2.2.13
GUILLERMO GOMEZ PEÑA - ENTRE LA ESPADA DEL NARCO Y LA PARED DE LA MIGRA
Autodenominado
Sísifo ranchero, líder del colectivo La Pocha Nostra y autor de libros como El
Mexterminator. Antropología inversa de un performancero postmexicano y Bitácora
del cruce, Gómez-Peña, residente en Estados Unidos desde 1978, escribe
sobre la imposibilidad de regresar a México.
Por:
Guillermo Gómez-Peña
1. A los cientos de miles de artistas y escritores latinoamericanos
posnacionales que vivimos en Estados Unidos o Europa nos obsesiona la
im/posibilidad del regreso. En 2012, sentimos más que nunca la orfandad de dos
Estados-nación: el país de origen que nos olvidó por completo y el país
anfitrión que nos ve como amenaza a su seguridad nacional y a su precario
mercado laboral. Nos alucinan como una suerte de Godzila con sombrero de mariachi.
Con la
lengua partida y la identidad fragmentada, soñamos en regresar a un país que ya
no existe, que ya es otro, o mejor dicho que ya es muchos países, algunos
seductoramente míticos, otros peligrosísimamente reales.
Los
mentados latinos (latinoamericanos posnacionales) constituimos
una población flotante bastante ecléctica, un palimpsesto demográfico que
incluye varios siglos: primero están los descendientes de los nacidos antes del
tratado de Guadalupe-Hidalgo (cuando los estados del sur de Estados Unidos aún
le pertenecían a México) y los descendientes de varias olas migratorias del
siglo XX (mejor me salto estas explicaciones pues no soy ni historiador ni
sociólogo). Luego estamos los recién llegados en las últimas cuatro décadas,
desde el 1964 Immigration Act, con nuestras variantes étnicas,
culturales, de clase e ideológicas.
Unos
seguimos con nostalgia las huellas de nuestros antepasados migrantes, otros
simplemente respondieron a la invitación del amor y el deseo erótico (causas no
reconocidas de la migración); otros más, poco a poco, se fueron dejando abducir
por las quimeras del american dream… Así, los autonombrados
“chicanos” (mexico-americanos politizados) en diálogo con exiliados culturales,
políticos, laborales e incluso de género, que llegaron de toda Latinoamérica,
logramos construirnos una gran nación flotante: Latino USA, que
cuenta con casi 50 millones de ciudadanos fantasmas.
Somos el
sueño bolivariano —gone wron—. Vivimos distintos matices y grados
de aculturamiento, des/arraigo y mojadez. Forzados a una convivencia extraña e
inevitable, compartimos instituciones culturales, educativas y cívicas; vivimos
en los mismos vecindarios; frecuentamos los mismos centros culturales y hasta
nos reconocemos en la parranda y en los antros de mala muerte donde bailamos un
sampleo desquiciado de salsa, cumbia, merengue, norteña y rock and roll.
El internet, los medios de comunicación, la literatura y el telefonazo
ocasional nos mantienen ligeramente conectados (o más bien, nos crean una
ilusión de conexión) tanto con la madre pútrida como con la gran experiencia
épica de los latinos en Gringolandia. Somos “la otra
Latinoamérica”, el mentado “tercer mundo” incrustado en el “primero”. Somos
mecánicos, paleteros, sirvientas, albañiles, cocineros, poetas, artistas,
abogados, científicos, activistas, criminales e indigentes. En lo personal
tengo parientes en todos estos departamentos, desde la pisca hasta la academia,
pasando por la cárcel: Typical mexicans.
2. Debido a la proximidad geográfica, los mexicanos posnacionales que vivimos
en Estados Unidos tenemos logísticamente más posibilidades de regresar pero, en
realidad, let’s face it, nunca regresamos del todo, y cada año
nos resulta más difícil el regresar para siempre. Para nosotros,
“el regreso” siempre será el año entrante que se pospone eternamente, “cuando
mejoren las cosas”. ¡Dream on, carnales!
Al hablar
del regreso, me refiero a una experiencia espiritual y subjetiva: sentimos
(¿alucinamos?) que ya no
hay lugar para nosotros en el país de origen.
Desconocemos su cadencia existencial, sus nuevos usos y costumbres, sus
intrincados protocolos burocráticos, los nuevos albures y decires.
La
frontera que tanto hemos cruzado back and forth parece
estrecharse cada día más. Estamos entre la espada del narco y la pared de la
migra. De este lado enfrentamos las nuevas leyes racistas de
Homeland Security e ICE (Immigration and Costumes Enforcement) que consideran a
México como una nación altamente preocupante, a la frontera como
la posible entrada de terroristas internacionales y a nuestros
paisanos como agentes de caos, violencia y enfermedad. Los
artistas nos hemos convertido en los cronistas de la demonización.
“Del otro
lado”, en nuestras ciudades de origen, opera a sus anchas el crimen organizado,
que poco a poco nos ha ido robando el país y ha ido reemplazando nuestro
sentimiento de pertenencia poética por el del temor real; un temor que no sólo
corrobora la noticia diaria, sino la experiencia personal. Todos conocemos a
alguien, hombre o mujer, a veces hasta pariente o amigo cercano, que ha sido
víctima de la violencia: secuestrado, torturado, desaparecido e, incluso,
asesinado. Mejor ni llorar. No nos alcanzarían las lágrimas, ni el dinero para
asistir a todos los entierros.
Regresar,
para muchos paisanos, en especial para los oriundos de los territorios
“desgobernados” por el narco (Chihuahua, Sinaloa, Baja California, Tamaulipas,
Nuevo León, Jalisco, Veracruz, Michoacán…), implica de plano jugársela. La
posibilidad real de ingresar a la lista macabra de los ahora 70 mil muertos de
la mentada “guerra contra el narco” que más bien es la guerra de todos contra
todos.
A pesar de
los esfuerzos del presidente Calderón por convencer a sus colegas en otros
países de no aceptarnos como asilados políticos, somos cientos de
miles los prófugos de la violencia mexicana esparcidos por el mundo. Como
artista trashumante que anda de gira permanente, he encontrado mexicanos que
huyen de la violencia en lugares tan lejanos como La Gran Canaria, Finlandia,
Bélgica, Alaska y Japón, por no mencionar los obvios. Somos la gran diáspora
internacional del nuevo siglo.
En 2012,
la migración a Estados Unidos ha llegado a su punto más bajo en cinco décadas.
¿Por qué? Ambos países, a pesar de su vecindad, miran hacia puntos muy distintos:
Estados Unidos está obsesionado con su guerra contra el terror y
su crisis financiera interna (de la cual culpan en buena medida al emigrante).
México mira también hacia adentro, aterrado ante el espectáculo generalizado y
cotidiano de la violencia extrema.
Mientras
tanto, en la frontera imperan la violencia gore y la
indiferencia, el temor y la desconfianza mutuas. Bueno, y también los sonidos
de la banda norteña, el rock chicano y la música electrónica. Los artistas y
escritores fronterizos hacemos la crónica del desencuentro y la literatura de
la violencia. ¿Qué otra?
3. En los últimos dos años he tenido que regresar al DFectuoso con cierta
regularidad por razones personales: mi madre de 90 años, mi cordón umbilical
con el México profundo y con el viejo barrio de Santa María la Ribera, se me
está yendo poco a poco, y con su partida progresiva e inevitable se evapora el
país que me vio crecer. Mis espacios sentimentales se siguen vaciando de
contenido y forma. Lo único que me queda es recuperarlos a través de mi arte.
Se trata de un arte cada vez más extraño y oscuro. Incluso, me sorprende mi
falta de humor en este texto, tan poco característico de yours truly.
Cuando
regreso, lo hago a un país que cada vez entiendo menos. Los nombres de los
nuevos políticos, celebridades, atletas, capos y artistas contemporáneos me
resultan desconocidos. Los gritos histéricos y la conducta imbécil de la
televisión mañanera me resultan intolerables. Por las calles de mis exrumbos en
el DF deambulo entre la familiaridad y la extrañeza, entre el pasado y la
ciencia ficción, and so does my language…
Mi lengua,
muy apochada y des-chilanguizada, lucha por articular mi condición de ciudadano
a medios chiles, y el proceso de articulación le provoca cierta desconfianza
lingüística (y hasta cierta ternura) a la intelectualidad chilanga. Bitácora
del cruce, mi último libro publicado en México por el Fondo de Cultura
Económica, se ha vendido mejor en el extranjero que en mi país de origen. ¿Why?
Comienza en español, se desarrolla en espanglish y termina en inglés y
robo-esperanto.
Mis
amigos, conscientes de mi fragilidad identitaria, hacen todo lo posible por
hacerme sentir en casa, pero nunca es suficiente. Mi función con ellos es la de
ser informante de realidades políticas y culturales ajenas. Procuro hacerlo con
humor chicano (muy distinto al chilango, que cada vez entiendo menos) y siempre
buscando puentes de conexión insólita. Nos conectamos cuando estoy allá, pero
luego los puentes se vuelven a caer con la distancia geográfica y hay que
reconstruirlos en la siguiente vuelta.
Cuando
regreso como artista de performance se multiplican mis dilemas:
¿cómo posicionarme ante el público: como mexicano posnacional en proceso de
chicanización, en spanglish y con la carga estética que me dio el movimiento
chicano, o como un “artista internacional” que goza de la atención privilegiada
del mundo del arte?; ¿asumo un discurso fronterizo a riesgo de ser tratado como
“minoría” exótica o mejor me camuflajeo como global? Se trata de
una decisión estratégica que me permite el acceso a ciertos mundos y que me
niega otros. Lo tengo muy presente... cuando estoy ausente, aunque suene a
letra de Juan Gabriel.
Me he
buscado otras puertas laterales de regreso: por razones políticas me ha
interesado regresar más como artista a los otros Méxicos que son emisores de
migración (Oaxaca, Puebla, Guanajuato, Nuevo León, etcétera) donde mis ideas
encuentran más resonancia, y así participar del gran proyecto de
descentralización cultural del país. De hecho, mi tropa se ha construido un
espacio conceptual en la fronteriza ciudad de Oaxaca-lifornia a través de una
escuela de verano a la que acuden desde 2004 artistas de performance,
actores y bailarines de todo el mundo a colaborar con oaxaqueños, nativos y
postizos. Desde Oaxaca he podido mirar al país con binoculares, y desde ahí he
descubierto otro país.
4. Mi dilema actual es el siguiente: ¿To return or to stay? ¿Si
decidiera regresar para siempre, a los 56 años, encontraré un lugar propio en
un México que ya desconozco? ¿Habrá lugar para mí y para mi tropa de artistas
transterrados? ¿Sabré navegar las complejidades burocráticas de las nuevas
instituciones y mafias culturales? ¿Tendrán acaso interés por mí como un
mexicano nacional más que compite por oxígeno y atención? ¿Perderé mi posición
estratégica como cronista del otro México o podré continuar
siendo cronista del otro México desde el interior? ¿Me
pondré al servicio de Sicilia, los Emos, los travestis o los artistas de performance
de 5a generación?
Tanto mi
deseo como mis dudas son compartidas por cientos, miles de artistas
postnacionales de este y otros países latinoamericanos flotantes. Busco
respuestas y curadores atrevidos. Apuesto fuerte. Voy a construirme un taller
de performance en el DF. Con mis escasos ahorros espero
desenterrar a los pocos dioses aztecas que aún quedan en el patio trasero de la
casona de mi madre y reencontrar la flor azul, aunque ya no
huela, tirada en alguna calle del Centro Histérico.
Espero
compartir esta nueva embajada informal con mucha raza: abrir territorios
conceptuales de tertulia binacional con el cuerpo y la palabra, y colaborar con
todos aquellos que, aunque lo deseen, no pueden partir. Intentaré armar banda
con los desarraigados a priori y los desplazados del interior,
con los avecindados (como nos dicen en nuestra casa conceptual
allá en Oaxaca), los mentados canochis o chicanos invertidos, los
outsiders de un inside cada vez más estrecho y
sofocante, la nueva flota chica-langa, pues.
Deséenme
suerte en esta nueva aventura cultural. Como artista del performance
y el lenguaje, este texto es un primer intento por trazar un posible camino de
regreso. Parto pues, en mi lowrider conceptual, rumbo al sur
imaginario al ritmo de Kinky, Wakal y DJ Lengua. Me pregunto si el México al
que quiero regresar, existe.
Publicado originalmente en el suplemento Laberinto de Milenio: http://www.sclaberinto.blogspot.mx/p/entre-la-espada-del-narco-y-la-pared-de.html