17.8.12
YO, ELLO Y SUPER-YO - FREUD
"El yo y el ello"
SIGMUND FREUD
‡ El yo y el ello
La investigación patológica ha orientado
demasiado exclusivamente nuestro interés hacia lo reprimido. Quisiéramos
averiguar más del yo desde que sabemos que también puede ser inconsciente, en
el verdadero sentido de este término. El único punto de apoyo de nuestras
investigaciones ha sido hasta ahora el carácter de consciencia o inconsciencia.
Pero hemos acabado por ver cuán múltiples sentidos puede presentar este
carácter.
Todo nuestro conocimiento se halla ligado a la conciencia. Tampoco
lo inconsciente puede sernos conocido si antes no lo hacemos consciente. Pero,
deteniéndonos aquí, nos preguntaremos cómo es esto posible y qué quiere decir
hacer consciente algo.
Sabemos ya dónde hemos de buscar aquí un enlace.
Hemos dicho que la conciencia es la superficie del aparato anímico; esto es, la
hemos adscrito como función a un sistema que, especialmente considerado, y no
sólo en el sentido de la función, sino en el de la organización anatómica, es
el primero a partir del mundo exterior. También nuestra investigación tiene que
tomar, como punto de partida, esta superficie perceptora.
Todas las percepciones procedentes del exterior
(percepciones sensoriales) y aquellas otras procedentes del interior, a las que
damos el nombre de sensaciones y sentimientos, son conscientes. Pero ¿y
aquellos procesos internos que podemos reunir, aunque sin gran exactitud, bajo
el concepto de procesos mentales, y que se desarrollan en el interior del
aparato como desplazamiento de energía psíquica a lo largo del camino que
conduce a la acción? ¿Llegan acaso a la superficie en la que nace la
conciencia? ¿O es la conciencia la que llega hasta ellos? Es ésta una de las
dificultades que surgen cuando nos decidimos a utilizar la representación espacial,
tópica, de la vida anímica. Ambas posibilidades son igualmente inconcebibles y
habrán, por tanto, de dejar paso a una tercera.
En otro lugar hemos expuesto ya la hipótesis de
que la verdadera diferencia entre una representación inconsciente y una
representación preconsciente (un pensamiento) consiste en que el material de la
primera permanece oculto, mientras que la segunda se muestra enlazada con
representaciones verbales. Emprenderemos aquí, por vez primera, la tentativa de
indicar caracteres de los sistemas Prec. e Inc. distintos de su relación con la conciencia. Así,
pues, la pregunta de cómo se hace algo consciente deberá ser sustituida por la
de cómo se hace algo preconsciente, y la respuesta sería que por su enlace con
las representaciones verbales correspondientes.
Estas representaciones verbales son restos
mnémicos. Fueron en un momento dado percepciones, y pueden volver a ser
conscientes, como todos los restos mnémicos. Antes de seguir tratando de su
naturaleza, dejaremos consignado que sólo puede hacerse consciente lo que ya
fue alguna vez una percepción consciente, aquello que no siendo un sentimiento
quiere devenir consciente y desde el interior tiene que intentar transformarse
en percepciones exteriores, transformación que consigue por medio de las
huellas mnémicas.
Suponemos contenidos los restos mnémicos en
sistemas inmediatos al sistema P.Cc., de manera que sus cargas pueden
extenderse fácilmente a los elementos del mismo. Pensamos aquí inmediatamente
en la alucinación y en el hecho de que todo recuerdo, aún el más vivo, puede
ser distinguido siempre, tanto de la alucinación como de la percepción
exterior; pero también recordamos que, al ser reavivado un recuerdo, permanece
conservada la carga en el sistema mnémico, mientras que la alucinación, no
diferenciable de la percepción, sólo surge cuando la carga no se limita a
extenderse desde la huella mnémica al elemento del sistema P., sino que pasa
por completo a él.
Los restos verbales proceden
esencialmente de percepciones acústicas, circunstancia que adscribe al sistema
Prec. un origen sensorial especial. Al principio podemos dejar a un lado, como
secundarios, los componentes visuales de la representación verbal adquiridos en
la lectura, e igualmente, sus componentes de movimiento, los cuales desempeñan
tan sólo ‑salvo para el sordomudo‑ el papel de signos auxiliares. La palabra
es, pues, esencialmente el resto mnémico de la palabra oída.
No debemos, sin embargo, olvidar o negar,
llevados por una tendencia a la simplificación, la importancia de los restos
mnémicos ópticos ‑de las cosas‑, ni tampoco la posibilidad de un acceso a la
conciencia de los procesos mentales por retorno a los restos visuales,
posibilidad que parece predominar en muchas personas. El estudio de los sueños
y el de las fantasías preconscientes observadas por J. Varendonck puede darnos
una idea de la peculiaridad de este pensamiento visual. En él sólo se hace
consciente el material concreto de las ideas, y, en cambio, no puede darse
expresión alguna visual a las relaciones que las caracterizan especialmente. No
constituye, pues, sino un acceso muy imperfecto a la conciencia, se halla más
cerca de los procesos inconscientes que el pensamiento verbal, y es, sin duda,
más antiguo que éste, tanto ontogénica como filogénicamente.
Así, pues, para volver a nuestro argumento, si es
éste el camino por el que lo inconsciente se hace preconsciente, la
interrogación que antes nos dirigimos sobre la forma en que hacemos (pre)
consciente algo reprimido, recibirá la respuesta siguiente: Hacemos (pre)
consciente lo reprimido, interpolando, por medio de la labor analítica,
miembros intermedios preconscientes. Por tanto, ni la conciencia abandona su
lugar ni tampoco lo Inc. se eleva hasta lo Cc.
La relación de la percepción exterior con el yo
es evidente. No así la de la percepción interior. Sigue, pues, la duda de si es
o no acertado situar exclusivamente la conciencia en el sistema superficial P.‑Cc.
La percepción interna rinde sensaciones de
procesos que se desarrollan en los diversos estratos del aparato anímico,
incluso en los más profundos. La serie "placer‑displacer" nos ofrece
el mejor ejemplo de estas sensaciones, aún poco conocidas, más primitivas y
elementales que las procedentes del exterior y susceptibles de emerger aún en
estados de disminución de la conciencia. Sobre su gran importancia y su base
metapsicológica hemos hablado ya en otro contexto. Pueden proceder de distintos
lugares y poseer así cualidades diversas y hasta contrarias.
Las sensaciones de carácter placiente no presentan
de por sí ningún carácter perentorio. No así las displacientes, que aspiran a
una modificación y a una descarga, razón por la cual interpretamos el displacer
como una elevación y el placer como una disminución de la carga de energía.
Si en el curso de los procesos anímicos
consideramos aquello que se hace consciente en calidad de placer y displacer
como un "algo" cualitatitativa y cuantitativamente especial, surge la
cuestión de si este "algo" puede hacerse consciente permaneciendo en
su propio lugar, o, por el contrario, tiene que ser llevado antes al sistema P.
La experiencia clínica testimonia en favor de
esto último y nos muestra que dicho "algo" se comporta como un
impulso reprimido. Puede desarrollar energías sin que el yo advierta la
coerción, y sólo una resistencia contra tal coerción o una interrupción de la
reacción de descarga lo hacen consciente en el acto como displacer.
Lo mismo
que las tensiones provocadas por la necesidad, puede también permanecer
inconsciente el dolor, término medio entre la percepción externa y la interna,
que se conduce como una percepción interna aun en aquellos casos en los que
tiene su causa en el mundo exterior. Resulta, pues, que también las
sensaciones y los sentimientos tienen que llegar al sistema P. para hacerse
conscientes, y cuando encuentran cerrado el camino de dicho sistema, no logran
emerger como tales sensaciones o sentimientos.
Sintéticamente y en forma no
del todo correcta, hablamos entonces de sensaciones inconscientes,
equiparándolas, sin una completa justificación, a las representaciones
inconscientes. Existe, en efecto, la diferencia de que para llevar a la conciencia
una representación inconsciente es preciso crear antes miembros de enlace,
cosa innecesaria en las sensaciones, las cuales progresan directamente hacia
ella. O dicho de otro modo: la diferenciación de Cc. y Prec. carece de sentido
por lo que respecta a las sensaciones, que no pueden ser sino conscientes o
inconscientes. Incluso cuando se hallan enlazadas a representaciones verbales
no deben a éstas su acceso a la conciencia, sino que llegan a ella
directamente.
Vemos ahora claramente el papel que desempeñan
las representaciones verbales. Por medio de ellas quedan convertidos los
procesos mentales interiores en percepciones. Es como si hubiera de demostrar
el principio de que todo conocimiento procede de la percepción externa. Dada
una sobrecarga del pensamiento, son realmente percibidos los pensamientos ‑como
desde fuera‑ y tenidos así por verdaderos.
Después de esta aclaración de las relaciones
entre la percepción externa e interna y el sistema superficial P‑Cc., podemos
pasar a formarnos una idea del yo. Lo vemos emanar, como de su nódulo, del
sistema P. y comprender primeramente lo Prec., inmediato a los restos
mnémicos. Pero el yo es también, como ya sabemos, inconsciente.
Ha de sernos muy provechoso, a mi juicio,. seguir
la invitación de un autor, que por motivos personales declara en vano no tener
nada que ver con la ciencia, rigurosa y elevada. Me refiero a G. Groddeck, el
cual afirma siempre que aquello que llamamos nuestro yo se conduce en la vida
pasivamente y que, en vez de vivir, somos "vividos" por poderes
ignotos e invencibles. Todos hemos experimentado alguna vez esta sensación,
aunque no nos haya dominado hasta el punto de hacernos excluir todas las demás,
y no vacilamos en asignar a la opinión de Groddeck un lugar en los dominios de la ciencia. Por mi
parte, propongo tenerla en cuenta, dando el nombre de yo al ente que emana del
sistema P, y es primero preconsciente, y el de ello, según lo hace Groddeck, a
lo psíquico restante ‑inconsciente‑, en lo que dicho yo se continúa.
Pronto hemos de ver si esta nueva concepción ha
de sernos útil para nuestros fines descriptivos. Un individuo es ahora, para
nosotros, un ello psíquico desconocido e inconsciente, en cuya superficie
aparece el yo, que se ha desarrollado partiendo del sistema P., su nódulo. El
yo no vuelve por completo al ello, sino que se limita a ocupar una parte de su
superficie, esto es, la constituida por el sistema P., y tampoco se halla
precisamente separado de él, pues confluye con él en su parte inferior.
Pero también lo reprimido confluye con el ello
hasta el punto de no constituir sino una parte de él. En cambio, se halla
separado del yo por las resistencias de la represión, y sólo comunica con él a
través del ello. Reconocemos en el acto que todas las diferenciaciones que la
Patología nos ha inducido a establecer se refieren tan sólo a los estratos
superficiales del aparato anímico, únicos que conocemos.
Todas estas circunstancias quedan gráficamente
representadas en el dibujo siguiente, cuya significación es puramente
descriptiva. Como puede verse en él, y según el testimonio de la anatomía del
cerebro, lleva el yo, en uno solo de sus lados, un "receptor
acústico".
Fácilmente se ve que el yo es una parte del ello
modificada por la influencia del mundo exterior, transmitido por el P ‑Cc., o
sea, en cierto modo, una continuación de la diferenciación de las superficies.
El yo se esfuerza en transmitir a su vez al ello, por el principio del placer,
que reina sin restricciones en el ello, por el principio de la realidad. La
percepción es para el yo lo que para el ello el instinto. El yo representa lo
que pudiéramos llamar la razón o la reflexión, opuestamente al ello, que
contiene las pasiones.
La importancia funcional del yo reside en el
hecho de regir normalmente los accesos a la movilidad. Podemos,
pues, compararlo, en su relación con el ello, al jinete que rige y refrena la
fuerza de su cabalgadura, superior a la suya, con la diferencia de que el
jinete lleva esto a cabo con sus propias energías, y el yo, con energías
prestadas. Pero así como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir
a donde su cabalgadura quiere, también el yo se nos muestra forzado en
ocasiones a transformar en acción la voluntad del ello, como si fuera la suya
propia.
En la génesis del yo, y en su diferenciación del
ello, parece haber actuado aún otro factor distinto de la influencia del sistema
P. El propio cuerpo, y, sobre todo, la superficie del mismo, es un lugar del
cual pueden partir simultáneamente percepciones, externas e internas. Es
objeto de la visión, como otro cuerpo cualquiera; pero produce al tacto dos
sensaciones, una de las cuales puede equipararse a una percepción interna. La
Psicofisiología ha aclarado ya suficientemente la forma en la que el propio
cuerpo se destaca del mundo de las percepciones. También el dolor parece desempeñar
en esta cuestión un importante papel, y la forma en que adquirimos un nuevo
conocimiento de nuestros órganos cuando padecemos una dolorosa enfermedad
constituye quizá el prototipo de aquella en la que llegamos a la
representación de nuestro propio cuerpo.
El yo es, ante todo, un ser corpóreo, y no sólo
un ser superficial, sino incluso la proyección de una superficie. Si queremos
encontrarle una analogía anatómica, habremos de identificarlo con el
"homúnculo cerebral" de los anatómicos, que se halla cabeza abajo
sobre la corteza cerebral, tiene los pies hacia arriba, mira hacia atrás y
ostenta, a la izquierda, la zona de la palabra.
La relación del yo con la conciencia ha sido ya
estudiada por nosotros repetidas veces, pero aún hemos de describir aquí
algunos hechos importantes. Acostumbrados a no abandonar nunca el punto de
vista de una valoración ética y social, no nos sorprende oír que la actividad
de las pasiones más bajas se desarrolla en lo inconsciente, y esperamos que
las funciones anímicas encuentren tanto más seguramente acceso a la conciencia
cuanto más elevado sea el lugar que ocupen en dicha escala de valores.
Pero la
experiencia psicoanalítica nos demuestra que la esperanza es infundada. Por un
lado tenemos pruebas de que incluso una labor intelectual, sutil y complicada,
que exige, en general, intensa reflexión, puede ser también realizada
preconscientemente sin llegar a la conciencia. Este fenómeno se da, por ejemplo,
durante el estado de reposo y se manifiesta en que el sujeto despierta sabiendo
la solución de un problema matemático o de otro género cualquiera vanamente
buscada durante el día anterior.
Pero hallamos aún otro caso más singular. En
nuestro análisis averiguamos que hay personas en las cuales la autocrítica y
la conciencia moral ‑o sea funciones anímicas‑, a las que se concede un elevado
valor, son inconscientes y producen, como tales, importantísimos efectos.
Así, pues, la inconsciencia de la resistencia en
el análisis no es en ningún modo la única situación de ese género. Pero el
nuevo descubrimiento, que nos obliga, a pesar de nuestro mejor conocimiento
crítico, a hablar de un sentimiento inconsciente de culpabilidad, nos
desorienta mucho más, planteándonos nuevos enigmas, sobre todo cuando
observamos que en un gran número de neuróticos desempeña dicho sentimiento un
papel económicamente decisivo y opone considerables obstáculos a la curación. Si queremos
ahora volver a nuestra escala de valores, habremos de decir que no sólo lo más
bajo, sino también lo más elevado, puede permanecer inconsciente. De este modo
parece demostrársenos lo que antes dijimos del yo, o sea que es ante todo un
ser corpóreo.
‡
El yo y el super‑yo (ideal de yo)
Si el yo no fuera sino una parte del ello
modificada por la influencia del sistema de las percepciones, o sea, el
representante del mundo exterior, real en lo anímico, nos encontraríamos ante
un estado de cosas harto sencillo. Pero hay aún algo más.
Los motivos que nos han llevado a suponer la
existencia de una fase especial del yo, o sea una diferenciación dentro del
mismo yo, a la que damos el nombre de super‑yo o ideal del yo, han quedado ya
expuestos en otros lugares. Estos motivos continúan en pie. La novedad que
precisa una aclaración es la que esta parte del yo presenta una conexión menos
firme con la conciencia.
Para llegar a tal aclaración hemos de volver
antes sobre nuestros pasos. Explicamos el doloroso sufrimiento de la
melancolía, estableciendo la hipótesis de una reconstrucción en el yo del
objeto perdido; esto es, la sustitución de una carga de objeto por una identificación.
Pero no llegamos a darnos cuenta de toda la importancia de este proceso ni de
lo frecuente y épico que era. Ulteriormente hemos comprendido que tal
sustitución participa considerablemente en la estructuración del yo y
contribuye, sobre todo, a la formación de aquello que denominamos su carácter.
Originariamente, en la fase primitiva oral del
individuo, no es posible diferenciar la cara de objeto de la identificación. Más
tarde sólo podemos suponer que las caras de objeto parten del yo, el cual siente
como necesidades las aspiraciones eróticas. El yo, débil aún al principio,
recibe noticia de las cargas de objeto, y las aprueba o intenta rechazarlas por
medio del proceso de la represión.
Cuando tal objeto sexual ha de ser abandonado,
surge frecuentemente en su lugar aquella modificación del yo. Ignoramos aún las
circunstancias detalladas de esta sustitución. Es muy posible que el yo
facilite o haga posible, por medio de esta introyección ‑que es una especie de
regresión al mecanismo de la fase oral‑, el abandono del objeto. O quizá
constituya fiesta identificación la condición precisa para que el ello abandone
sus objetos. De todos modos, es éste un proceso muy frecuente en las primeras
fases del desarrollo, y puede llevarnos a la concepción de que el carácter del
yo es un residuo de las cargas de objeto abandonadas y contiene la historia de
tales elecciones de objeto.
Desde luego, habremos de reconocer que la capacidad
de resistencia a las influencias emanadas de la historia de las elecciones
eróticas de objeto varía mucho de unos individuos a otros, constituyendo una
escala, dentro de la cual el carácter del sujeto admitirá o rechazará más o
menos tales influencias. En las mujeres de gran experiencia erótica creemos
poder indicar fácilmente los residuos que sus cargas de objeto han dejado en
su carácter. También puede exigir una simultaneidad de la carga de objeto y la
identificación, o sea, una modificación del carácter antes del abandono del
objeto. En este caso, la modificación del carácter puede sobrevivir a la
relación con el objeto y conservarla en cierto sentido.
Desde otro punto de vista, observamos también que
esta transmutación de una elección erótica del objeto en una modificación del
yo es para el yo un medio de dominar al ello y hacer más profundas sus
relaciones con él, si bien a costa de una mayor docilidad por su parte. Cuando
el yo toma los rasgos del objeto, se ofrece, por decirlo así, como tal al ello
e intenta compensarle la pérdida experimentada, diciéndole: "Puedes
amarme, pues soy parecido al objeto perdido".
La transformación de la libido objetiva en libido
narcisista, que aquí tiene efecto, trae consigo un abandono de los fines
sexuales, una desexualización, o sea, una especie de sublimación, e incluso
nos plantea la cuestión, digna de un penetrante estudio, de si no será acaso
éste el camino general conducente a la sublimación, realizándose siempre todo
proceso de este género por la mediación del yo, que transforma primero la
libido objetiva sexual en libido narcisista, para proponerle luego un nuevo
fin.
Más adelante nos preguntaremos asimismo si esta modificación no puede también
tener por consecuencia otros diversos destinos de los instintos; por ejemplo,
una disociación de los diferentes instintos, fundidos unos con otros.
No podemos eludir una disgresión, consistente en
fijar nuestra atención por algunos momentos en las identificaciones objetivas
del yo. Cuando tales identificaciones llegan a ser muy numerosas, intensas e
incompatibles entre sí, se produce fácilmente un resultado patológico. Puede
surgir, en efecto, una disociación del yo, excluyéndose las identificaciones
unas a otras por medio de resistencias. El secreto de los casos llamados de
personalidad múltiple reside, quizá, en que cada una de tales identificaciones
atrae a sí alternativamente la, conciencia. Pero aún sin llegar a este extremo
surgen entre las diversas identificaciones, en las que el yo queda disociado,
conflictos que no pueden ser siempre calificados de patológicos.
Cualquiera que sea la estructura de la ulterior
resistencia del carácter contra las influencias de las cargas de objeto
abandonadas, los efectos de las primeras identificaciones, realizadas en la más
temprana edad, son siempre generales y duraderos. Esto nos lleva a la génesis del
ideal del yo, pues detrás de él se oculta la primera y más importante
identificación del individuo, o sea, la identificación con el padre.
Esta
identificación no parece constituir el resultado o desenlace de una carga de
objeto, pues es directa e inmediata y anterior a toda carga de objeto. Pero
las elecciones de objeto pertenecientes al primer periodo sexual, y que recaen
sobre el padre y la madre, parecen tener como desenlace normal tal
identificación e intensificar así la identificación primaria.
De todos modos, son tan complicadas estas
relaciones, que se nos hace preciso describirlas más detalladamente. Esta
complicación depende de dos factores: de la disposición triangular de la
relación de Edipo y de la bi‑sexualidad constitucional del individuo.
El caso más sencillo toma en el niño la siguiente
forma: el niño lleva a cabo muy tempranamente una carga de objeto, que recae
sobre la madre y tiene su punto de partida en el seno materno. Del padre se
apodera el niño por identificación. Ambas relaciones marchan paralelamente
durante algún tiempo, hasta que, por la intensificación de los deseos sexuales
orientados hacia la madre y por la percepción de que el padre es un obstáculo
opuesto a la realización de tales deseos, surge el complejo de Edipo.
La identificación
con el padre toma entonces un matiz hostil y se transforma en el deseo de
suprimir al padre para sustituirle cerca de la madre. A partir de aquí
se hace ambivalente con respecto al padre y la tierna aspiración hacia la madre
considerada como objeto integran para el niño el contenido del complejo de
Edipo simple, positivo.
Al llegar a la destrucción del complejo de Edipo
tiene que ser abandonada la carga de objeto de la madre, y en su lugar surge
una identificación con la madre o queda intensificada la identificación con el
padre. Este último resultado es el que consideramos como normal, y permite la
conservación de la relación cariñosa con la madre. El naufragio del
complejo de Edipo afirmaría así la masculinidad en el carácter del niño. En forma
totalmente análoga puede terminar el complejo de Edipo en la niñez por una
intensificación de su identificación con la madre (o por el establecimiento de
tal identificación), que afirma el carácter femenino del sujeto.
Estas identificaciones no corresponden a nuestras
esperanzas, pues no introducen en el yo al objeto abandonado; pero también este
último desenlace es frecuente y puede observarse con mayor facilidad en la
niña que en niño. El análisis nos muestra muchas veces que la niña, después de
haberse visto obligada a renunciar al padre como objeto erótico, exterioriza
los componentes masculinos de su bisexualidad constitucional y se identifica
no ya con la madre, sino con el padre, o sea con el objeto perdido. Esta
identificación depende, naturalmente, de la necesidad de sus disposiciones
masculinas, cualquiera que sea la naturaleza de éstas.
El desenlace del complejo de Edipo en una
identificación con el padre o con la madre parece, pues, depender en ambos
sexos de la energía relativa de las dos disposiciones sexuales. Esta es una de
las formas en las que la bisexualidad interviene en los destinos del complejo
de Edipo. La otra forma es aún más importante. Experimentamos la impresión de
que el complejo de Edipo simple no es, ni con mucho, el más frecuente, y, en
efecto, una investigación más penetrante nos descubre casi siempre el complejo
de Edipo completo, que es un complejo doble, positivo y negativo, dependiente
de la bisexualidad originaria del sujeto infantil.
Quiere esto decir que el
niño no presenta tan sólo una actitud ambivalente con respecto al padre y una
elección tierna de objeto con respecto a la madre, sino que se conduce al mismo
tiempo como una niña, presentando la actitud cariñosa femenina para con su
padre y la actitud correlativa, hostil y celosa para con su madre. Esta
intervención de la bisexualidad es la que hace tan difícil llegar al
conocimiento de las elecciones de objeto e identificaciones primitivas y tan
complicada su descripción. Pudiera suceder también que la ambivalencia,
comprobada en la relación del sujeto infantil con los padres, dependiera
exclusivamente de la bisexualidad, no siendo desarrollada de la
identificación, como antes expusimos, por la rivalidad.
A mi juicio, obraremos acertadamente aceptando,
en general, y sobre todo en los neuróticos, la existencia del complejo de Edipo
completo. La investigación psicoanalítica nos muestra que en un gran número de
casos desaparece uno de los componentes de dicho complejo, quedando sólo
huellas apenas visibles. Queda así establecida una serie, en uno de cuyos
extremos se halla el complejo de Edipo normal, positivo, y en el otro, el invertido,
negativo, mientras que los miembros intermedios nos revelan la forma completa
de dicho complejo, con distinta participación de sus dos componentes.
En el
naufragio del complejo de Edipo se combinan de tal modo sus cuatro tendencias
integrantes, que dan nacimiento a una identificación con el padre y a una
identificación con la madre.
La identificación con el padre conservará el objeto materno
del complejo positivo y sustituirá simultáneamente al objeto paterno del
complejo invertido. Lo mismo sucederá, mutatis mutandis, con la
identificación con la madre.
En la distinta intensidad de tales identificaciones se
reflejará la desigualdad de las dos disposiciones sexuales.
De este modo podemos admitir como resultado
general de la fase sexual dominada por el complejo de Edipo la presencia en el
yo de un residuo consistente en el establecimiento de estas dos
identificaciones enlazadas entre sí. Esta modificación del yo conserva su
significación especial y se opone al contenido restante del yo en calidad ideal
del yo o super‑yo.
Pero el super‑yo no es simplemente un residuo de
las primeras elecciones de objeto del ello, sino también una enérgica
formación reactiva contra las mismas. Su relación con el yo no se limita a la
advertencia: "Así ‑como el padre‑ debes ser", sino que comprende
también la prohibición: "Así ‑como el padre‑ no debes ser: no debes hacer
todo lo que él hace, pues hay algo que le está exclusivamente reservado".
Esta doble faz del ideal del yo depende de su anterior participación en la
represión del complejo de Edipo, e incluso debe su génesis a tal represión.
Este proceso represivo no fue nada sencillo. Habiendo reconocido en los
padres, especialmente en el padre, el obstáculo opuesto a la realización de
los deseos integrados en dicho complejo, tuvo que robustecerse el yo para
llevar a cabo su represión, creando en sí mismo tal obstáculo. La energía
necesaria para ello hubo de tomarla prestada del padre, préstamo que trae
consigo importantísimas consecuencias.
El super‑yo conservará el carácter del
padre, y cuanto mayores fueron la intensidad del complejo de Edipo y la rapidez
de su represión (bajo las influencias de la autoridad, la religión, la
enseñanza y las lecturas), más severamente reinará después sobre el yo como conciencia
moral, o quizá como sentimiento inconsciente de culpabilidad. En páginas
ulteriores expondremos de dónde sospechamos que extrae el super‑yo la fuerza
necesaria para ejercer tal dominio, o sea, el carácter coercitivo que se
manifiesta como imperativo categórico.
Esta génesis del super‑yo constituye el resultado
de dos importantísimos factores biológicos: de la larga indefensión y dependencia
infantil del hombre y de su complejo de Edipo, al que hemos relacionado ya con
la interrupción del desarrollo de la libido por el periodo de la latencia, o
sea, con la división en dos fases de la vida sexual humana. Esta última particularidad,
que creemos específicamente humana, ha sido definida por una hipótesis
psicoanalítica como una herencia correspondiente a la evolución hacia la
cultura impuesta por la época glacial. La génesis del super‑yo, no es,
ciertamente, nada casual, pues representa los rasgos más importantes del
desarrollo individual y de la especie. Creando una expresión duradera de la
influencia de los padres eterniza la existencia de aquellos momentos a los que
la misma debe su origen.
Se ha acusado infinitas veces al psicoanálisis de
desatender la parte moral, elevada y suprapersonal del hombre. Pero este
reproche es injusto, tanto desde el punto de vista histórico como desde el
punto de vista metodológico. Lo primero, porque se olvida que nuestra
disciplina adscribió desde el primer momento a las tendencias morales y
estéticas del yo el impulso a la represión. Lo segundo, porque no se quiere
reconocer que la investigación psicoanalítica no podía aparecer, desde el
primer momento, como un sistema filosófico provisto de una completa y acabada
construcción teórica, sino que tenía que abrirse camino paso a paso por medio
de la descomposición analítica de los fenómenos, tanto normales como
anormales, hacia la inteligencia de las complicaciones anímicas.
Mientras nos
hallábamos entregados al estudio de lo reprimido en la vida psíquica, no
necesitábamos compartir la preocupación de conservar intacta la parte más
elevada del hombre. Ahora que osamos aproximarnos al análisis del yo, podemos
volvernos a aquellos que, sintiéndose heridos en su conciencia moral, han
propugnado la existencia de algo más elevado en el hombre y responderles:
"Ciertamente, y este elevado ser es el ideal del yo o super‑yo,
representación de la relación del sujeto con sus progenitores". Cuando
niños, hemos conocido, admirado y temido a tales seres elevados y, luego, los
hemos acogido en nosotros mismos.
El ideal del yo es, por tanto, el heredero del
complejo de Edipo, y con ello, la expresión de los impulsos más poderosos del
ello, y de los más importantes destinos de su libido. Por medio de su creación
se ha apoderado el yo del complejo de Edipo y se ha sometido simultáneamente al
ello. El super‑yo, abogado del mundo interior, o sea, del ello, se opone al yo,
verdadero representante del mundo exterior o de la realidad. Los
conflictos entre el yo y el ideal reflejan, pues, en último término, la
antítesis de lo real y lo psíquico, del mundo exterior y el interior.
Todo lo que la Biología y los destinos de la
especie humana han creado y dejado en el ello es tomado por el yo en la
formación de su ideal y vivido de nuevo en él individualmente. El ideal del yo
presenta, a consecuencia de la historia de su formación, una amplia relación
con las adquisiciones filogénicas del individuo, o sea, con su herencia
arcaica. Aquello que en la vida psíquica individual ha pertenecido a lo más
bajo es convertido por la formación del ideal en lo más elevado del alma humana,
conforme siempre a nuestra escala de valores. Pero sería un esfuerzo inútil
querer localizar el ideal del yo, aunque sólo fuera de un modo análogo a como
hemos localizado el yo, o adaptarlo a una de las comparaciones por medio de las
cuales hemos intentado reproducir la relación entre el yo y el ello.
No es difícil mostrar que el ideal del yo
satisface todas aquellas exigencias que se plantean en la parte más elevada
del hombre. Contiene, en calidad de sustitución de la aspiración hacia el
padre, el nódulo del que han partido todas las religiones. La convicción de la
comparación del yo con su ideal da origen a la religiosa humanidad de los
creyentes. En el curso sucesivo del desarrollo queda transferido a los maestros
y a aquellas otras personas que ejercen autoridad sobre el sujeto el papel de
padre, cuyos mandatos y prohibiciones conservan su eficiencia en el yo ideal y
ejercen ahora, en calidad de conciencia, la censura moral.
La tensión entre las aspiraciones de la
conciencia y los rendimientos del yo es percibida como sentimiento de
culpabilidad. Los sentimientos sociales reposan en identificaciones con otros
individuos basados en el mismo ideal del yo.
La religión, la moral y el sentimiento social ‑contenidos
principales de la parte más elevada del hombre‑ constituyeron primitivamente
una sola cosa. Según la hipótesis que expusimos en Tótem y tabú, fueron desarrollados
filogénicamente del complejo paterno; la religión y la moral, por el
sojuzgamiento del complejo de Edipo propiamente dicho, y los sentimientos
sociales, por el obligado vencimiento de la rivalidad ulterior entre los
miembros de la joven generación.
En todas estas adquisiciones morales les
parece haberse adelantado el sexo masculino, siendo transmitido después, por
herencia cruzada, al femenino. Todavía actualmente nacen en el individuo los
sentimientos sociales por superposición a los sentimientos de rivalidad del
sujeto con sus hermanos. La imposibilidad de satisfacer estos asentimientos
hostiles hace surgir una identificación con los rivales. Observaciones
realizadas en sujetos homosexuales justifican la sospecha de que también esta
identificación es un sustitutivo de la elección cariñosa de objeto, que
reemplaza a la disposición agresiva hostil.
Al hacer intervenir la filogénesis se nos
plantean nuevos problemas, cuya solución quisiéramos eludir; pero hemos de
intentarla, aunque tememos que tal tentativa ha de revelar la insuficiencia de
nuestros esfuerzos. ¿Fue el yo o el ello de los primitivos lo que adquirió la
moral y la religión, privándolas del complejo paterno? Si fue el yo, ¿por qué
no hablamos sencillamente de una herencia dentro de él? Y si fue el ello, ¿cómo
conciliar tal hecho con su carácter? ¿Será, quizá, equivocado extender la
diferenciación antes realizada en yo, ello y super‑yo a épocas tan tempranas?
Por último, ¿no sería acaso mejor confesar honradamente que toda nuestra concepción
de los procesos del yo no aclara en nada la inteligencia de la filogénesis ni
puede ser aplicada a este fin?
Daremos primero respuesta a lo más fácil. No sólo
en los hombres primitivos, sino en organismos aún más sencillos nos es preciso
reconocer la existencia de un yo y un ello, pues esta diferenciación es la
obligada manifestación de la influencia del mundo exterior. Hemos derivado
precisamente el super‑yo de aquellos sucesos que dieron origen al totemismo.
La interrogación de si fue el yo o el ello lo que llego a hacer las
adquisiciones citadas queda, pues, resuelta en cuanto reflexionamos que ningún
suceso exterior puede llegar al ello sino por mediación del yo, que representa
en él al mundo exterior. Pero no podemos hablar de una herencia directa dentro
del yo. Se abre aquí el abismo entre el individuo real y el concepto de la especie.
Tampoco
debemos suponer demasiado rígida la diferencia entre el yo y el ello, olvidando
que el yo no es sino una parte del ello especialmente diferenciada. Los
sucesos del yo parecen, al principio, no ser susceptibles de constituir una
herencia; pero cuando se repiten con frecuencia e intensidad suficientes en
individuos de generaciones sucesivas, se transforman, por decirlo así, en
sucesos del ello, cuyas impresiones quedan conservadas hereditariamente.
De
este modo abriga el ello en sí innumerables existencias del yo, y cuando el yo
extrae del ello su super‑yo, no hace, quizá, sino resucitar antiguas formas del
yo.
La histeria de la génesis del super‑yo nos
muestra que los conflictos antiguos del yo, con las cargas objeto del ello,
pueden continuar transformados en conflictos con el super‑yo, heredero del
ello. Cuando el yo no ha conseguido por completo el sojuzgamiento del complejo
de Edipo, entra de nuevo en actividad su energía de carga, procedente del ello,
actividad que se manifiesta en la formación reactiva del ideal del yo. La
amplia comunicación del ideal del yo con los sentimientos instintivos
inconscientes nos explica el enigma de que el ideal pueda permanecer en gran
parte inconsciente e inaccesible al yo. El combate que hubo de desarrollarse
en los estratos más profundos del aparato anímico ‑y al que la rápida
sublimación e identificación impidieron llegar a su desenlace‑ se continúa
ahora en una región más elevada.
SIGMUND FREUD (1973): El yo y el ello,
Alianza, Madrid, pp. 13‑31.