que los
lingüistas, siguiendo la filosofía oxfordiana, llaman un performativo, forma
verbal extraña (que se da exclusivamente en primera persona y presente) en la
que la enunciación no tiene más contenido (más enunciado) que el acto por el
cual ella misma se profiere: algo así como el Yo declaro de los reyes o el Yo
canto de los más antiguos poetas; el moderno, después de enterrar al Autor, no
puede ya creer, según la patética visión de sus predecesores, que su mano es
demasiado lenta para su pensamiento o su pasión, y que, en consecuencia,
convirtiendo la necesidad en ley, debe acentuar ese retraso y “trabajar”
indefinidamente la forma; para él, por el contrario, la mano, alejada de toda
voz, arrastrada por un mero gesto de inscripción (y no de expresión), traza un
campo de origen, o que, al menos, no tiene más origen que el mismo lenguaje, es
decir, exactamente eso que no cesa de poner en duda todos los orígenes.
Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.
Semejante a Bouvard y Pécuchet, eternos copistas, sublimes y cómicos a
la vez, cuya profunda ridiculez designa precisamente la verdad de la escritura,
el escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el
único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a
unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque
quiera expresarse, al menos debería saber que la “cosa” interior que tiene la
intención de “traducir” no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto,
en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y
así indefinidamente: aventura que le sucedió de manera ejemplar a Thomas de
Quincey cuando joven, que iba tan bien en griego que para traducir a esa lengua
ideas e imágenes absolutamente modernas, según nos cuenta Baudelaire, “había
creado para sí mismo un diccionario siempre a punto y de muy distinta
complejidad y extensión del que resulta de la vulgar paciencia de los temas
puramente literarios” (Los paraísos artificiales); como sucesor del Autor, el
escritor ya no tiene pasiones, humores, sentimientos, impresiones, sino ese
inmenso diccionario del que extrae una escritura que no puede pararse jamás: la
vida nunca hace otra cosa que imitar al libro, y ese libro mismo no es más que
un tejido de signos, una imitación perdida, que retrocede infinitamente.
Una vez alejado del Autor, se vuelve inútil la pretensión de “descifrar” un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se “explica”, el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor.
En la
escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar pero nada por
descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de
media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un
fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la
escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: precede
a una exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura (sería
mejor decir la escritura, de ahora en adelante), al rehusar la asignación al
texto (y al mundo como texto) de un “secreto”, es decir, un sentido último, se
entrega a una actividad que se podría llamar contrateología, revolucionaria en
sentido propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en definitiva,
rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley.
Volvamos a la frase de Balzac. Nadie (es decir, ninguna “persona”) la está diciendo: su fuente, su voz, no es el auténtico lugar de la escritura, sino la lectura. Otro ejemplo, muy preciso, puede ayudar a comprenderlo: recientes investigaciones (J. P. Vernant) han sacado a la luz la naturaleza constitutivamente ambigua de la tragedia griega; en esta, el texto está tejido con palabras de doble sentido, que cada individuo comprende de manera unilateral (precisamente este perpetuo malentendido constituye lo “trágico”); no obstante, existe alguien que entiende cada una de las palabras por su duplicidad, y además entiende, por decirlo así, incluso la sordera de los personajes que están hablando ante él: ese alguien es, precisamente, el lector (en este caso el oyente).
De esta manera se desvela el
sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples,
procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una
parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa
multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el
lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni
una, todas las citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está
en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo
personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él
es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las
huellas que constituyen el escrito.
Y esta es la razón por la cual nos resulta
risible oír cómo se condena la nueva escritura en nombre de un humanismo que se
erige, hipócritamente, en campeón de los derechos del lector. La crítica clásica
no se ha ocupado del lector; para ella no hay en la literatura otro hombre que
el que la escribe. Hoy en día estamos empezando a no caer en la trampa de esa
especie de antífrasis gracias a la que la buena sociedad recrimina soberbiamente
a favor de lo que precisamente ella misma está apartando, ignorando, sofocando o
destruyendo; sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que
darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del
Autor.
Manteia, 1968
Manteia, 1968
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1_ Es un anglicismo. Lo conservo
como tal, entrecomillado, ya que parece aludir a la “performance” de la
gramática chomskyana, que suele traducirse por “actuación”. [N. del T.]
Traducción: C. Fernández Medrano
Traducción: C. Fernández Medrano