24.1.13
LA ENSEÑANZA DEL ARTE COMO FRAUDE - VIDEO Y TEXTO
Aquí puede verse-escucharse la conferencia sin cortes: http://vimeo.com/41144656
Luis Camnitzer
Quiero comenzar esto con dos afirmaciones pedantes y negativas. Una es que
el proceso de educación de los artistas en el día de hoy es un fraude. La otra
es que las definiciones que se utilizan hoy para el arte funcionan en contra de
la gente y no a su favor.
La parte del fraude está en la consideración disciplinaria del arte, que lo
define como un medio de producción. Esto lleva a dos errores:
El primer error es la confusión de la creación con la práctica de las
artesanías que le dan cuerpo. El otro error es la promesa, por implicancia, que
un diploma en arte conducirá a la posterior supervivencia económica.
La educación formal del artista sufre de las mismas nociones que imperan en
las otras disciplinas: que la información técnica sirve para formar al
profesional y que después de adquirir esta información uno podrá mantener una
familia. En los Estados Unidos, en donde la educación no es un derecho sino un
producto comercial de consumo, esta situación es llevada al nivel de caricatura
obscena. La inversión económica para recibir el diploma final de maestría, el
Master of Fine Arts, en una universidad decente es de unos 200.000 dólares. Al
final de este gasto, la esperanza es vender la obra producida o enseñar a las
generaciones venideras. Aun si esto no es literalmente así en otros países, el
concepto probablemente funciona en todo el mundo.
En los 35 años que estuve enseñando a nivel universitario en los EEUU,
probablemente tuve contacto con alrededor de 5000 estudiantes. De ellos calculo
que un 10%, unos 500, tenían la esperanza de lograr el éxito a través de
muestras en el circuito de galerías. Quizás una veintena de ellos lo haya
logrado. Esto significa que 480 terminaron con la esperanza de vivir de la
enseñaza. No sé cuantos lograron conseguir un puesto de profesor. Pero sí puedo
sacar la cuenta que si 5000 estudiantes fueron necesarios para asegurar mi
salario y luego mi bienvenida jubilación, esos 480 estudiantes necesitan una
base estudiantil de 240.000 para sobrevivir. Y si seguimos el cálculo
hacia las generaciones siguientes, rápidamente llegaremos al infinito.
La definición del arte es otro problema. Me gusta pensar que cuando se
inventó el arte como la cosa que hoy aceptamos que es, no fue como un medio de
producción sino como una forma de expandir el conocimiento. Me imagino que
sucedió por accidente, que alguien formalizó una experiencia fenomenal que no
encajaba en ninguna categoría conocida, y que eligieron la palabra “arte” para
darle un nombre.
El problema que surgió al darle un nombre al arte es que nuestra
profesión fue instantáneamente reificada — convertida en un objeto que ya no se
puede cambiar. Desde ese momento en adelante ya no pudimos formalizar nuestras
experiencias de lo desconocido, y en su lugar pasamos a intentar acomodar
nuestra producción a esa palabra, la palabra arte. De esa manera lo que
inicialmente había sido “arte como una actitud” pasó a ser “arte como una
disciplina”, y peor aún, “arte como una forma de producción”. La forma, que
inicialmente había sido una consecuencia de la necesidad de empacar una
experiencia, ahora pasó a ocupar el lugar del producto.
Hace no mucho me encontré con una cita que ilustra el problema: “Cada
palabra alguna vez fue un poema.” Es de Ralph Waldo Emerson, un autor a quien
nunca le había puesto la más mínima atención porque, irónicamente, pensaba que
solamente trabajaba con palabras.
El mercado capitalista nos enseña que si un objeto puede ser vendido como
arte, es arte. Esta descripción, culturalmente cínica, obscurece una realidad
mucho más profunda. Esta realidad es que el propietario del contexto último de
la obra de arte determina su destino y su función. La propiedad del contexto,
que es una de las formalizaciones del poder, es un hecho político. Esa propiedad
es tan fuerte que incluso las manifestaciones que son y contienen material
subversivos, son rápidamente comercializadas.
Esta comercialización subraya el hecho, aunque muchas veces negado, que la
política sea una parte de la definición del arte. Y es como consecuencia de la
propiedad del contexto y de esta negación, que la separación de arte y política
en entidades discretas, no solamente es reaccionaria y una manera de limitar la
libertad del artista, sino que también es una falacia teórica. De manera que
sí, todo arte es político, y no, no todo el arte es lo que entendemos
como “arte político”.
Arte político en cierta forma significa que subdividimos el pastel del conocimiento en
tajadas de tajadas. En un número de la revista Artforum, la artista norteamericana
Andrea Fraser enfrentó estos problemas en una forma que me gustó mucho. Definió
al arte político de una manera similar a la que yo definiría a todo el arte:
“…Una respuesta es que todo arte es político, el problema es que la mayoría
(del arte) es reaccionaria, es decir, pasivamente afirmativo de las relaciones
del poder bajo las cuales fue producido…Yo definiría al arte político como el
arte que conscientemente se propone intervenir en las relaciones de poder (en
lugar de solamente reflexionar sobre ellas), y esto significa necesariamente
las relaciones de poder dentro de las cuales el arte existe. Y hay una
condición más: Esta intervención tiene que ser el principio organizativo de la
obra de arte en todos sus aspectos, no solamente en su “forma” y su
“contenido”, sino también en su forma de producción y de circulación.” i
Se puede afirmar que la enseñaza del arte se dedica fundamentalmente a la
enseñanza sobre como hacer productos y como funcionar como artista, en lugar de
cómo revelar cosas. Es como decir que enfatizamos la caligrafía por encima de
los temas sobre los cuales queremos escribir y como vender esas páginas
caligrafiadas. Y con ello, bajo el disfraz de lo apolítico o de una
política consumida instantáneamente, servimos a una estructura de poder que es
totalmente política.
Para peor, enseñar a fabricar productos es algo fácil y cómodo, y por lo
pronto una situación en la que se puede caer, quedar y sentirse bien. Pero la
información para esta enseñanza es algo existente y es transmitida. Y los
procesos de transmisión de información existente se acomodan al modelo de la
pedagogía autoritaria. Como ya lo dijo Paulo Freire, el profesor es similar al
bancario que tiene y distribuye el dinero de acuerdo a sus criterios. En el
salón de clase este dinero es la información. Con esta relación de poder se
minimiza toda posibilidad de rebelión.
Para lubricar mejor el proceso en el campo de la enseñanza artística, se
declara la imposibilidad de enseñar el como tener ideas. Si el alumno no tiene
ideas, es culpa del alumno. Esta negación y culpabilización solamente es
posible si uno clasifica a la gente en dos categorías: en genios y en
imbéciles. Se elimina la categoría de “normal”. En cierta forma esto presume en
mi ejemplo de los 500 estudiantes de los cuales 20 lograron ingresar al
circuito de galerías, que estos 20 son los genios y que los otros 480 que
piensan en enseñar arte son imbéciles. Y esto explica por que en los Estados
Unidos las universidades tratan de contratar como profesores a las estrellas
del mercado artístico, no importa cuan malos son como enseñantes.
De hecho, la ideología de esta clasificación va mucho más allá y es
bastante cínica con respecto a los resultados. La presunción verdadera que
subyace todo esto es que el arte no se puede enseñar. De acuerdo a esta idea,
el proceso educacional no es más que un cedazo o filtro que sirve para
identificar a los genios, los cuales con suerte emergen gracias a sus
facultades personales. La facilitación de esta emergencia de genios era una de
las intenciones de la Bauhaus cuando se diseñó el famoso curso de fundación
básica. El curso fue luego adoptado por infinidad de instituciones que se
consideraron progresistas y modernas. Y no era que los ejercicios fueran malos,
era la ideología la que fallaba. La moraleja de todo esto es que los 200.000
dólares en los estudios en Estados Unidos se invierten en el derecho de ser
filtrado para dejar lugar a los genios. Las mejores universidades entonces son
las que atraen y filtran más genios. Como esos genios en realidad no necesitan
de las universidades, éstas venden la fama de sus diplomas y una pedagogía
haragana.
Mirando el peor de los casos, se podría justificar el proceso diciendo que
aquellos que no logran pasar por el filtro por lo menos aprenden a apreciar y a
consumir el arte. Cosa que significa que la carrera del arte está en la
situación privilegiada de simultáneamente crear a los productores y a su
mercado. Es como educar médicos, pero en donde con la misma inversión de
dinero, aquellos que no logran graduarse terminan siendo educados para
enfermarse y servir de pacientes.
Enseñar a tener ideas ciertamente requiere bastante más que transmitir
información. El profesor tiene que reubicarse y abandonar el monopolio del
conocimiento para actuar como estímulo y catalizador, y tiene que poder
escuchar y adaptarse a lo que escucha. Además, la generación de ideas y
revelaciones es impredecible y por lo tanto corre el peligro constante de ser
una actividad subversiva. Lo impredecible no siempre se acomoda al estatus quo.
Dado que últimamente los gobiernos decretaron que subversión y terrorismo son
sinónimos, ya nadie quiere generar subversión. Sin embargo, la subversión es la
base de la expansión del conocimiento. Al expandir, lo subvierte.
La función del buen arte es justamente la de ser subversivo. El buen arte
se aventura en el campo de lo desconocido; sacude los paradigmas fosilizados, y
juega con especulaciones y conexiones consideradas “ilegales” en el campo del
conocimiento disciplinario. El enfoque que se reduce a la fabricación de
productos evita estos temas; se confirman las estructuras existentes y la
sociedad permanece calma y embotada. Se genera así lo que me gusta llamar el artevalium.
De acuerdo a todo esto parecería entonces que estoy proponiendo la
eliminación de las escuelas de arte y que en su lugar favorezco la creación de
laboratorios interdisciplinarios, los cuales a su vez y con suerte incluirían
el análisis político.
En cierto modo esto es verdad, pero la cosa no es tan simple. La mayoría de
los laboratorios interdisciplinarios, aun si incluyeran la política, se limitan
a la transmisión de información interdisciplinaria. O sea que seguimos con la
transmisión de información, y no logramos una mejoría demasiado importante. En
este caso tenemos una reorganización de la información, pero una que no afecta
la metodología o la ideología. Si el arte fuera realmente una actitud y una
manera de aproximarse al conocimiento, no importaría realmente en que medio
ocurren las ideas y las revelaciones. Lo único que importa es que tienen lugar
y que son comunicadas correctamente.
Cuando discuto arte creo en seres politizados, no en programas políticos.
Así que no creo que se trate de hacer arte político, sino de politizar a
la gente y ayudarles a hacer arte. A fines de la década del sesenta, Paulo
Freire resumió esto al escribir que antes de leer la palabra hay que leer el
mundo. En otras palabras, que hay que definir una motivación suficientemente
fuerte que obligue a la adquisición de un oficio técnico que se pueda aplicar
con un propósito.
El único argumento que hoy se puede hacer a favor de un arte que tenga su
propio espacio como disciplina es el hecho que el arte puede ser utilizado como
un territorio de libertad, un lugar en el cual se puede ejercer la omnipotencia
sin el peligro de ocasionar daños irreparables. Es, por lo tanto, una zona en
la cual podemos experimentar y analizar los procesos de la toma de decisiones.
Es una zona en la cual podemos hacer algo “ilegal” sin el peligro del castigo. Pero
aun ahí, en ese campo teóricamente privado, estamos experimentando con el
poder. Decidimos lo que hace el material o dejamos que el material decida lo
que hacemos. Por lo tanto aun en el campo privado seguimos estando en una
situación política.
Si observamos la forma en que el poder se distribuye en nuestra sociedad,
todo se reduce a una división entre las decisiones que podemos tomar nosotros y
las decisiones que son tomadas en nuestro nombre. Cuando discutimos lo legal
como opuesto a lo ilegal, esta división es muy clara. En lo legal a veces
coincidimos con la decisión tomada. En lo ilegal, si decidiéramos hacer algo,
definitivamente no coincidiremos con la decisión tomada, una decisión que ya
fue tomada por otros y fue codificada en leyes o proclamas.
La situación de las decisiones es menos clara cuando no hablamos de leyes y
aceptamos las cosas como hechos. Recuerdo mi disgusto cuando llegué a los
Estados Unidos y en los restoranes se me servía la ensalada antes del plato
principal y no al mismo tiempo como estaba acostumbrado. Una vez cometida esa
trasgresión uno puede llegar a extremos de herejía inconcebibles. Por ejemplo
uno podría comer el postre primero y terminar la comida con un platito de paté
de hígado. La experiencia me llevó a cuestionar el ritual del orden y jerarquía
de la comida. Tapé los ojos de mis alumnos con vendas y los llevé a la
cafetería. Allí tuvieron que sacar los platos con comida al azar, y luego
comerlos en el orden en que los habían sacado. En otro ejercicio agregamos
anilinas a la comida para teñirlos a todos del mismo color. Se creó una
disonancia casi intolerable entre lo que se veía y su gusto. El puré de papas y
la carne en una gama de azules no se veían muy apetecibles.
La disonancia fue una de las guías espirituales de muchos de los ejercicios
en mis clases. En uno de ellos tuvieron que entrar en una gran bolsa de
plástico inserida en un gran tacho de basura lleno de agua. Se lograba así la
sensación de estar sumergido y totalmente mojado, pero se salía completamente seco.
No se trataba de identificar el “talento”. Lo que estaba tratando era hacerles
entender la diferencia entre la percepción funcional y la percepción estética,
que es otra manera de ver las diferencias en la toma y propiedad de las
decisiones.
La percepción funcional lubrica nuestras interacciones con otra gente,
aquella gente que se mueve en las mismas convenciones y se comporta de acuerdo
a decisiones preexistentes y reguladas. Es el sistema que nos mantiene
firmemente encerrados dentro de las fronteras de lo conocido y lo predecible.
En cambio, idealmente, la percepción estética es posible gracias a una
distancia crítica de la percepción funcional. Con la percepción estética
podemos ver las cosas como si fuera por primera vez y decidir por nosotros mismos.
Un elemento—y obstáculo—fundamental en la configuración de la toma de
decisiones, particularmente cuando hablamos de arte, es el gusto. Entre los
estudiantes, el gusto es considerado como un instrumento importantísimo para
hacer juicios con respecto a la calidad de lo que producen. Piensan que están
ejerciendo su subjetividad y no se dan cuenta que el gusto es una construcción
social totalmente sujeta a ideologías colectivas y a la influencia que ejercen
sobre la experiencia personal.
Les pedí que hicieran una obra lo más “fea” posible. Trataron de hacerlo,
realmente, lo mejor que pudieron. Pero inevitablemente los resultados no
llegaban a ser desagradables en sí mismos. Siempre tenían referencias a valores
sociales, tales como la repulsión que causan los excrementos fecales, que
fue uno de los ejemplos usados con mayor frecuencia. Lo cual a su vez
presentaba otro tema: el por qué la ingestión de comida en público es un acto
de celebración, mientras que la excreción de comida en público es considerada
de mal gusto. Aún si se la ejecuta vestido con un frac. Incluso hay leyes
sobre esto último, y el vestirse con frac no exime del delito.
La educación de los artistas, entonces y en mi opinión, consiste de tres
pasos en los que el profesor puede actuar de guía y, más importante, de
interlocutor: 1) plantear y formular un problema creativo interesante, 2)
resolver el problema lo mejor posible, y 3) empacar la solución en la manera
más apropiada para expresar y comunicarla.
Este orden de prioridades desmitifica un proceso que generalmente se acepta
en un formato irritantemente obscurantista, especialmente cuando se enfatizan
la inspiración, la intuición y la emoción. La inspiración parece ser una
intuición que flota en el aire y entra por la nariz, así que nadie es culpable
de ella y la podemos ignorar. La intuición, que supuestamente viene de adentro,
es otra cosa. El rol de la intuición es innegable, pero en el arte su
importancia no es más grande que en la filosofía, o posiblemente incluso que en
la ciencia. Además solamente intuimos que cosa es la intuición. Nos metemos así
en un proceso que puede seguir interminablemente, y que es difícil de separar
de la mera asociación de ideas.
Y en cuanto a la expresión emocional, otra de las atribuciones del arte, no
tiene una importancia mayor que la que pueda tener una buena confesión u otro
material biográfico. Son todas cosas que no hay que descartar, pero que no se
deben idolatrar o aceptar como dogmas creativos. Es esta aceptación la que
permite que gente aparentemente racional declare que hacer arte no se puede
enseñar. Walter Gropius, el fundador de la Bauhaus era uno de ellos.
En todo esto, lo que importa es el nivel y complejidad del cuestionamiento.
El cuestionamiento y la percepción de complejidad se pueden enseñar. Evitar la
simplificación, lograr una elegancia de las respuestas y la efectividad de cómo
esas respuestas son transmitidas, son todas cosas que se pueden enseñar. Lo que
importa es que esa efectividad necesita del empacamiento de la obra, de la
forma del envoltorio, para llegar bien al público. Esto tampoco parece algo
demasiado difícil de enseñar. Y es aquí donde puede entrar el gusto, como un
instrumento para ajustar la apariencia del envoltorio.
Pero enseñar solamente la parte de empacar, el creer que la obra se agota
mirando este envoltorio, significa que se están ignorando tanto los verdaderos
problemas planteados como también las soluciones que se ofrecen. Es como
limitarse a gozar de la musicalidad de mi voz mientras leo esto en voz alta, e
ignorar todo lo que estoy diciendo. Cosa que quizás sea mejor. Pero
es la actitud simplista y enternecedora del niño de dos años que en lugar de
abrir el regalo juega con el paquete.
Se podría malentender lo que digo como que quiero una racionalización total
del arte y que me gustaría que exista un programa explícito e ilustrativo, un
programa capaz solamente de producir órdenes predecibles y productos muertos.
Sin embargo esa interpretación ignoraría una cantidad de cosas fundamentales
que también pueden y deben ser enseñadas. La más importante probablemente sea
que el arte es un lugar en donde se pueden pensar cosas que no son pensables en
otros lugares. La otra es que un buen problema artístico no es agotable, que
una buena solución tiene reverberaciones, y que una buena comunicación produce
muchas más evocaciones que la información que transmite.
También ignoraría que los instrumentos utilizados, más allá del análisis,
incluyen la empatía, la simulación, la demagogia y la explotación emocional. Y
aun más, ignoraría que la pregunta fundamental que mueve al arte es la de “¿Que
pasaría sí…?”, y no “¿Qué cosa es…?” Es en el procesamiento de las evocaciones
que en última instancia el arte adquiere su verdadera forma. La tarea del
artista es la de crear una estrategia para administrar esas evocaciones.
Mientras que estos temas constituyen el carozo de lo que considero una
segunda etapa en la formación del artista, ellos también informan los
ejercicios preparatorios en una primera etapa. Por ejemplo, cuando todavía enseñaba,
distribuía entre mis estudiantes pedazos de basura que encontraba en el piso
del salón de clase. Les explicaba que no eran fragmentos, sino productos
perfectamente terminados que tenían un uso práctico definido dentro de otra
cultura. Como ya no existía la función original y verdadera del objeto dentro
de nuestra vida convencional (un resto de cigarrillo arrugado, un pedazo de
goma mascada, etc.), el estudiante tenía que “deducir” una nueva aplicación. De
las especulaciones estaban excluidas el arte, la religión y la decoración, ya
que los objetos generados en esas ramas son arbitrarios y sin funcionalidad
práctica. Tampoco se podía usar la analogía del cuchillo Swiss Army, que
contiene varias herramientas de uso diverso que se pliegan junto a la navaja.
Se suponía que el objeto entregado era un diseño perfecto para una aplicación
determinada. Por lo tanto la solución mejor era la que lograba utilizar más
partes del objeto para una función determinada.
Esta forma de ingeniería en reverso o retroactiva, o de descodificación,
también refleja una manera de tratar de entender una obra de arte. Frente a una
obra nos enfrentamos a una respuesta de la cual tenemos que deducir cual fue la
pregunta. Lo interesante de esta forma de ver las cosas es que a veces aparecen
preguntas que corresponden mejor a esa respuesta que la pregunta original. En
ese sentido, el proceso de comunicación no se limita a la transmisión estricta
y fiel de un mensaje. Es un estímulo para la especulación en donde hay
retroalimentación de la obra hacia el autor, y hay una participación creativa
del público.
Pero hay otra metáfora, paralela, para el arte. Es la de considerar la obra
como el resultado de un juego en el cual uno tiene que tratar de deducir las
reglas que generaron la obra, para luego decidir si la obra fue producto de una
buena jugada. Y la contrapartida aquí es diseñar un juego que produzca buenas
obras de arte, no importa el nivel de educación artística del jugador. La
definición de este juego acepta dos extremos:
1) un juego totalmente abierto en
donde las reglas podrían ser: “Usar un lápiz y una hoja de papel y dibujar
cualquier cosa”. Y 2), un juego totalmente cerrado en el cual las reglas son:
“Tomar este dibujo con zonas numeradas y llenarlo con los colores numerados correspondientemente.”
En el primer juego la libertad es bastante total y el resultado es
impredecible, pero el porcentaje de fracaso es altísimo. En el segundo ejemplo,
hay carencia de libertad, el resultado es totalmente predecible, y al mismo
tiempo la posibilidad de fracaso es prácticamente nula.
El juego mejor, aunque nunca ideal, es uno que tiene una cantidad moderada
de reglas, que filtra un máximo de errores (la restricción), pero que maximiza
tanto lo impredecible (la libertad) como el éxito de los resultados.
El paralelo social de todo esto es la búsqueda de un modelo de democracia
verdadera, con un equilibrio entre las leyes y la libertad. Es una democracia
que no permitiría la apertura total correspondiente a una anarquía
individualista, libertaria y falta de ética. Pero tampoco permitiría la
ausencia de la libertad de decidir, tal cual la define un sistema totalitario.
La descripción puede sonar a metáfora, pero no lo es. Las reglas bajo las que
operan la producción del arte, la circulación del arte y su recepción, son
ideológicas.
Por lo tanto las reglas que el artista crea para el juego que
produce arte, reflejan bastante precisamente una serie compleja de varias
interacciones de poder. Son las que surgen entre el artista y la obra, entre el
artista y el público, y entre la obra y el público. Es la falla de no percibir
el papel que juega el poder en todo esto, lo que permite que nuestra sociedad
pueda suponer que el buen arte es apolítico y elogiarlo cuando lo es. Es esta
falla la que permite ver al arte como una actividad separada de la ética. Y es
esta la razón por la cual supuestamente el arte tampoco puede ser didáctico.
Hace unas siete décadas, Walter Benjamín en su “El escritor como productor”
conectó la didáctica con la calidad artística:
“Un escritor que no enseña a otros escritores, no le enseña a nadie. El
punto fundamental, por lo tanto, es que la producción del escritor tiene que
tener la característica de un modelo: tiene que ser capaz de instruir a otros
escritores en su producción, y segundo, tiene que ser capaz de poner a su
disposición un aparato mejorado. Cuanto más consumidores logre poner en
contacto con el proceso de producción, mejor será el aparato—en síntesis,
cuanto más lectores o espectadores el aparato convierta en colaboradores” ii
Mientras que Benjamin utiliza la relación con otros escritores como una
exigencia de nivel, muchos años más tarde el artista conceptual norteamericano
Joseph Kosuth, que en cierto modo parafrasea a Benjamín, llega a una conclusión
elitista:
“En su extremo más estricto y radical, el arte que yo llamo conceptual lo
es porque se basa sobre una investigación acerca de la naturaleza del arte. De
modo que no se trata sólo de la actividad de construir proposiciones
artísticas, sino del trabajo y la reflexión sobre todas las implicancias y
todos los aspectos del concepto de ‘arte’. [... El público del arte
conceptual está compuesto principalmente por artistas, lo cual quiere
decir que no existe un público separado de los participantes”.iii
En el mismo ensayo de Benjamin éste también definió al artista como un
productor. Mientras que esto parecía ideológicamente razonable para los
izquierdistas de su época, lo mismo que cuando algo más tarde se insistió en
llamar a los artistas “trabajadores de la cultura”, ambos términos sufren del
peligro de la reificación. Ambos aceptan la cosa que tiene un mensaje
como determinante de los valores con que se juzga esa cosa. Diría que en
arte es mucho más importante hacer conexiones que generalmente se suponen no
posibles, que fabricar productos.
Diría que lo primero que estamos considerando aquí no son los productos
sino los valores mismos y el proceso de juicio que los acompaña. De otra forma
no estaríamos discutiendo las formas de producción y de circulación a los que
se refiriera Fraser en la cita que leí antes. De hecho, Benjamín tampoco
hablaba del oficio del escritor en términos de su técnica, sino de su
“compromiso”.
Para Benjamin “compromiso” era una palabra compleja que trataba de incluir
todo el peso de la conciencia social, de la militancia y de la claridad de las
metas para un mejoramiento de la sociedad. Es decir, trataba de cuestionar el
sistema de valores bajo el cual se juzga a los objetos, y el autor o artista
como productor no era meramente un creador de productos.
Pienso que todo esto es más importante que el aprender a pintar o a hacer
un video o, más en general, aprender el “como” hacer, que es la base de la
enseñaza artesanal. Es el “que” hacer y para “quien” se hace lo que viene
primero. En uno de los ejercicios que utilicé en el primer período introductor
de arte en mi universidad, traté de discutir estos temas. Le pedí a la clase
que creara un humanoide que luego sería quien encargaría obras de arte. El
personaje, con algunas características humanas pero arbitrarias, era creado
colectivamente. En el pizarrón, cada estudiante tomaba turno para agregar una
parte del cuerpo. Como resultado la criatura terminaba con colas, varios
brazos, antenas, tres ojos, etc., generalmente reflejando los prejuicios estereotipados
que el estudiantado tiene con respecto al extra- terrestre. Luego analizábamos
a la criatura en términos de cómo sus atribuciones físicas afectaban su
percepción de la realidad (como se escucha un sonido con tres orejas, como se
afecta la concepción y percepción de la perspectiva si se tienen muchos ojos,
etc.).
A partir de esto tratamos de ver que tipo de interacción podía haber
entre ellos como grupo, que sociedad se podía deducir de la información que
teníamos, que cuerpo de leyes los regía, que tipo de arquitectura les servía,
etc. Más que nada, tratábamos de deducir que valores informaban a esa sociedad:
que cosas eran positivas y cuales negativas, que era castigable y como se
castigaba, y que era recompensable y cuales eran las recompensas. Todo este
proceso era armado para lograr identificar el gusto estético básico de esa
sociedad: que colores, formas, texturas, contenidos y dimensiones tenían una
carga positiva y cuales de ellas una negativa. Y también que función cumpliría
para ellos una obra de arte satisfactoria.
Con todo esto estudiado y la clase puesta de acuerdo, los estudiantes
pasaban a ser productores de arte mercenarios para esta sociedad. La iniciativa
del artista estaba completamente subordinada al público elegido. Tenían que
producir obras totalmente ajenas a sus gustos e intereses individuales, para
solamente satisfacer los de esta sociedad formada por las nuevas criaturas. La
idea de “adquisición” era muy relativa, dado que esa sociedad ni necesariamente
tenía dinero ni forzosamente creía en la propiedad privada. Los medios que se
elegían dependían exclusivamente del sistema sensorial del humanoide, no del
artista, y la ubicación de la obra correspondía a las nociones de espacio
determinadas y utilizadas por esa sociedad.
Cómo y que estímulos eran usados,
dependían solamente de los valores bajo los cuales operaba esa sociedad. Lo
único que se daba por hecho en el ejercicio era que tanto el artista humano—un
esclavo en esta sociedad—como la obra, eran descartables. En caso de desagrado,
y sin quebrar regla ética de ninguna especie, el artista y la obra podían ser
destruidos.
En una de mis clases, una estudiante de bastante edad, pidió la palabra
después de terminar su proyecto. Nos contó que su marido, un pintor de paredes,
había formado parte del equipo que borró el mural que Diego Rivera hiciera en
el Rockefeller Center en 1934. Rivera había incluido un retrato de Lenin en el
mural. Rockefeller exigió que lo borrara, y Rivera se negó. El marido de la
estudiante había vuelto a la casa comentando los hechos y diciendo: “La pintura
realmente no era tan mala”. Claro que se podría afirmar que Rivera no entendió
que aquí no era más que un artista mercenario contratado por una sociedad de
humanoides.
Pero la anécdota también sirve para discutir, en forma menos simplista, los
problemas de comunicación entre el artista y su público. Rivera quiso educar a
un público nuevo sin conocer o aceptar las reglas de ese público. Una de las
reglas era justamente que el propietario del contexto último de la obra de arte
determina su destino y su función, y aquí el propietario era Rockefeller. Y
Rockefeller no quiso que Rivera se pusiera en comunicación con el público que
él quería, o por lo menos que le dijera lo que quería decirle. Y todo esto,
estas relaciones y como discutirlas, también es enseñable.
Vuelvo entonces a mis creencias del principio: que el proceso de educación
de los artistas en el día de hoy es un fraude, y que las definiciones que se
utilizan hoy para el arte funcionan en contra de la gente. El error mayor en la
estructura de la enseñanza del arte entonces parece ser la ignorancia de
sus contradicciones. Existe una estructura diseñada para enseñar arte, pero el
mercado es incapaz de absorber a los que se gradúan de esa enseñaza. Existe una
estructura diseñada para enseñar arte, pero es una que está acompañada por la
presunción que la creación artística no es enseñable. La forma más cómoda y
barata de resolver estas hipocresías sería la eliminación de la estructura y
olvidarse del problema. La más difícil, cara, pero responsable y ética, es
enfrentar la misión del creador en lugar de la del artesano, y educar a la
sociedad para que reconozca y financie esa misión.
* texto de la conferencia del artista en el marco de
su exposición
en el Museo de Arte de la Universidad Nacional. Bogotá, marzo de 2012
** Para leer otro texto de Luis Camnitzer haz click aquí: "La corrupción en el arte / El arte de la corrupción"
** Para leer otro texto de Luis Camnitzer haz click aquí: "La corrupción en el arte / El arte de la corrupción"