29.10.12
PARA UNA REFUNDACION DE LAS PRACTICAS SOCIALES - FELIX GUATTARI
Para
una refundación de las prácticas sociales (1)
Felix Guattari
La rutina de la vida diaria y la banalidad del mundo tal como nos lo presentan los medios de comunicación, nos rodean de una atmósfera reconfortante en la que todo deja de tener verdadera importancia. Nos tapamos los ojos; nos obligamos a no pensar en el paso de nuestros tiempos, que velozmente deja atrás nuestro pasado conocido, que borra formas de ser y de vivir que aún están frescas en nuestra mente y emplasta nuestro futuro en un horizonte opaco cargado de densas nubes y miasmas. Dependemos aún más que nunca de la garantía de que nada está asegurado.
La desintegración de una de ellas ha desestabilizado el equilibrio de las dos "superpotencias" de ayer, que durante tanto tiempo se apuntalaron la una a la otra. Los países de la antigua Unión Soviética y de Europa del este se han visto arrastradas a un drama sin solución aparente. Los Estados Unidos, por su parte, no se han salvado de las violentas turbulencias de la civilización, como hemos visto en Los Ángeles. Los países del Tercer Mundo aún no se han sacudido la parálisis de encima: África, en especial, está estancada en un atroz tiempo muerto. Los desastres ecológicos, el hambre, el desempleo, el aumento del racismo y la xenofobia plagan, como tantas otras amenazas este fin de milenio.
Al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología han evolucionado a una extrema velocidad, facilitando al hombre los medios para resolver prácticamente todos sus problemas materiales. Pero la humanidad no ha sacado partido de estos medios, y sigue perpleja, impotente ante los retos a los que se enfrenta. Contribuye pasivamente a la contaminación del agua y del aire, a la destrucción de los bosques, al cambio climático, a la desaparición de una gran cantidad de especies, al empobrecimiento del capital genético de la biosfera, a la destrucción de los paisajes naturales, a la asfixia en que viven sus ciudades y al progresivo abandono de los valores culturales y de las referencias morales acerca de la solidaridad y la fraternidad... La humanidad parece haber perdido la cabeza o, más específicamente, la cabeza ya no trabaja en sintonía con el cuerpo. ¿Cómo puede la humanidad encontrar la brújula para reorientarse dentro de una modernidad cuya complejidad le sobrecoge?
Meditar sobre esta complejidad, renunciar, en particular, al enfoque reductivo del cientificismo cuando lo que hace falta es cuestionar sus prejuicios e intereses a corto plazo: esta es la perspectiva necesaria para entrar en esa era que he definido como "post-media", en un momento en el que todas las grandes revoluciones contemporáneas, positivas y negativas están siendo juzgadas de acuerdo con la información que se filtra por la industria de los medios de masas, que retiene sólo una descripción del evento [le petit coté événementiel] y nunca plantea lo que está en juego en toda su complejidad.
Es cierto que es difícil conseguir que las personas salgan de sí mismas, se olviden de sus preocupaciones más inmediatas y reflexionen sobre el presente y el futuro del mundo. Le faltan motivaciones colectivas para hacerlo. Casi todos los medios antiguos de comunicación, de reflexión y de diálogo se han disuelto en favor de un individualismo y una soledad a menudo equiparables a ansiedad y neurosis. Por eso yo abogo por la invención -bajo los auspicios de una nueva confluencia de la ecología medioambiental, la ecología social y la ecología mental- de un nuevo montaje colectivo de enunciados en lo que se refiere a la familia, al colegio, al barrio, etc...
El funcionamiento de los medios de masas actuales, y de la televisión en particular, es contraria a esta perspectiva. El telespectador permanece pasivo frente a la pantalla, preso de un relación semihipnótica, aislado del otro, vacío de consciencia de responsabilidad.
Sin embargo, esta situación no ha de durar indefinidamente. La evolución tecnológica introducirá nuevas posibilidades de interacción entre el medio y su usuario y entre los usuarios mismos. La confluencia de la pantalla audiovisual, la pantalla telemática y la pantalla de ordenador podría llevar a una auténtica revigorización de una inteligencia y una sensibilidad colectivas. La ecuación que rige actualmente (medios=pasividad) puede desaparecer más rápidamente de lo que pensamos. Evidentemente, no podemos esperar un milagro de estas tecnologías: todo dependerá, en último instancia, de la capacidad de los grupos de gente para hacerse con ellos y aplicarlos a fines apropiados.
La constitución de grandes mercados económicos y espacios políticos homogéneos, del tipo en que se están convirtiendo Europa y occidente, tendrá, de modo similar, un impacto en nuestra forma de ver el mundo. Pero estos factores gravitan en direcciones opuestas, de tal modo que el resultado dependerá de la evolución de las relaciones de poder entre los distintos grupos sociales, que, debemos tener en cuenta, aún no se han definido. A medida que se acentúa el antagonismo industrial y económico entre los Estados Unidos, Japón y Europa, la disminución en los costes de producción, la evolución de la productividad y la conquista del "mercado de valores" serán objetivos cada vez más elevados, que producirán un aumento en el desempleo estructural y un dualismo social cada vez más acentuado en las ciudadelas capitalistas. Esto sin mencionar su ruptura con el Tercer Mundo, que dará un giro cada vez más violento y trágico como consecuencia del crecimiento de la población.
Por otra parte, el asentamiento de estos grandes ejes de poder sin duda contribuirá a que se instituya una regulación -podríamos llamarla "orden planetario"- de naturaleza geopolítica y ecológica. Al favorecer la aplicación de grandes cantidades de recursos para fines de investigación o programas humanitarios y ecológicos, la presencia de estos ejes podría desempeñar un papel determinante en el futuro de la humanidad.
Pero a la vez sería inmoral y poco realista aceptar que la actual, casi maniquea división entre ricos y pobres, débiles y poderosos, crecerá indefinidamente. Desgraciadamente fue desde esta perspectiva desde la que, sin duda sin darse cuenta, los firmantes del llamado Heidelberg Appeal (presentado en la conferencia de Río) promulgaron la idea de que todas las decisiones fundamentales de la humanidad en cuestión de ecología deben depender de las iniciativas de las élites científicas (véase, en Le Monde Diplomatique, la editorial de Ignacio Ramonet, de julio de 1992, y el artículo de Jean-Marc Lévy-Leblond, de agosto de 1992). Este es el resultado de una increíble miopía cientificista.
En efecto, ¿Cómo podemos no darnos cuenta de que una parte esencial de los riesgos ecológicos que corre el planeta surgen de esa división en la subjetividad colectiva entre ricos y pobres? Los científicos deben encontrar su lugar dentro de una nueva democracia internacional que ellos mismos deben promover. ¡Y con esto no pretendo avivar ese mito del científico omnipotente que les impulsa por el camino!
¿Cómo podemos volver a conectar la cabeza y el cuerpo? ¿Cómo podemos combinar la ciencia y la tecnología con los valores humanos? ¿Cómo podemos ponernos de acuerdo sobre proyectos comunes respetando a la vez la singularidad de las posturas individuales? En el actual clima de impasividad, ¿con qué medios podemos provocar un despertar de las masas, un nuevo renacimiento? ¿Será el temor a una catástrofe provocación suficiente? Los accidentes ecológicos como el de Chernobyl, sin duda han provocado una reacción de la opinión pública. Pero no es sólo cuestión de blandir amenazas; es necesario avanzar hacia logros de orden práctico. También hay que tener en cuenta que el miedo en sí puede ejercer poder de fascinación.
El presentimiento de una catástrofe puede despertar el deseo subconsciente de que ésta se produzca, el anhelo de la nada, el instinto de destruir. Fue así como durante el nazismo las masas de alemanes vivieron atrapadas en la fantasía del fin del mundo asociada a una redención mítica de la humanidad. El énfasis debe estar, sobre todo, en la reconstrucción de un diálogo colectivo capaz de producir prácticas innovadoras. Sin un cambio de mentalidad, sin entrar en la era postmedia, no puede haber un control duradero del entorno. Sin embargo, sin modificaciones en el entorno social y material, no puede haber un cambio en las mentalidades. Nos encontramos ante un círculo que me lleva a postular la necesidad de fundar una "ecosofía" que enlace la ecología medioambiental con la ecología social y mental.
Desde esta perspectiva ecosófica, no se plantearía la posibilidad de reconstruir una ideología hegemónica, como lo fueron las principales religiones y el marxismo. Es absurdo, por ejemplo, que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial defiendan la propagación de un único modelo de crecimiento para el tercer mundo. África, América Latina y Asia deben poder seguir diferentes caminos socioculturales hacia el desarrollo.
El mercado mundial no tiene que dirigir la producción de todos los grupos humanos en nombre del crecimiento universal. El crecimiento capitalista no deja de ser puramente cuantitativo, mientras que un crecimiento complejo se ocuparía esencialmente de lo cualitativo. No es ni la hegemonía del Estado (como aparece en el socialismo burocrático) ni la del mercado mundial (bajo la bandera de las ideologías neo liberales) la que debe dictar el futuro de las actividades humanas y sus objetivos esenciales. Es, por tanto, necesario poner en marcha un diálogo planetario y promover una nueva ética de la diferencia que sustituya los poderes capitalistas actuales por una política basada en los deseos de las personas. Pero, ¿no nos llevaría esto al caos? A esta pregunta mi respuesta sería que la trascendencia del poder ya lleva, en todo caso, al caos, como demuestra la crisis actual. ¡En todo caso, el caos democrático es mejor que el caos producto del autoritarismo!
Ni el individuo ni el grupo pueden evitar un salto existencial al caos. Esto es lo que hacemos cada noche al vagar al mundo de los sueños. La pregunta fundamental es saber qué ganamos con este salto: ¿un sentimiento de desastre o el descubrimiento de nuevos contornos de lo posible? ¿Quién controla el caos capitalista actual? ¡El mercado de valores, las multinacionales y, en menor grado. los poderes del Estado! ¿En su mayor parte, organizaciones descerebradas! La existencia de un mercado mundial es sin duda indispensable para la estructuración de las relaciones económicas internacionales.
Pero no podemos esperar que este mercado milagrosamente regule el intercambio entre seres humanos en este planeta. El mercado inmobiliario contribuye al desorden en nuestras ciudades. El mercado del arte pervierte la creación estética. Es por tanto de esencial importancia que, junto con el mercado capitalista, aparezcan mercados territorializados que dependan del apoyo de formaciones substanciales, que reafirmen su modelo de valorización. Del caos capitalista debe surgir lo que yo llamo los "imanes" de valores: valores diversos, heterogéneos y disensuales [dissensuelle].
Los marxistas basaron el movimiento histórico en la necesidad de una progresión dialéctica fundamental de la lucha de clases. Los economistas liberales confían ciegamente en que el mercado libre resolverá las tensiones y las diferencias y dará lugar al mejor de los mundos. Y sin embargo, los hechos confirman (si es que hacen falta pruebas) que el progreso no está mecánica ni dialécticamente relacionado con la lucha de clases, con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, con el crecimiento económico ni con el mercado libre... Crecimiento no es sinónimo de progreso, como demuestra cruelmente el bárbaro resurgir de enfrentamientos sociales y urbanos, de conflictos interraciales y tensiones económicas mundiales.
El progreso social y moral no se puede disociar de las prácticas colectivas e individuales que le anteceden.
El nazismo y el fascismo no fueron males temporales, no fueron accidentes históricos que con el tiempo se superaron. Constituyen potencialidades que siempre están presentes; siguen poblando nuestro universo virtual: el estalinismo de los gulags, el despotismo maoísta, todo esto puede reaparecer mañana en nuevos contextos. Un microfascismo de varias caras prolifera en nuestras sociedades y se manifiesta en el racismo, la xenofobia, la fiebre del fundamentalismo religioso, el militarismo, la opresión de la mujer. La historia no garantiza el tránsito irreversible por las "fronteras progresivas". Sólo las prácticas humanas -el voluntarismo colectivo- pueden protegernos de caer en aún peores barbaridades. En este sentido, sería completamente ilusorio ponernos en manos de los imperativos formales para la defensa de los "derechos del hombre" o de los "derechos de las gentes". Los derechos no los garantiza una autoridad divina, dependen de la vitalidad de las instituciones y formaciones de poder que alimentan su existencia.
Una condición fundamental para conseguir fomentar con éxito una nueva conciencia planetaria se apoyaría, por tanto, en nuestra capacidad colectiva para la creación de sistemas de valores que se escapen de la laminación moral, psicológica y social de la valorización capitalista, que sólo está enfocada al beneficio económico. La alegría de vivir, la solidaridad y la compasión hacia otros son sentimientos que están al borde de la extinción y deben ser protegidos, reavivados e impulsados en nuevas direcciones. Los valores éticos y estéticos no nacen de los imperativos ni de los códigos trascendentales. Exigen una participación existencial basada en una inmanencia que debe reconquistarse continuamente. ¿Cómo creamos o expandimos un universo de valores de estas características? Desde luego no renunciando a las lecciones morales.
El poder de sugestión de la teoría de la información ha contribuido a ocultar la importancia de las dimensiones enunciativas de la comunicación. Nos lleva a olvidarnos de que, para que un mensaje tenga significado, debe ser recibido, no sólo transmitido. La información no se puede reducir a sus manifestaciones objetivas, es esencialmente, la producción de subjetividad, el proceso en que los universos incorpóreos adquieren consistencia [prise de consistance]. Estos elementos no pueden ser reducidos a un análisis en términos de improbabilidad ni calculados sobre la base de las elecciones binarias. La verdad de la información hace referencia a un acontecimiento existencial que tiene lugar dentro de quienes la reciben. Su registro no es de datos exactos, sino de la importancia de un problema, de la consistencia de un universo de valores. La actual crisis de los medios y la entrada en una era postmedia son los síntomas de una crisis mucho más profunda.
Lo que quiero subrayar es el carácter fundamentalmente pluralista, plurinuclear y heterogéneo de la subjetividad contemporánea, a pesar de la homogeneización a la que está sometida por parte de los medios de masas. En este sentido, una persona ya constituye un "colectivo" de componentes heterogéneos. Un fenómeno subjetivo hace referencia a territorios personales (el cuerpo, el ser) pero, al mismo tiempo, a territorios colectivos (la familia, la comunidad, el grupo étnico). Y a eso deben añadírsele todos los procesos de subjetivación encarnados en el habla, la escritura, la informática y la tecnología.
En las sociedades precapitalistas, la iniciación a las cosas de la vida y a los misterios del mundo se transmitía a través de las relaciones entre miembros de la familia, de la misma generación, de clanes, de gremios, a través de relaciones rituales, etc... Este tipo de intercambio directo entre individuos se ha ido haciendo cada vez menos frecuente. La subjetividad se forja a través de mediaciones múltiples, mientras que las relaciones individuales entre generaciones, sexos y grupos afines se ha debilitado. Por ejemplo, el papel desempeñado por los abuelos como fuente de memoria intergeneracional para los niños en muchos casos ha desaparecido.
El niño se desarrolla a la sombra de la televisión, de los juegos de ordenador, de las telecomunicaciones, de los cómics... Esta naciendo una nueva soledad de la máquina que, sin estar exenta de mérito, debe transformarse continuamente para adaptarse a los renovados patrones sociales. Más que de relaciones de oposición se trata de forjar un enramado polifónico entre el individuo y lo social. Aún está por componer de este modo una música subjetiva.
La nueva conciencia planetaria deberá replantearse el maquinismo. A menudo seguimos considerando la máquina y el espíritu humano como términos opuestos. Algunos filósofos mantienen que la tecnología moderna nos ha cerrado el acceso a nuestros cimientos ontológicos, a nuestro ser primordial. ¿Y si, por el contrario, una vuelta al espíritu y a los valores humanos fuera de la mano de una nueva alianza con las máquinas?
Los biólogos asocian la vida con un nuevo enfoque al maquinismo relacionado con la célula y los órganos del cuerpo, los lingüistas, los matemáticos y los sociólogos exploran otras modalidades de maquinismo. Ampliando así el concepto de máquina, subrayamos algunos de sus aspectos, hasta la fecha poco analizados. Las máquinas no son totalidades encerradas en sí mismas. Mantienen relaciones determinadas con una exterioridad espacio temporal, así como con universos de signos y campos de virtualidad. La relación entre el interior y el exterior de un sistema mecánico no es sólo el resultado del consumo de energía, de la producción de un objeto: se manifiesta igualmente a través de filos (phylums)(2) genéticos.
Una máquina sale a la superficie del presente como culminación de una estirpe anterior, y es el punto de partida o de ruptura desde el que se desarrollará una estirpe evolucionaría en el futuro. Explicar cómo surgen estas genealogías y campos de alteridad es complejo. Están continuamente siendo transformadas por las fuerzas creativas de las ciencias, las artes, las transformaciones sociales, que se entrelazan y constituyen una mecanoesfera que rodea nuestra bioesfera -no como el yugo restrictivo de una armadura externa, sino como eflorescencia mecánica abstracta que explora el futuro de la humanidad.
La vida del ser humano se sacrifica, por ejemplo, en una carrera contra el retrovirus del sida. Las ciencias biológicas y la tecnología médica deberán ganar la batalla contra esta enfermedad o, al final, la especie humana será eliminada. De modo similar, la inteligencia y la sensibilidad han sufrido una mutación total como resultado de la nueva tecnología informática, que se infiltra cada vez más en las fuerzas motivadoras de la sensibilidad, de los actos y de la inteligencia. Actualmente estamos siendo testigos de una mutación de la subjetividad que quizás sobrepase en importancia a la invención de la escritura o de la imprenta.
La humanidad debe someterse al matrimonio entre la razón, el sentimiento y las múltiples manifestaciones del maquinismo, o se arriesga a sumirse en el caos. Una renovación de la democracia podría tener como objetivo una gestión pluralista de sus componentes maquinistas. De esta manera, la justicia y la legislación forjarían nuevos vínculos con el mundo de la tecnología y la investigación (este ya es el caso con las comisiones que investigan los problemas éticos surgidos de la biología y la medicina contemporánea, pero debemos también crear comisiones que investiguen el aspecto ético de los medios, del urbanismo, de la educación).
Es necesario, en suma, delinear de nuevo las auténticas entidades existenciales de nuestra época, que ya no se corresponden con los que existían hace tan solo unas pocas décadas. Lo individual, lo social y lo mecánico se superponen, al igual que la justicia, la ética, la estética y la política. Se está produciendo un importante cambio en los objetivos: valores como la resingularización de la existencia, la responsabilidad ecológica y la creatividad mecánica están siendo llamadas a constituir el centro de una nueva polaridad progresiva que sustituya la antigua dicotomía derecha-izquierda.
La maquinaria de producción que se encuentra en la base de la economía mundial comulga de manera nunca vista con las llamadas industrias líder. No tiene en cuenta los otros sectores que caen a la cuneta porque no generan beneficios de capital. La democracia de las máquinas tendrá que volver a equilibrar los actuales sistemas de valorización. Producir una ciudad limpia, habitable, animada, plena de interacción social, desarrollar una medicina humana y efectiva y una educación enriquecedora son objetivos tan dignos como los de la línea de producción de automóviles o los de un equipo electrónico de alto rendimiento.
Las máquinas de hoy en día - tecnológicas, científicas, sociales - son capaces potencialmente de alimentar, vestir, transportar y educar a todos los seres humanos: los medios están disponibles, a nuestro alcance, para mantener con vida a los 10 billones de habitantes de este planeta. Son los sistemas de motivación para la producción y distribución justa de productos los que no dan la talla. La participación en la consecución de un bienestar material y moral, en una ecología social y mental, debería valorarse al mismo nivel que el trabajo en sectores líder o en especulación financiera.
La naturaleza misma del trabajo es la que ha cambiado como resultado de la prevalencia, siempre en aumento, de los aspectos no materiales de su fórmula: conocimiento, deseo, gusto estético, preocupaciones ecologistas. La actividad física y mental del hombre se encuentra cada vez unida a los aparatos técnicos, informáticos y de comunicación. En este sentido, las concepciones de Ford o Taylor sobre cómo organizar los centros industriales y sobre la ergonomía han sido superados. En el futuro será cada vez más necesario apelar a la iniciativa individual y colectiva, en todas las fases de producción y distribución (e incluso de consumo). La constitución de un nuevo paisaje de articulación colectiva del trabajo - en particular el que resulta del papel predominante de la telemática, la informática y la robótica - pondrá en tela de juicio las antiguas estructuras jerárquicas y, como consecuencia, llamará a una revisión de las actuales normas salariales.
Reflexionemos acerca de la crisis agrícola que se vive en los países desarrollados. Es legítimo que los mercados agrícolas se abran al tercer mundo, donde las condiciones climáticas y de productividad son a menudo más aptas para la producción agrícola que las de los países situados más al norte. Pero, ¿significa esto que los agricultores americanos, europeos y japoneses deban abandonar el campo y migrar a las ciudades? Por el contrario, es necesario redefinir la agricultura y la ganadería en estos países con el fin de valorar adecuadamente sus aspectos ecológicos y conservar el medioambiente. Bosques, montañas, ríos, costas, todo ello constituye un capital no capitalista, una inversión cualitativa que debe aportar un beneficio y debe volver a valorizarse continuamente, lo que implica, en particular, un replanteamiento radical de la posición que ocupan el agricultor y el pescador.
Lo mismo ocurre con las tareas domésticas: será necesario que los hombres y mujeres responsables de criar a los hijos –una tarea que no deja de complicarse cada vez más- reciban una remuneración adecuada. En general, una serie de actividades "privadas" empezarían a ocupar su puesto en el nuevo sistema de valorización económica que tendría en cuenta la diversidad y la heterogeneidad de las actividades de una utilidad social, estética o éticamente.
Para hacer posible un crecimiento de la clase asalariada que contemple el gran número de actividades sociales que están pendientes de ser valoradas, los economistas deberán quizás concebir una renovación de los sistemas monetarios actuales y de los sistemas de salarios. La coexistencia, por ejemplo, de divisas fuertes, que participen en el juego de la competencia económica mundial, con divisas protegidas, que no se cambien y que se localicen en un espacio social concreto, permitiría aliviar la pobreza extrema al distribuirse los bienes que surgen exclusivamente de un mercado interno y haría posible la proliferación de una gran gama de actividades sociales, actividades que de este modo perderían su imagen de aparente marginalidad.
Una revisión tal de la división y valorización del trabajo no implica necesariamente una disminución indefinida de la jornada laboral, ni adelantar la edad de jubilación. Sin duda, el maquinismo tiende a liberalizar cada vez más el "tiempo libre". Pero, libre ¿para qué?, ¿para dedicarse a actividades de ocio prefabricadas?, ¿para quedarse pegado a la televisión? ¿Cuántos jubilados no se hunden en la desesperación y la depresión tras unos cuantos meses en su nueva situación de inactividad? Paradójicamente, una redefinición ecosófica del trabajo iría paralela a un aumento en el periodo vital dedicado al trabajo.
Esto implicaría una hábil separación del tiempo de trabajo dedicado al mercado financiero, y del dedicado a una economía de valores sociales y mentales. Nos podemos imaginar, por ejemplo, jubilaciones moduladas que permitieran a los trabajadores, empleados y directivos que así lo deseasen mantener algún vínculo con las actividades de sus compañeros, especialmente con aquellas de carácter social y cultural. ¿No es absurdo que sean rechazados abruptamente justo cuando habían adquirido el más amplio conocimiento acerca de su campo de trabajo y cuando podrían resultar más útiles en el área de formación e investigación? La perspectiva de una reorganización social y cultural de estas características llevaría naturalmente a una nueva relación transversal entre los ensamblajes productivos y el resto de la comunidad.
Ya se están llevando a cabo programas experimentales con este enfoque dentro del marco de los sindicatos. En Chile, por ejemplo, se da un nuevo sindicalismo unido orgánicamente a su entorno social. Los militantes del "sindicalismo territorial" no sólo se ocupan de la defensa de los trabajadores pertenecientes al sindicato, sino también de las dificultades que viven los desempleados, las mujeres y los niños del barrio donde operan. Estos sindicatos participan en la organización de programas pedagógicos y culturales, y se interesan por problemas de salud, higiene, ecología y urbanismo. (Esta expansión del campo de competencia y de acción del trabajador no está bien vista por las fuerzas jerárquicas de la maquinaria sindicalista tradicional). En este país, los grupos en favor de la "ecología de la jubilación" se dedican a la organización cultural y relacional de los ancianos.
Es difícil, si bien fundamental, dar vuelta de hoja y olvidarnos de los viejos sistemas de referencia basados en una ruptura de oposición entre izquierda y derecha, socialismo y capitalismo, economía de mercado y economía de planificación estatal… No se trata de crear un punto de referencia "centrista", equidistante de ambos extremos, sino de disociarse de este modelo de sistema basado en una adhesión total, en un fundamento supuestamente científico o en conceptos trascendentales judiciales y éticos dados a priori. La opinión pública, ante las clases políticas, ha desarrollado una alergia a los discursos programáticos, a los dogmas que no toleran la diversidad de opinión.
Pero, mientras el debate público y los mecanismos de debate no han renovado sus formas de expresión, existe un gran peligro de que se alejen cada vez más del ejercicio de la democracia y se acerquen a la pasividad de la abstención o al activismo de las facciones reaccionarias. Esto significa que en una campaña política, no se trata tanto de conquistar el apoyo masivo del público para una idea, sino de ver cómo la opinión pública se estructura en múltiples segmentos sociales vitales. La realidad ya no es una e indivisible. Es plural y está marcada por líneas de posibilidad que la práctica humana puede coger al vuelo. Además de la energía, la información y los nuevos materiales, el deseo de escoger y asumir un riesgo se coloca en el núcleo de los nuevos retos de la era de la máquina, sean tecnológicos, sociales, teoréticos o estéticos.
Las "cartografías ecosóficas" que deben ser instituidas tendrán como particularidad que no sólo asumen las dimensiones del presente sino también las del futuro. Se interesarán tanto por lo que la vida del ser humano en la tierra será dentro de treinta años como por el sistema de transporte público de dentro de tres. Estas cartografías llevan implícitas la responsabilidad de velar por las generaciones futuras, o lo que el filósofo Hans Jonas denomina "una ética de responsabilidad"(3). Es inevitable que las decisiones que se hagan a largo plazo choquen con los intereses a corto plazo. Hay que conseguir que los grupos sociales afectados por estos problemas reflexionen sobre ellos, modifiquen sus costumbres y sus coordenadas mentales, que adopten nuevos valores y postulen un significado humano para las transformaciones tecnológicas del futuro.
En una palabra, negociar el presente en el nombre del futuro.
No se trata, sin embargo, de una cuestión de apoyarnos en visiones totalitarias y autoritarias de la historia, mesianismos que, en el nombre del paraíso o del equilibrio ecológico, pretendan gobernar la vida de todos y cada uno de nosotros. Cada "cartografía" representa una particular perspectiva del mundo que, aun cuando sea adoptada por un gran número de personas, siempre contendrá un cierto elemento de incertidumbre en su seno. Este es, en verdad, el más precioso capital, posible simiente de una auténtica receptividad hacia los demás.
La receptividad ante la disparidad, la singularidad, la marginalidad e incluso, la locura no surge sólo de los imperativos de la tolerancia y la fraternidad, sino que constituye una preparación esencial, una llamada permanente a ese orden de incertidumbre y la eliminación de las fuerzas del caos que siempre persiguen a las estructuras dominantes, autosuficientes que creen en su propia superioridad. Esta receptividad revolucionaría o restauraría la dirección de estas estructuras recargándolas con nueva potencialidad activando a través de ellas nuevas líneas de flujo creativo.
En medio de esta situación, se debe hallar una llama de verdad, que fulmine mi impaciencia por que los demás adopten mi punto de vista, y mi falta de buenas intenciones cuando intento forzar a otro a que acate mis deseos. No sólo debo aceptar esta adversidad, debo de amarla por lo que es: debo buscarla, comunicarme con ella, sumirme en ella, aumentarla. Me sacará de mi narcisismo, de mi ceguera burocrática y me devolverá un sentimiento de finitud que toda la subjetividad puerilizante de los medios de masas intenta ocultar. La democracia ecosófica no se entregaría a lo fácil para conseguir un acuerdo consensual: se dedicará a una metamodelación disensual. Con ella, la responsabilidad emerge del ser para transmitir al otro.
Sin la defensa de esta subjetividad de la diferencia, de lo atípico, de la utopía, nuestra época podría toparse con atroces conflictos de identidad como los que las gentes de la antigua Yugoslavia están sufriendo. Sería inútil apelar a la moralidad y al respeto hacia los derechos. La subjetividad desaparece en los valores vacíos del beneficio y el poder. Rechazar la posición que ocupan actualmente los medios, al mismo tiempo que se buscan nuevas formas de interactividad social para una creatividad institucional y un enriquecimiento de los valores ya sería un paso importante hacia una renovación de las prácticas sociales.
[Traducción: Carolina Díaz]
Notas Este artículo apareció bajo el título "Pour une refondation des pratiques sociales" en Le Monde Diplomatique (Oct. 1992): 26-7.
1. Unas semanas antes de su súbito fallecimiento el 29 de agosto de 1992, Félix Guattari nos envió [a Le Monde Diplomatique] este texto. Con el peso adicional que le confiere la triste desaparición del autor, esta ambiciosa y amplia colección de reflexiones adquiere en cierto modo el carácter de un testamento filosófico..
2. Los editores de Le Monde Dip. añaden aquí una nota explicativa sobre el significado de filo (phylum): estirpe primitiva de la que surge una serie genealógica.
3. Hans Jonas, Le Principe responsabilité. Une éthique pour la civilisation technologique, traducido al francés por Jean Greisch (Paris: Editions du Cerf, 1990). The Imperative of Responsibility: In Search of an Ethics for the Technological Age, traducido por H. Jonas and D. Herr (Chicago: University of Chicago Press, 1984).
Felix Guattari
La rutina de la vida diaria y la banalidad del mundo tal como nos lo presentan los medios de comunicación, nos rodean de una atmósfera reconfortante en la que todo deja de tener verdadera importancia. Nos tapamos los ojos; nos obligamos a no pensar en el paso de nuestros tiempos, que velozmente deja atrás nuestro pasado conocido, que borra formas de ser y de vivir que aún están frescas en nuestra mente y emplasta nuestro futuro en un horizonte opaco cargado de densas nubes y miasmas. Dependemos aún más que nunca de la garantía de que nada está asegurado.
La desintegración de una de ellas ha desestabilizado el equilibrio de las dos "superpotencias" de ayer, que durante tanto tiempo se apuntalaron la una a la otra. Los países de la antigua Unión Soviética y de Europa del este se han visto arrastradas a un drama sin solución aparente. Los Estados Unidos, por su parte, no se han salvado de las violentas turbulencias de la civilización, como hemos visto en Los Ángeles. Los países del Tercer Mundo aún no se han sacudido la parálisis de encima: África, en especial, está estancada en un atroz tiempo muerto. Los desastres ecológicos, el hambre, el desempleo, el aumento del racismo y la xenofobia plagan, como tantas otras amenazas este fin de milenio.
Al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología han evolucionado a una extrema velocidad, facilitando al hombre los medios para resolver prácticamente todos sus problemas materiales. Pero la humanidad no ha sacado partido de estos medios, y sigue perpleja, impotente ante los retos a los que se enfrenta. Contribuye pasivamente a la contaminación del agua y del aire, a la destrucción de los bosques, al cambio climático, a la desaparición de una gran cantidad de especies, al empobrecimiento del capital genético de la biosfera, a la destrucción de los paisajes naturales, a la asfixia en que viven sus ciudades y al progresivo abandono de los valores culturales y de las referencias morales acerca de la solidaridad y la fraternidad... La humanidad parece haber perdido la cabeza o, más específicamente, la cabeza ya no trabaja en sintonía con el cuerpo. ¿Cómo puede la humanidad encontrar la brújula para reorientarse dentro de una modernidad cuya complejidad le sobrecoge?
Meditar sobre esta complejidad, renunciar, en particular, al enfoque reductivo del cientificismo cuando lo que hace falta es cuestionar sus prejuicios e intereses a corto plazo: esta es la perspectiva necesaria para entrar en esa era que he definido como "post-media", en un momento en el que todas las grandes revoluciones contemporáneas, positivas y negativas están siendo juzgadas de acuerdo con la información que se filtra por la industria de los medios de masas, que retiene sólo una descripción del evento [le petit coté événementiel] y nunca plantea lo que está en juego en toda su complejidad.
Es cierto que es difícil conseguir que las personas salgan de sí mismas, se olviden de sus preocupaciones más inmediatas y reflexionen sobre el presente y el futuro del mundo. Le faltan motivaciones colectivas para hacerlo. Casi todos los medios antiguos de comunicación, de reflexión y de diálogo se han disuelto en favor de un individualismo y una soledad a menudo equiparables a ansiedad y neurosis. Por eso yo abogo por la invención -bajo los auspicios de una nueva confluencia de la ecología medioambiental, la ecología social y la ecología mental- de un nuevo montaje colectivo de enunciados en lo que se refiere a la familia, al colegio, al barrio, etc...
El funcionamiento de los medios de masas actuales, y de la televisión en particular, es contraria a esta perspectiva. El telespectador permanece pasivo frente a la pantalla, preso de un relación semihipnótica, aislado del otro, vacío de consciencia de responsabilidad.
Sin embargo, esta situación no ha de durar indefinidamente. La evolución tecnológica introducirá nuevas posibilidades de interacción entre el medio y su usuario y entre los usuarios mismos. La confluencia de la pantalla audiovisual, la pantalla telemática y la pantalla de ordenador podría llevar a una auténtica revigorización de una inteligencia y una sensibilidad colectivas. La ecuación que rige actualmente (medios=pasividad) puede desaparecer más rápidamente de lo que pensamos. Evidentemente, no podemos esperar un milagro de estas tecnologías: todo dependerá, en último instancia, de la capacidad de los grupos de gente para hacerse con ellos y aplicarlos a fines apropiados.
La constitución de grandes mercados económicos y espacios políticos homogéneos, del tipo en que se están convirtiendo Europa y occidente, tendrá, de modo similar, un impacto en nuestra forma de ver el mundo. Pero estos factores gravitan en direcciones opuestas, de tal modo que el resultado dependerá de la evolución de las relaciones de poder entre los distintos grupos sociales, que, debemos tener en cuenta, aún no se han definido. A medida que se acentúa el antagonismo industrial y económico entre los Estados Unidos, Japón y Europa, la disminución en los costes de producción, la evolución de la productividad y la conquista del "mercado de valores" serán objetivos cada vez más elevados, que producirán un aumento en el desempleo estructural y un dualismo social cada vez más acentuado en las ciudadelas capitalistas. Esto sin mencionar su ruptura con el Tercer Mundo, que dará un giro cada vez más violento y trágico como consecuencia del crecimiento de la población.
Por otra parte, el asentamiento de estos grandes ejes de poder sin duda contribuirá a que se instituya una regulación -podríamos llamarla "orden planetario"- de naturaleza geopolítica y ecológica. Al favorecer la aplicación de grandes cantidades de recursos para fines de investigación o programas humanitarios y ecológicos, la presencia de estos ejes podría desempeñar un papel determinante en el futuro de la humanidad.
Pero a la vez sería inmoral y poco realista aceptar que la actual, casi maniquea división entre ricos y pobres, débiles y poderosos, crecerá indefinidamente. Desgraciadamente fue desde esta perspectiva desde la que, sin duda sin darse cuenta, los firmantes del llamado Heidelberg Appeal (presentado en la conferencia de Río) promulgaron la idea de que todas las decisiones fundamentales de la humanidad en cuestión de ecología deben depender de las iniciativas de las élites científicas (véase, en Le Monde Diplomatique, la editorial de Ignacio Ramonet, de julio de 1992, y el artículo de Jean-Marc Lévy-Leblond, de agosto de 1992). Este es el resultado de una increíble miopía cientificista.
En efecto, ¿Cómo podemos no darnos cuenta de que una parte esencial de los riesgos ecológicos que corre el planeta surgen de esa división en la subjetividad colectiva entre ricos y pobres? Los científicos deben encontrar su lugar dentro de una nueva democracia internacional que ellos mismos deben promover. ¡Y con esto no pretendo avivar ese mito del científico omnipotente que les impulsa por el camino!
¿Cómo podemos volver a conectar la cabeza y el cuerpo? ¿Cómo podemos combinar la ciencia y la tecnología con los valores humanos? ¿Cómo podemos ponernos de acuerdo sobre proyectos comunes respetando a la vez la singularidad de las posturas individuales? En el actual clima de impasividad, ¿con qué medios podemos provocar un despertar de las masas, un nuevo renacimiento? ¿Será el temor a una catástrofe provocación suficiente? Los accidentes ecológicos como el de Chernobyl, sin duda han provocado una reacción de la opinión pública. Pero no es sólo cuestión de blandir amenazas; es necesario avanzar hacia logros de orden práctico. También hay que tener en cuenta que el miedo en sí puede ejercer poder de fascinación.
El presentimiento de una catástrofe puede despertar el deseo subconsciente de que ésta se produzca, el anhelo de la nada, el instinto de destruir. Fue así como durante el nazismo las masas de alemanes vivieron atrapadas en la fantasía del fin del mundo asociada a una redención mítica de la humanidad. El énfasis debe estar, sobre todo, en la reconstrucción de un diálogo colectivo capaz de producir prácticas innovadoras. Sin un cambio de mentalidad, sin entrar en la era postmedia, no puede haber un control duradero del entorno. Sin embargo, sin modificaciones en el entorno social y material, no puede haber un cambio en las mentalidades. Nos encontramos ante un círculo que me lleva a postular la necesidad de fundar una "ecosofía" que enlace la ecología medioambiental con la ecología social y mental.
Desde esta perspectiva ecosófica, no se plantearía la posibilidad de reconstruir una ideología hegemónica, como lo fueron las principales religiones y el marxismo. Es absurdo, por ejemplo, que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial defiendan la propagación de un único modelo de crecimiento para el tercer mundo. África, América Latina y Asia deben poder seguir diferentes caminos socioculturales hacia el desarrollo.
El mercado mundial no tiene que dirigir la producción de todos los grupos humanos en nombre del crecimiento universal. El crecimiento capitalista no deja de ser puramente cuantitativo, mientras que un crecimiento complejo se ocuparía esencialmente de lo cualitativo. No es ni la hegemonía del Estado (como aparece en el socialismo burocrático) ni la del mercado mundial (bajo la bandera de las ideologías neo liberales) la que debe dictar el futuro de las actividades humanas y sus objetivos esenciales. Es, por tanto, necesario poner en marcha un diálogo planetario y promover una nueva ética de la diferencia que sustituya los poderes capitalistas actuales por una política basada en los deseos de las personas. Pero, ¿no nos llevaría esto al caos? A esta pregunta mi respuesta sería que la trascendencia del poder ya lleva, en todo caso, al caos, como demuestra la crisis actual. ¡En todo caso, el caos democrático es mejor que el caos producto del autoritarismo!
Ni el individuo ni el grupo pueden evitar un salto existencial al caos. Esto es lo que hacemos cada noche al vagar al mundo de los sueños. La pregunta fundamental es saber qué ganamos con este salto: ¿un sentimiento de desastre o el descubrimiento de nuevos contornos de lo posible? ¿Quién controla el caos capitalista actual? ¡El mercado de valores, las multinacionales y, en menor grado. los poderes del Estado! ¿En su mayor parte, organizaciones descerebradas! La existencia de un mercado mundial es sin duda indispensable para la estructuración de las relaciones económicas internacionales.
Pero no podemos esperar que este mercado milagrosamente regule el intercambio entre seres humanos en este planeta. El mercado inmobiliario contribuye al desorden en nuestras ciudades. El mercado del arte pervierte la creación estética. Es por tanto de esencial importancia que, junto con el mercado capitalista, aparezcan mercados territorializados que dependan del apoyo de formaciones substanciales, que reafirmen su modelo de valorización. Del caos capitalista debe surgir lo que yo llamo los "imanes" de valores: valores diversos, heterogéneos y disensuales [dissensuelle].
Los marxistas basaron el movimiento histórico en la necesidad de una progresión dialéctica fundamental de la lucha de clases. Los economistas liberales confían ciegamente en que el mercado libre resolverá las tensiones y las diferencias y dará lugar al mejor de los mundos. Y sin embargo, los hechos confirman (si es que hacen falta pruebas) que el progreso no está mecánica ni dialécticamente relacionado con la lucha de clases, con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, con el crecimiento económico ni con el mercado libre... Crecimiento no es sinónimo de progreso, como demuestra cruelmente el bárbaro resurgir de enfrentamientos sociales y urbanos, de conflictos interraciales y tensiones económicas mundiales.
El progreso social y moral no se puede disociar de las prácticas colectivas e individuales que le anteceden.
El nazismo y el fascismo no fueron males temporales, no fueron accidentes históricos que con el tiempo se superaron. Constituyen potencialidades que siempre están presentes; siguen poblando nuestro universo virtual: el estalinismo de los gulags, el despotismo maoísta, todo esto puede reaparecer mañana en nuevos contextos. Un microfascismo de varias caras prolifera en nuestras sociedades y se manifiesta en el racismo, la xenofobia, la fiebre del fundamentalismo religioso, el militarismo, la opresión de la mujer. La historia no garantiza el tránsito irreversible por las "fronteras progresivas". Sólo las prácticas humanas -el voluntarismo colectivo- pueden protegernos de caer en aún peores barbaridades. En este sentido, sería completamente ilusorio ponernos en manos de los imperativos formales para la defensa de los "derechos del hombre" o de los "derechos de las gentes". Los derechos no los garantiza una autoridad divina, dependen de la vitalidad de las instituciones y formaciones de poder que alimentan su existencia.
Una condición fundamental para conseguir fomentar con éxito una nueva conciencia planetaria se apoyaría, por tanto, en nuestra capacidad colectiva para la creación de sistemas de valores que se escapen de la laminación moral, psicológica y social de la valorización capitalista, que sólo está enfocada al beneficio económico. La alegría de vivir, la solidaridad y la compasión hacia otros son sentimientos que están al borde de la extinción y deben ser protegidos, reavivados e impulsados en nuevas direcciones. Los valores éticos y estéticos no nacen de los imperativos ni de los códigos trascendentales. Exigen una participación existencial basada en una inmanencia que debe reconquistarse continuamente. ¿Cómo creamos o expandimos un universo de valores de estas características? Desde luego no renunciando a las lecciones morales.
El poder de sugestión de la teoría de la información ha contribuido a ocultar la importancia de las dimensiones enunciativas de la comunicación. Nos lleva a olvidarnos de que, para que un mensaje tenga significado, debe ser recibido, no sólo transmitido. La información no se puede reducir a sus manifestaciones objetivas, es esencialmente, la producción de subjetividad, el proceso en que los universos incorpóreos adquieren consistencia [prise de consistance]. Estos elementos no pueden ser reducidos a un análisis en términos de improbabilidad ni calculados sobre la base de las elecciones binarias. La verdad de la información hace referencia a un acontecimiento existencial que tiene lugar dentro de quienes la reciben. Su registro no es de datos exactos, sino de la importancia de un problema, de la consistencia de un universo de valores. La actual crisis de los medios y la entrada en una era postmedia son los síntomas de una crisis mucho más profunda.
Lo que quiero subrayar es el carácter fundamentalmente pluralista, plurinuclear y heterogéneo de la subjetividad contemporánea, a pesar de la homogeneización a la que está sometida por parte de los medios de masas. En este sentido, una persona ya constituye un "colectivo" de componentes heterogéneos. Un fenómeno subjetivo hace referencia a territorios personales (el cuerpo, el ser) pero, al mismo tiempo, a territorios colectivos (la familia, la comunidad, el grupo étnico). Y a eso deben añadírsele todos los procesos de subjetivación encarnados en el habla, la escritura, la informática y la tecnología.
En las sociedades precapitalistas, la iniciación a las cosas de la vida y a los misterios del mundo se transmitía a través de las relaciones entre miembros de la familia, de la misma generación, de clanes, de gremios, a través de relaciones rituales, etc... Este tipo de intercambio directo entre individuos se ha ido haciendo cada vez menos frecuente. La subjetividad se forja a través de mediaciones múltiples, mientras que las relaciones individuales entre generaciones, sexos y grupos afines se ha debilitado. Por ejemplo, el papel desempeñado por los abuelos como fuente de memoria intergeneracional para los niños en muchos casos ha desaparecido.
El niño se desarrolla a la sombra de la televisión, de los juegos de ordenador, de las telecomunicaciones, de los cómics... Esta naciendo una nueva soledad de la máquina que, sin estar exenta de mérito, debe transformarse continuamente para adaptarse a los renovados patrones sociales. Más que de relaciones de oposición se trata de forjar un enramado polifónico entre el individuo y lo social. Aún está por componer de este modo una música subjetiva.
La nueva conciencia planetaria deberá replantearse el maquinismo. A menudo seguimos considerando la máquina y el espíritu humano como términos opuestos. Algunos filósofos mantienen que la tecnología moderna nos ha cerrado el acceso a nuestros cimientos ontológicos, a nuestro ser primordial. ¿Y si, por el contrario, una vuelta al espíritu y a los valores humanos fuera de la mano de una nueva alianza con las máquinas?
Los biólogos asocian la vida con un nuevo enfoque al maquinismo relacionado con la célula y los órganos del cuerpo, los lingüistas, los matemáticos y los sociólogos exploran otras modalidades de maquinismo. Ampliando así el concepto de máquina, subrayamos algunos de sus aspectos, hasta la fecha poco analizados. Las máquinas no son totalidades encerradas en sí mismas. Mantienen relaciones determinadas con una exterioridad espacio temporal, así como con universos de signos y campos de virtualidad. La relación entre el interior y el exterior de un sistema mecánico no es sólo el resultado del consumo de energía, de la producción de un objeto: se manifiesta igualmente a través de filos (phylums)(2) genéticos.
Una máquina sale a la superficie del presente como culminación de una estirpe anterior, y es el punto de partida o de ruptura desde el que se desarrollará una estirpe evolucionaría en el futuro. Explicar cómo surgen estas genealogías y campos de alteridad es complejo. Están continuamente siendo transformadas por las fuerzas creativas de las ciencias, las artes, las transformaciones sociales, que se entrelazan y constituyen una mecanoesfera que rodea nuestra bioesfera -no como el yugo restrictivo de una armadura externa, sino como eflorescencia mecánica abstracta que explora el futuro de la humanidad.
La vida del ser humano se sacrifica, por ejemplo, en una carrera contra el retrovirus del sida. Las ciencias biológicas y la tecnología médica deberán ganar la batalla contra esta enfermedad o, al final, la especie humana será eliminada. De modo similar, la inteligencia y la sensibilidad han sufrido una mutación total como resultado de la nueva tecnología informática, que se infiltra cada vez más en las fuerzas motivadoras de la sensibilidad, de los actos y de la inteligencia. Actualmente estamos siendo testigos de una mutación de la subjetividad que quizás sobrepase en importancia a la invención de la escritura o de la imprenta.
La humanidad debe someterse al matrimonio entre la razón, el sentimiento y las múltiples manifestaciones del maquinismo, o se arriesga a sumirse en el caos. Una renovación de la democracia podría tener como objetivo una gestión pluralista de sus componentes maquinistas. De esta manera, la justicia y la legislación forjarían nuevos vínculos con el mundo de la tecnología y la investigación (este ya es el caso con las comisiones que investigan los problemas éticos surgidos de la biología y la medicina contemporánea, pero debemos también crear comisiones que investiguen el aspecto ético de los medios, del urbanismo, de la educación).
Es necesario, en suma, delinear de nuevo las auténticas entidades existenciales de nuestra época, que ya no se corresponden con los que existían hace tan solo unas pocas décadas. Lo individual, lo social y lo mecánico se superponen, al igual que la justicia, la ética, la estética y la política. Se está produciendo un importante cambio en los objetivos: valores como la resingularización de la existencia, la responsabilidad ecológica y la creatividad mecánica están siendo llamadas a constituir el centro de una nueva polaridad progresiva que sustituya la antigua dicotomía derecha-izquierda.
La maquinaria de producción que se encuentra en la base de la economía mundial comulga de manera nunca vista con las llamadas industrias líder. No tiene en cuenta los otros sectores que caen a la cuneta porque no generan beneficios de capital. La democracia de las máquinas tendrá que volver a equilibrar los actuales sistemas de valorización. Producir una ciudad limpia, habitable, animada, plena de interacción social, desarrollar una medicina humana y efectiva y una educación enriquecedora son objetivos tan dignos como los de la línea de producción de automóviles o los de un equipo electrónico de alto rendimiento.
Las máquinas de hoy en día - tecnológicas, científicas, sociales - son capaces potencialmente de alimentar, vestir, transportar y educar a todos los seres humanos: los medios están disponibles, a nuestro alcance, para mantener con vida a los 10 billones de habitantes de este planeta. Son los sistemas de motivación para la producción y distribución justa de productos los que no dan la talla. La participación en la consecución de un bienestar material y moral, en una ecología social y mental, debería valorarse al mismo nivel que el trabajo en sectores líder o en especulación financiera.
La naturaleza misma del trabajo es la que ha cambiado como resultado de la prevalencia, siempre en aumento, de los aspectos no materiales de su fórmula: conocimiento, deseo, gusto estético, preocupaciones ecologistas. La actividad física y mental del hombre se encuentra cada vez unida a los aparatos técnicos, informáticos y de comunicación. En este sentido, las concepciones de Ford o Taylor sobre cómo organizar los centros industriales y sobre la ergonomía han sido superados. En el futuro será cada vez más necesario apelar a la iniciativa individual y colectiva, en todas las fases de producción y distribución (e incluso de consumo). La constitución de un nuevo paisaje de articulación colectiva del trabajo - en particular el que resulta del papel predominante de la telemática, la informática y la robótica - pondrá en tela de juicio las antiguas estructuras jerárquicas y, como consecuencia, llamará a una revisión de las actuales normas salariales.
Reflexionemos acerca de la crisis agrícola que se vive en los países desarrollados. Es legítimo que los mercados agrícolas se abran al tercer mundo, donde las condiciones climáticas y de productividad son a menudo más aptas para la producción agrícola que las de los países situados más al norte. Pero, ¿significa esto que los agricultores americanos, europeos y japoneses deban abandonar el campo y migrar a las ciudades? Por el contrario, es necesario redefinir la agricultura y la ganadería en estos países con el fin de valorar adecuadamente sus aspectos ecológicos y conservar el medioambiente. Bosques, montañas, ríos, costas, todo ello constituye un capital no capitalista, una inversión cualitativa que debe aportar un beneficio y debe volver a valorizarse continuamente, lo que implica, en particular, un replanteamiento radical de la posición que ocupan el agricultor y el pescador.
Lo mismo ocurre con las tareas domésticas: será necesario que los hombres y mujeres responsables de criar a los hijos –una tarea que no deja de complicarse cada vez más- reciban una remuneración adecuada. En general, una serie de actividades "privadas" empezarían a ocupar su puesto en el nuevo sistema de valorización económica que tendría en cuenta la diversidad y la heterogeneidad de las actividades de una utilidad social, estética o éticamente.
Para hacer posible un crecimiento de la clase asalariada que contemple el gran número de actividades sociales que están pendientes de ser valoradas, los economistas deberán quizás concebir una renovación de los sistemas monetarios actuales y de los sistemas de salarios. La coexistencia, por ejemplo, de divisas fuertes, que participen en el juego de la competencia económica mundial, con divisas protegidas, que no se cambien y que se localicen en un espacio social concreto, permitiría aliviar la pobreza extrema al distribuirse los bienes que surgen exclusivamente de un mercado interno y haría posible la proliferación de una gran gama de actividades sociales, actividades que de este modo perderían su imagen de aparente marginalidad.
Una revisión tal de la división y valorización del trabajo no implica necesariamente una disminución indefinida de la jornada laboral, ni adelantar la edad de jubilación. Sin duda, el maquinismo tiende a liberalizar cada vez más el "tiempo libre". Pero, libre ¿para qué?, ¿para dedicarse a actividades de ocio prefabricadas?, ¿para quedarse pegado a la televisión? ¿Cuántos jubilados no se hunden en la desesperación y la depresión tras unos cuantos meses en su nueva situación de inactividad? Paradójicamente, una redefinición ecosófica del trabajo iría paralela a un aumento en el periodo vital dedicado al trabajo.
Esto implicaría una hábil separación del tiempo de trabajo dedicado al mercado financiero, y del dedicado a una economía de valores sociales y mentales. Nos podemos imaginar, por ejemplo, jubilaciones moduladas que permitieran a los trabajadores, empleados y directivos que así lo deseasen mantener algún vínculo con las actividades de sus compañeros, especialmente con aquellas de carácter social y cultural. ¿No es absurdo que sean rechazados abruptamente justo cuando habían adquirido el más amplio conocimiento acerca de su campo de trabajo y cuando podrían resultar más útiles en el área de formación e investigación? La perspectiva de una reorganización social y cultural de estas características llevaría naturalmente a una nueva relación transversal entre los ensamblajes productivos y el resto de la comunidad.
Ya se están llevando a cabo programas experimentales con este enfoque dentro del marco de los sindicatos. En Chile, por ejemplo, se da un nuevo sindicalismo unido orgánicamente a su entorno social. Los militantes del "sindicalismo territorial" no sólo se ocupan de la defensa de los trabajadores pertenecientes al sindicato, sino también de las dificultades que viven los desempleados, las mujeres y los niños del barrio donde operan. Estos sindicatos participan en la organización de programas pedagógicos y culturales, y se interesan por problemas de salud, higiene, ecología y urbanismo. (Esta expansión del campo de competencia y de acción del trabajador no está bien vista por las fuerzas jerárquicas de la maquinaria sindicalista tradicional). En este país, los grupos en favor de la "ecología de la jubilación" se dedican a la organización cultural y relacional de los ancianos.
Es difícil, si bien fundamental, dar vuelta de hoja y olvidarnos de los viejos sistemas de referencia basados en una ruptura de oposición entre izquierda y derecha, socialismo y capitalismo, economía de mercado y economía de planificación estatal… No se trata de crear un punto de referencia "centrista", equidistante de ambos extremos, sino de disociarse de este modelo de sistema basado en una adhesión total, en un fundamento supuestamente científico o en conceptos trascendentales judiciales y éticos dados a priori. La opinión pública, ante las clases políticas, ha desarrollado una alergia a los discursos programáticos, a los dogmas que no toleran la diversidad de opinión.
Pero, mientras el debate público y los mecanismos de debate no han renovado sus formas de expresión, existe un gran peligro de que se alejen cada vez más del ejercicio de la democracia y se acerquen a la pasividad de la abstención o al activismo de las facciones reaccionarias. Esto significa que en una campaña política, no se trata tanto de conquistar el apoyo masivo del público para una idea, sino de ver cómo la opinión pública se estructura en múltiples segmentos sociales vitales. La realidad ya no es una e indivisible. Es plural y está marcada por líneas de posibilidad que la práctica humana puede coger al vuelo. Además de la energía, la información y los nuevos materiales, el deseo de escoger y asumir un riesgo se coloca en el núcleo de los nuevos retos de la era de la máquina, sean tecnológicos, sociales, teoréticos o estéticos.
Las "cartografías ecosóficas" que deben ser instituidas tendrán como particularidad que no sólo asumen las dimensiones del presente sino también las del futuro. Se interesarán tanto por lo que la vida del ser humano en la tierra será dentro de treinta años como por el sistema de transporte público de dentro de tres. Estas cartografías llevan implícitas la responsabilidad de velar por las generaciones futuras, o lo que el filósofo Hans Jonas denomina "una ética de responsabilidad"(3). Es inevitable que las decisiones que se hagan a largo plazo choquen con los intereses a corto plazo. Hay que conseguir que los grupos sociales afectados por estos problemas reflexionen sobre ellos, modifiquen sus costumbres y sus coordenadas mentales, que adopten nuevos valores y postulen un significado humano para las transformaciones tecnológicas del futuro.
En una palabra, negociar el presente en el nombre del futuro.
No se trata, sin embargo, de una cuestión de apoyarnos en visiones totalitarias y autoritarias de la historia, mesianismos que, en el nombre del paraíso o del equilibrio ecológico, pretendan gobernar la vida de todos y cada uno de nosotros. Cada "cartografía" representa una particular perspectiva del mundo que, aun cuando sea adoptada por un gran número de personas, siempre contendrá un cierto elemento de incertidumbre en su seno. Este es, en verdad, el más precioso capital, posible simiente de una auténtica receptividad hacia los demás.
La receptividad ante la disparidad, la singularidad, la marginalidad e incluso, la locura no surge sólo de los imperativos de la tolerancia y la fraternidad, sino que constituye una preparación esencial, una llamada permanente a ese orden de incertidumbre y la eliminación de las fuerzas del caos que siempre persiguen a las estructuras dominantes, autosuficientes que creen en su propia superioridad. Esta receptividad revolucionaría o restauraría la dirección de estas estructuras recargándolas con nueva potencialidad activando a través de ellas nuevas líneas de flujo creativo.
En medio de esta situación, se debe hallar una llama de verdad, que fulmine mi impaciencia por que los demás adopten mi punto de vista, y mi falta de buenas intenciones cuando intento forzar a otro a que acate mis deseos. No sólo debo aceptar esta adversidad, debo de amarla por lo que es: debo buscarla, comunicarme con ella, sumirme en ella, aumentarla. Me sacará de mi narcisismo, de mi ceguera burocrática y me devolverá un sentimiento de finitud que toda la subjetividad puerilizante de los medios de masas intenta ocultar. La democracia ecosófica no se entregaría a lo fácil para conseguir un acuerdo consensual: se dedicará a una metamodelación disensual. Con ella, la responsabilidad emerge del ser para transmitir al otro.
Sin la defensa de esta subjetividad de la diferencia, de lo atípico, de la utopía, nuestra época podría toparse con atroces conflictos de identidad como los que las gentes de la antigua Yugoslavia están sufriendo. Sería inútil apelar a la moralidad y al respeto hacia los derechos. La subjetividad desaparece en los valores vacíos del beneficio y el poder. Rechazar la posición que ocupan actualmente los medios, al mismo tiempo que se buscan nuevas formas de interactividad social para una creatividad institucional y un enriquecimiento de los valores ya sería un paso importante hacia una renovación de las prácticas sociales.
[Traducción: Carolina Díaz]
Notas Este artículo apareció bajo el título "Pour une refondation des pratiques sociales" en Le Monde Diplomatique (Oct. 1992): 26-7.
1. Unas semanas antes de su súbito fallecimiento el 29 de agosto de 1992, Félix Guattari nos envió [a Le Monde Diplomatique] este texto. Con el peso adicional que le confiere la triste desaparición del autor, esta ambiciosa y amplia colección de reflexiones adquiere en cierto modo el carácter de un testamento filosófico..
2. Los editores de Le Monde Dip. añaden aquí una nota explicativa sobre el significado de filo (phylum): estirpe primitiva de la que surge una serie genealógica.
3. Hans Jonas, Le Principe responsabilité. Une éthique pour la civilisation technologique, traducido al francés por Jean Greisch (Paris: Editions du Cerf, 1990). The Imperative of Responsibility: In Search of an Ethics for the Technological Age, traducido por H. Jonas and D. Herr (Chicago: University of Chicago Press, 1984).
MICHEL FOUCAULT - LOS ESPACIOS OTROS (HETEROTOPIAS)
«Des espaces autres», conferencia pronunciada en el Centre d’Études
architecturales el 14 de marzo de 1967 y publicada en Architecture, Mouvement,
Continuité, n° 5, octubre 1984, págs. 46-49. Traducción al español por Luis
Gayo Pérez Bueno, publicada en revista Astrágalo, n° 7, septiembre de 1997.
Una reflexión sobre espacios donde las funciones y las percepciones se desvían en relación con los lugares comunes donde la vida humana se desarrolla
Nadie ignora que la gran obsesión del siglo xix, su idea fija, fue la historia: ya como desarrollo y fin, crisis y ciclo, acumulación del pasado, sobrecarga de muertos o enfriamiento amenazante del mundo. El siglo xix encontró en el segundo principio de la termodinámica el grueso de sus recursos mitológicos. Nuestra época sería más bien la época del espacio. Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla.
Podría decirse acaso que las
disputas ideológicas que animan las polémicas actuales se verifican entre los
descendientes devotos del tiempo y los empedernidos habitantes del espacio. El
estructuralismo, o al menos lo que se agrupa bajo esa rúbrica un tanto
genérica, consiste en el esfuerzo para establecer, entre elementos que a lo
largo del tiempo han podido estar desperdigados, un conjunto de relaciones que
los haga aparecer como una especie de configuración; y con esto no se trata
tanto de negar el tiempo, no; es un modo determinado de abordar lo que se
denomina tiempo y lo que se denomina historia.
No podemos dejar de señalar no obstante que el espacio que se nos descubre
hoy en el horizonte de nuestras inquietudes, teorías, sistemas no es una
innovación; el espacio, en la experiencia occidental, tiene una historia, y no
cabe ignorar por más tiempo este fatal entrecruzamiento del tiempo con el
espacio.
Para bosquejar aunque sea burdamente esta historia del espacio
podríamos decir que en la Edad Media era un conjunto jerarquizado de lugares:
lugares sagrados y profanos, lugares resguardados y lugares, por el contrario,
abiertos, sin defensa, lugares urbanos y lugares rurales (dispuestos para la
vida efectiva de los humanos); la teoría cosmológica distinguía entre lugares
supracelestes, en oposición a los celestes; y lugares celestes opuestos a su
vez a los terrestres; había lugares en los que los objetos se encontraban
situados porque habían sido desplazados a pura fuerza, y luego lugares, por el
contrario, en que los objetos encontraban su emplazamiento y su sitio
naturales. Toda esta jerarquía, esta oposición, esta superposición de lugares
constituía lo que cabría llamar groseramente el espacio medieval, un espacio de
localización.
La apertura de este espacio de localización vino de la mano de Galileo,
pues el verdadero escándalo de la obra de Galileo no fue tanto el haber
descubierto, el haber redescubierto, más bien, que la Tierra giraba alrededor
del Sol, sino el haber erigido un espacio infinito, e infinitamente abierto. de
tal modo que el espacio de la Edad Media se encontraba de algún modo como
disuelto, el lugar de una cosa no era sino un punto en su movimiento, tanto
como el repose de una cosa no era sino un movimiento indefinidamente
ralentizado. En otras palabras, desde Galileo, desde el siglo xviii, la
extensión sustituye a la localización.
Espacio de ubicación
En la actualidad, la ubicación ha sustituido a la extensión, que a su vez sustituyó a la localización. La ubicación se define por las relaciones de vecindad entre puntos o elementos; formalmente, puede describirse como series, árboles, cuadrículas.
Por otro lado, es conocida la importancia de los problemas de ubicación en
la técnica contemporánea: almacenamiento de la información o de los resultados
parciales de un cálculo en la memoria de una máquina, circulación de elementos
discrecionales, de salida aleatoria (caso de los automóviles y hasta de los
sonidos en una línea telefónica), marcación de elementos, señalados o cifrados,
en el interior de un conjunto ya repetido al azar, ya ordenado dentro de una
clasificación unívoca o según una clasificación plurívoca, etc.
Más en concreto, el problema del lugar o de la ubicación se plantea para los
humanos en términos de demografía; y este último problema de la ubicación
humana no consiste simplemente en resolver la cuestión de habrá bastante
espacio para la especie humana en el mundo —problema, por lo demás, de suma
importancia—, sino también en determinar qué relaciones de vecindad, qué clase
de almacenamiento, de circulación, de marcación, de clasificación de los elementos
humanos debe ser considerada preferentemente en tal o cual situación para
alcanzar tal o cual fin. Vivimos en una época en la que espacio se nos ofrece
bajo la forma de relaciones de ubicación.
Sea como fuere, tengo para mí que la inquietud actual se suscita
fundamentalmente en relación con el espacio, mucho más que en relación con el
tiempo; el tiempo no aparece probablemente más que como uno de los juegos de
distribución posibles entre los elementos que se reparten en el espacio.
Ahora bien, pese a todas las técnicas que lo delimitan, pese a todas las
redes de saber que permiten definirlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo
no está todavía completamente desacralizado —a diferencia sin duda del tiempo,
que sí lo fue en el siglo xix—. Es verdad que ha habido una cierta
desacralización teórica del espacio ( a la que la obra de Galileo dio la señal
de partida), pero quizás aún no asistimos a una efectiva desacralización del
espacio. Y es posible que nuestra propia vida esté dominada por un determinado
número de oposiciones intangibles, a las que la institución y la práctica aún
no han osado acometer; oposiciones que admitimos como cosas naturales: por
ejemplo, las relativas al espacio público y al espacio privado, espacio
familiar y espacio social, espacio cultural y espacio productivo, espacio de
recreo y espacio laboral; espacios todos informados por una sorda
sacralización.
La obra —inmensa de Bachelard—, las descripciones de los fenomenólogos nos
han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien,
en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizás por fantasmas: el
espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de
nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas;
espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un
espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un
espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un
espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal.
Estos análisis, no obstante, aun siendo fundamentales para la reflexión
contemporánea, hacen referencia sobre todo al espacio interior. Mi interés aquí
es tratar del espacio exterior.
El espacio que habitamos, que nos hace salir fuera de nosotros mismos, en
el cual justamente se produce la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y
de nuestra historia, este espacio que nos consume y avejenta es también en sí
mismo un espacio heterogéneo. En otras palabras, no vivimos en una especie de
vacío, en cuyo seno podrían situarse las personas y las cosas. No vivimos en el
interior de un vacío que cambia de color, vivimos en el interior de un conjunto
de relaciones que determinan ubicaciones mutuamente irreductibles y en modo
alguno superponibles.
Nada costaría, claro está, emprender la descripción de estas distintas
ubicaciones, investigando cuál es el conjunto de relaciones que permite definir
esa ubicación. Sin ir más lejos, describir el conjunto de relaciones que
definen las ubicaciones de las travesías, las calles, los ferrocarriles (el
ferrocarril constituye un extraordinario haz de relaciones por cuyo medio uno
va, asimismo permite desplazarse de un sitio a otro y él mismo también se
desplaza). Podría perfectamente describir, por el haz de relaciones que permite
definirlas, las ubicaciones de detención provisional en que consisten los
cafés, los cinematógrafos, las playas.
De igual modo podrían definirse, por su
red de relaciones, los lugares de descanso, clausurados o semiclausurados, en
que consisten la casa, el cuarto, el lecho, etc. Pero lo que me interesa son,
entre todas esas ubicaciones, justamente aquellas que tienen la curiosa
propiedad de ponerse en relación con todas las demás ubicaciones, pero de un
modo tal que suspenden, neutralizan o invierten el conjunto de relaciones que
se hallan por su medio señaladas, reflejadas o manifestadas. Estos espacios, de
algún modo, están en relación con el resto, que contradicen no obstante las
demás ubicaciones, y son principalmente de dos clases.
Heterotopías
Tenemos en primer término las utopías. Las utopías son los lugares sin espacio real. Son los espacios que entablan con el espacio real una relación general de analogía directa o inversa. Se trata de la misma sociedad en su perfección máxima o la negación de la sociedad, pero, de todas suertes, utopías con espacios que son fundamental y esencialmente irreales.
Hay de igual modo, y probablemente en toda cultura, en toda civilización,
espacios reales, espacios efectivos, espacios delineados por la sociedad misma,
y que son una especie de contraespacios, una especie de utopías efectivamente
verificadas en las que los espacios reales, todos los demás espacios reales que
pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados,
impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los
espacios, aunque no obstante sea posible su localización.
A tales espacios,
puesto que son completamente distintos de todos los espacios de los que son
reflejo y alusión, los denominaré, por oposición a las utopías, heterotopías: y
tengo para mí que entre las utopías y esos espacios enteramente contrarios, las
heterotopías, cabría a no dudar una especie de experiencia mixta, mítica, que
vendría representada por el espejo. El espejo, a fin de cuentas, es una utopía,
pues se trata del espacio vacío de espacio.
En el espejo me veo allí donde no
estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente tras la superficie, estoy
allí, allí donde no estoy, una especie de sombra que me devuelve mi propia
visibilidad, que me permite mirarme donde no está más que mi ausencia: utopía
del espejo. pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo
tiene una existencia real, y en la que produce, en el lugar que ocupo, una
especie de efecto de rechazo: como consecuencia del espejo me descubro ausente
del lugar porque me contemplo allí.
Como consecuencia de esa mirada que de
algún modo se dirige a mí, desde el fondo de este espacio virtual en que
consiste el otro lado del cristal, me vuelvo hacia mi persona y vuelvo mis ojos
sobre mí mismo y tomo cuerpo allí donde estoy; el espejo opera como una
heterotopía en el sentido de que devuelve el lugar que ocupa justo en el
instante en que me miro en el cristal, a un tiempo absolutamente real, en
relación con el espacio ambiente, y absolutamente irreal, porque resulta
forzoso, para aparecer reflejado, comparecer ante ese punto virtual que está
allí.
En cuanto a las heterotopías propiamente dichas, ¿cómo podríamos definirlas,
en qué consisten? Podríamos suponer no tanto una ciencia, un concepto tan
prostituido en este tiempo, como una especie de descripción sistemática que
tendría como objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análisis, la
descripción, la «interpretación», como gusta decirse ahora, de esos espacios
diferentes, de esos otros espacios, una suerte de contestación a un tiempo
mítica y real del espacio en que vivimos: descripción que podríamos llamar la
heterotopología. He aquí una constante de todo grupo humano. Pero las
heterotopias adoptan formas muy variadas y acaso no encontremos una sola forma
de heterotopía que sea absolutamente universal. no obstante, podemos
clasificarlas en dos grandes tipos.
En las sociedades “primitivas” se da una cierta clase de heterotopías que
podríamos denominar heterotopias de crisis, es decir, que hay lugares aforados,
o sagrados o vedados, reservados a los individuos que se encuentran en relación
con la sociedad, y en el medio humano en cuyo seno viven, en crisis a saber:
los adolescentes, las menstruantes, las embarazadas, los ancianos, etc.
En nuestra sociedad, este tipo de heterotopias de crisis van camino de
desaparecer, aunque todavía es posible hallar algunos vestigios. Sin ir más
lejos, la escuela, en su forma decimonónica, el servicio militar, en el caso de
los jóvenes, han tenido tal función, las primeras manifestaciones de la
sexualidad masculina debían verificarse por fuerza «fuera» del ámbito familiar.
En el caso de las muchachas, hasta mediados del siglo xx, imperaba la costumbre
del «viaje de bodas»: es una cuestión antiquísima. La pérdida de la flor, en el
caso de las muchachas, tenía que producirse en «tierra de nadie» y, a tales
efectos, el tren, el hotel, representaba justamente esa «tierra de nadie», esta
heterotopía sin referencias geográficas.
Más estas heterotopías de crisis en la actualidad están desapareciendo y
están siendo reemplazadas, me parece, por heterotopías que cabría llamar de
desviación, es decir: aquellas que reciben a individuos cuyo comportamiento es
considerado desviado en relación con el medio o con la norma social. Es el caso
de las residencias, las clínicas psiquiátricas; es también el caso de las
prisiones y también de los asilos, que se encuentran de algún modo entre las
heterotopías de crisis y las heterotopías de desviación, pues, a fin de
cuentas, la vejez es una crisis, y al mismo tiempo una desviación, porque en
nuestra sociedad, en la que el tiempo libre es normativizado, la ociosidad
supone una especie de desviación.
El segundo principio de esta
sistemática de las heterotopías consiste en que, en el decurso
de su historia, una sociedad suele asignar funciones muy distintas a una misma
heterotopía vigente; de hecho, cada heterotopía tiene una función concreta y
determinada dentro de una sociedad dada, e idéntica heterotopía puede, según la
sincronía del medio cultural, tener una u otra función.
Pondría como ejemplo la sorprendente heterotopía del cementerio. El
cementerio constituye un espacio respecto de las espacios comunes, es un
espacio que está no obstante en relación con el conjunto de todos los espacios
de la ciudad o de la sociedad o del pueblo, ya que cada persona, cada familia
tiene a sus ascendientes en el cementerio. En la cultura occidental, el
cementerio ha existido casi siempre.
Pero ha sufrido cambios de consideración.
Hasta finales del siglo xviii, el cementerio estaba situado en el centro mismo
de la ciudad, en los aledaños de la iglesia, con una disposición jerárquica
múltiple. Allí se encuentra el pudridero en el que los cadáveres terminan por
despojarse de sus últimas briznas de individualidad, sepulturas individuales y
sepulturas en el interior de la iglesia. Tales sepulturas eran de dos clases, a
saber: lápidas con una inscripción o mausoleos con una estatuaria. Tal
cementerio, que se situaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha tomado en
las civilizaciones modernas un cariz muy distinto y es, sorprendentemente, en
la época en la que la civilización se torna, como suele decirse groseramente,
«atea», cuando la cultura occidental ha inaugurado lo que conocemos como el
culto a los difuntos.
Aunque bien mirado, es perfectamente natural que en la época en la que se
creía efectivamente en la resurrección de la carne y en la inmortalidad del
alma no se prestara a los restos mortales demasiada importancia. Por el
contrario, desde el momento en que la fe en el alma, en la resurrección de la
carne declina, los restos mortales cobran mayor consideración, pues, a la
postre, son las únicas huellas de nuestra existencia entre los vivos y entre
los difuntos.
Sea como fuere, no es sino a partir del siglo xix cuando cada persona tiene
derecho al nicho y a su propia podredumbre: pero, por otro lado, sólo a partir
del siglo xix es cuando se comienza a instalar los cementerios en la periferia
de las ciudades. Parejamente a esta individualización de la muerte y a la
apropiación burguesa del cementerio, surge la consideración obsesiva de la
muerte como «enfermedad». Los muertos son los que contagian las enfermedades a
los vivos y es la presencia y la cercanía de los difuntos pared con pared con
las viviendas, la iglesia, en medio de la calle, esta proximidad de la muerte
es la que propaga la misma muerte. Esta gran cuestión de la enfermedad
propagada por el contagio de los cementerios persiste desde finales del siglo
xviii, siendo a lo largo del siglo xix cuando se comienzan a trasladar los
cementerios a las afueras. Los cementerios no constituyen tampoco el viento
sagrado e inmortal de la ciudad, sino la «otra ciudad», en la que cada familia
tiene su última morada.
Tercer principio. La heterotopía
tiene el poder de yuxtaponer en un único lugar real distintos espacios, varias
ubicaciones que se excluyen entre sí. Así, el teatro hace suceder sobre el
rectángulo del escenario toda una serie de lugares ajenos entre sí; así, el
cine no es sino una particular sala rectangular en cuyo fondo, sobre una
pantalla de dos dimensiones, vemos proyectarse un espacio de tres dimensiones;
pero, quizás, el ejemplo más antiguo de este tipo de heterotopías, en forma de
ubicaciones contradictorias, viene representado quizás por el jardín. No
podemos pasar por alto que el jardín, sorprendente creación ya milenaria, tiene
en Oriente significaciones harto profundas y como superpuestas. El jardín
tradicional de los persas consistía en un espacio sagrado que debía reunir en
su interior rectangular las cuatro partes que simbolizan las cuatro partes del
mundo, con un espacio más sagrado todavía que los demás a guisa de punto
central, el ombligo del mundo en este medio (ahí se situaban el pilón y el
surtidor); y toda la vegetación del jardín debía distribuirse en este espacio,
en esta especie de microcosmos. En cuanto a las alfombras, eran, al principio,
reproducciones de jardines. El jardín es una alfombra en la que el mundo entero
alcanza su perfección simbólica y la alfombra es una especie de jardín
portátil. El jardín es la más minúscula porción del mundo y además la totalidad
del mundo. El jardín es, desde la más remota Antigüedad, una especie de
heterotopía feliz y universalizadora (de ahí nuestros parques zoológicos).
Heterocronías
Cuarto principio. Las heterotopías están ligadas, muy frecuentemente, con las distribuciones temporales, es decir, abren lo que podríamos llamar, por pura simetría, las heterocronías: la heterotopía despliega todo su efecto una vez que los hombres han roto absolutamente con el tiempo tradicional: así vemos que el cementerio es un lugar heterotópico en grado sumo, ya que el cementerio se inicia con una rara heterocronía que es, para la persona, la pérdida de la vida, y esta cuasieternidad en la que no para de disolverse y eclipsarse.
De un modo general, en una sociedad como ésta, heterotopía y heterocronía
se organizan y se ordenan de una forma relativamente compleja. Hay, en primer
término, heterotopías del tiempo que se acumula hasta el infinito, por ejemplo,
los museos, las bibliotecas; museos y bibliotecas son heterotopías en las que
el tiempo no cesa de amontonarse y posarse hasta su misma cima, cuando hasta el
siglo xvii, hasta finales del siglo xvii incluso, los museos y las bibliotecas
constituían la expresión de una elección particular. Por el contrario, la idea
de acumularlo todo, la idea de formar una especie de archivo, el propósito de
encerrar en un lugar todos los tiempos, todas las épocas, todas las formas,
todos los gustos, la idea de habilitar un lugar con todos los tiempos que está
él mismo fuera de tiempo, y libre de su daga, el proyecto de organizar de este
modo una especie de acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar
inmóvil es propio de nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son
heterotopías propias de la cultura occidental del siglo xix.
Frente a esas heterotopías, que están ligadas a la acumulación del tiempo,
hay heterotopías que están ligadas, por el contrario, al tiempo en su forma más
fútil, más efímera, más quebradiza, bajo la forma de fiesta. Tampoco se trata
de heterotopías permanentes, sino completamente crónicas.
Tal es el caso de las ferias, esos magníficos emplazamientos vacíos al
borde de las ciudades, que se pueblan, una o dos veces por año, de barracas, de
puestos, de un sinfín de artículos, de luchadores, de mujeres-serpientes, de
decidoras de la buenaventura. Incluso muy recientemente, se ha inventado una
nueva heterotopía crónica, a saber, las ciudades de vacaciones; esas ciudades
polinesias que ofrecen tres semanas de una desnudez primitiva y eterna a los
habitantes urbanos; y puede verse además que, en estas dos formas de
heterotopía, se reúnen la de la fiesta y la de la eternidad del tiempo que se
acumula; las chozas de Djerba están en cierto sentido emparentadas con las
bibliotecas y los museos, pues, reencontrando la vida polinesia, se suprime el
tiempo, pero también se encuentra el tiempo, es toda la historia de la humanidad
la que se remonta hasta su origen como una suerte de gran sabiduría inmediata.
Quinto principio. Las heterotopías constituyen siempre un sistema de
apertura y cierre que, al tiempo, las aísla y las hace penetrables. Por regla
general, no se accede a un espacio heterópico así como así. O bien se halla uno
obligado, caso de la trinchera, de la prisión, o bien hay que someterse a ritos
o purificaciones. No se puede acceder sin una determinada autorización y una
vez que se han cumplido un determinado número de actos. Además, hay
heterotopías incluso que están completamente consagradas a tales rituales de
purificación, purificación medio religiosa medio higiénica como los hammas de
los musulmanes, o bien purificación nítidamente higiénica como las saunas escandinavas.
Por el contrario, hay otras que parecen puras y simples aperturas, pero
que, por regla general, esconden exclusiones, muy particulares: cualquier
persona puede penetrar en ese espacio heterotópico, pero, a decir verdad, no es
más que una quimera: uno cree entrar y está, por el mismo hecho de entrar,
excluido. Pienso, por ejemplo, en esas inmensas estancias de Brasil o, en
general, de Sudamérica. La puerta de entrada no da a la pieza donde vive la
familia y toda persona que pasa, todo visitante puede perfectamente cruzar el
umbral, entrar en la casa y pernoctar. Ahora bien, tales dependencias están
dispuestas de tal modo que el huésped que pasa no puede acceder nunca al seno
de la familia, no es más que un visitante, en ningún momento es un verdadero
huésped. De esta clase de heterotopía, que ha desaparecido en la práctica en
nuestra civilización, pueden acaso advertirse vestigios en los conocidos
moteles americanos, a los que se llega con el automóvil y la querida y en los
que la sexualidad ilícita está al mismo tiempo completamente a cubierto y
completamente escondida, en un lugar aparte, sin estar sin embargo a la vista.
En fin, la última singularidad de las heterotopías consiste en que, en
relación con los demás espacios, tienen una función, la cual opera entre dos
polos opuestos. O bien desempeñan el papel de erigir un espacio ilusorio que
denuncia como más ilusorio todavía el espacio real, todos los lugares en los
que la vida humana se desarrolla. Quizás es ese el papel que desempeñaron
durante tanto tiempo los antiguos prostíbulos, hoy desaparecidos. O bien, por
el contrario, erigen un espacio distinto, otro espacio real, tan perfecto, tan
exacto y tan ordenado como anárquico, revuelto y patas arriba es el nuestro.
Ésa sería la heterotopía no tanto ilusoria como compensatoria y no dejo de
preguntarme si no es de algún modo ése el papel que desempeñan algunas
colonias.
En determinados supuestos han desempeñado, en el plano de la organización
general del espacio terrestre, el papel de la heterotopía. Pienso por ejemplo
en el papel de la primera ola de colonización, en el siglo xvii, en esas
sociedades puritanas que los ingleses fundaron en América, lugares de
perfección suma.
Pienso también en esas extraordinarias reducciones jesuitas de América del Sur:
colonias maravillosas, absolutamente reguladas, en las que la perfección humana
era un hecho. Los jesuitas del Paraguay habían establecido reducciones en las
que la existencia estaba regulada en todos y cada uno de sus aspectos. La
población estaba ordenada conforme a una disposición rigurosa en derredor de
una plaza central al fondo de la cual se levantaba la iglesia: a un lado, la
escuela, al otro, el cementerio y, detrás, enfrente de la iglesia, se abría una
calle en la que confluía perpendicularmente otra; cada familia tenía su cabaña
a lo largo de esos dos ejes, y de este modo se reproducía exactamente el
símbolo de la Cruz. La Cristiandad señalaba de este modo con su símbolo
fundamental el espacio y la geografía del mundo americano.
La vida cotidiana de las personas estaba regulada menos a golpe de sirenas
que de campanas. Toda la comunidad tenía fijado el descanso y el inicio del
trabajo a la misma hora: la comida al mediodía y a las cinco; luego se
acostaban y a la medianoche era la hora del llamado descanso conyugal, esto es,
nada más sonar la campana del convento, todos y cada uno debían cumplir con su
débito.
Prostíbulos y colonias son dos clases extremas de la heterotopía y si se
para mientes, después de todo, en que la nave es un espacio flotante del
espacio, un espacio sin espacio, con vida propia, cerrado sobre sí mismo y al
tiempo abandonado a la mar infinita y que, de puerto en puerto, de derrota en
derrota, de prostíbulo en prostíbulo, se dirige hacia las colonias buscando las
riquezas que éstas atesoran, puede comprenderse la razón por la que la nave ha
sido para nuestra civilización, desde el siglo xvi hasta hoy, al tiempo, no
sólo, por supuesto, el mayor medio de desarrollo económico (no hablo de eso
ahora), sino el mayor reservorio de imaginación. La nave constituye la
heterotopía por excelencia. En las civilizaciones de tierra adentro, los sueños
se agotan, el espionaje sustituye a la aventura y la policía a los pirata
4.10.12
FREUD - NEUROSIS Y PSICOSIS
Sigmund Freud
En un trabajo recientemente publicado (El «yo» y el «Ello») hemos atribuido
al aparato anímico una estructura que nos permite representar, en forma
sencilla y clara, toda una serie de procesos y relaciones. En otros puntos, por
ejemplo en lo que se refiere al origen y a la función de super-yo, queda aún
mucho que aclarar. Habremos de exigir ahora que tal hipótesis resulte también
útil y provechosa en otros terrenos, aunque no sea más que ara mostrarnos,
desde otro punto de vista, lo ya conocido, agruparlo de otra manera y
describirlo más convincentemente. A esta aplicación de la nueva hipótesis
podría también enlazarse un provechoso retorno desde la teoría a la
experiencia.
En el trabajo indicado se describen las múltiples dependencias del yo, su situación intermedia entre el mundo exterior y el Ello y su tendencia a servir, al mismo tiempo a todos sus amos. Relacionando estas circunstancias con otra ruta mental iniciada en un punto distinto, llegamos a una fórmula sencilla, que integra quizá la diferencia genética más importante entre la neurosis y la psicosis: la neurosis sería el resultado de un conflicto entre el «yo» y su «Ello», y, en cambio, la psicosis, el desenlace análogo de tal perturbación de las relaciones entre el «yo» y el mundo exterior.
Nunca conviene confiar mucho en la solución de un problema cuando la misma se presenta tan fácil; pero en este caso recordamos inmediatamente una serie de descubrimientos que parecen confirmarla. Según todos los resultados de nuestro análisis, las neurosis de transferencia nacen a consecuencia de la negativa del yo a acoger una poderosa tendencia instintiva dominante en el Ello y procurar su descarga motora, o a dar por bueno el objeto hacia el cual aparece orientada tal tendencia.
En el trabajo indicado se describen las múltiples dependencias del yo, su situación intermedia entre el mundo exterior y el Ello y su tendencia a servir, al mismo tiempo a todos sus amos. Relacionando estas circunstancias con otra ruta mental iniciada en un punto distinto, llegamos a una fórmula sencilla, que integra quizá la diferencia genética más importante entre la neurosis y la psicosis: la neurosis sería el resultado de un conflicto entre el «yo» y su «Ello», y, en cambio, la psicosis, el desenlace análogo de tal perturbación de las relaciones entre el «yo» y el mundo exterior.
Nunca conviene confiar mucho en la solución de un problema cuando la misma se presenta tan fácil; pero en este caso recordamos inmediatamente una serie de descubrimientos que parecen confirmarla. Según todos los resultados de nuestro análisis, las neurosis de transferencia nacen a consecuencia de la negativa del yo a acoger una poderosa tendencia instintiva dominante en el Ello y procurar su descarga motora, o a dar por bueno el objeto hacia el cual aparece orientada tal tendencia.
El yo se defiende entonces de la misma por medio del mecanismo de la
represión; pero lo reprimido se rebela contra este destino y se procura, por
caminos sobre los cuales no ejerce el yo poder alguno, una satisfacción
sustitutiva -el síntoma- que se impone al yo como una transacción; el yo
encuentra alterada y amenazada su unidad por tal intrusión y continúa luchando
contra el síntoma, como antes contra la tendencia instintiva reprimida, y de
todo esto resulta el cuadro patológico de la neurosis. No puede objetarse que
al proceder el yo a la represión obedece en el fondo los mandatos del super-yo,
los cuales proceden a su vez de aquellas influencias del mundo exterior que se
han creado una representación en el super-yo. Siempre resultará que el yo se ha
puesto al lado de estos poderes cuyas exigencias tienen más fuerza para él que
las exigencias instintivas del Ello, siendo él mismo el poder que impone la
represión en contra de aquellos elementos del Ello y la afirma por medio de la
contracarga de la resistencia. Así, pues, el yo ha entrado en conflicto con el
Ello en servicio del super-yo y de la realidad. Tal es la situación en todas
las neurosis de transferencia.
De otra parte, nos es también muy fácil extraer del conocimiento adquirido hasta ahora sobre el mecanismo de la psicosis ejemplos que nos indican la perturbación de la relación entre el yo y el mundo exterior. En la amencia de Meynerts, la demencia aguda alucinatoria forma quizá la más extrema e impresionante de las psicosis; la percepción del mundo exterior cesa por completo o permanece totalmente ineficaz. Normalmente el mundo exterior domina al yo por dos caminos.
En primer lugar, mediante las percepciones actuales continuamente posibles, y en segundo, con el acervo mnémico de percepciones anteriores, que constituyen, como «mundo interior», un patrimonio y un elemento del yo. En la amencia no sólo queda excluida la acogida de nuevas percepciones, sino también sustraída al mundo interior su significación (carga). El yo se procura independientemente un nuevo mundo exterior e interior y surgen dos hechos indubitables: que este nuevo mundo es construido de acuerdo con las tendencias optativas del Ello y que la causa de esta disociación del mundo exterior es una privación impuesta por la realidad y considerada intolerable. Esta psicosis muestra una gran afinidad interna con los sueños normales. Pero la condición del fenómeno onírico normal es, precisamente, el estado de reposo, entre cuyos caracteres hallamos el apartamiento del mundo real y de toda percepción.
De otras formas de psicosis, las esquizofrenias, sabemos que culminan en un embotamiento afectivo; esto es, en la pérdida de todo interés hacia el mundo exterior. Con respecto a la génesis de los delirios, algunos análisis nos han enseñado que el delirio surge precisamente en aquellos puntos en los que se ha producido una solución de continuidad en la relación del yo con el mundo exterior. Si el conflicto con el mundo exterior, en el cual hemos visto la condición de la enfermedad, no se hace aún más patente, ello depende de que en el cuadro patológico de la psicosis quedan a veces encubiertos los fenómenos del proceso patógeno por los de una tentativa de curación o de reconstrucción.
La etiología común a la explosión de una psiconeurosis o una psicosis es siempre la privación, el incumplimiento de uno de aquellos deseos infantiles, jamás dominados, que tan hondamente arraigan en nuestra organización, determinada por la filogenia. Esta privación tiene siempre en el fondo un origen exterior, aunque en el caso individual parezca partir de aquella instancia interior (en el super-yo) que se ha atribuido la representación de las exigencias de la realidad. El efecto patógeno depende de que el yo permanezca fiel en este conflicto a su dependencia del mundo exterior e intente amordazar al Ello, o que, por el contrario, se deje dominar por el Ello y arrancar así a la realidad. Pero en esta situación, aparentemente sencilla, introduce una complicación la existencia del super-yo, que reúne en sí, en un enlace aún impenetrado, influencias del Ello y otras del mundo exterior, constituyendo, en cierto modo, un modesto ideal hacia el que tienden todas las aspiraciones del yo: la conciliación de sus múltiples dependencias.
De otra parte, nos es también muy fácil extraer del conocimiento adquirido hasta ahora sobre el mecanismo de la psicosis ejemplos que nos indican la perturbación de la relación entre el yo y el mundo exterior. En la amencia de Meynerts, la demencia aguda alucinatoria forma quizá la más extrema e impresionante de las psicosis; la percepción del mundo exterior cesa por completo o permanece totalmente ineficaz. Normalmente el mundo exterior domina al yo por dos caminos.
En primer lugar, mediante las percepciones actuales continuamente posibles, y en segundo, con el acervo mnémico de percepciones anteriores, que constituyen, como «mundo interior», un patrimonio y un elemento del yo. En la amencia no sólo queda excluida la acogida de nuevas percepciones, sino también sustraída al mundo interior su significación (carga). El yo se procura independientemente un nuevo mundo exterior e interior y surgen dos hechos indubitables: que este nuevo mundo es construido de acuerdo con las tendencias optativas del Ello y que la causa de esta disociación del mundo exterior es una privación impuesta por la realidad y considerada intolerable. Esta psicosis muestra una gran afinidad interna con los sueños normales. Pero la condición del fenómeno onírico normal es, precisamente, el estado de reposo, entre cuyos caracteres hallamos el apartamiento del mundo real y de toda percepción.
De otras formas de psicosis, las esquizofrenias, sabemos que culminan en un embotamiento afectivo; esto es, en la pérdida de todo interés hacia el mundo exterior. Con respecto a la génesis de los delirios, algunos análisis nos han enseñado que el delirio surge precisamente en aquellos puntos en los que se ha producido una solución de continuidad en la relación del yo con el mundo exterior. Si el conflicto con el mundo exterior, en el cual hemos visto la condición de la enfermedad, no se hace aún más patente, ello depende de que en el cuadro patológico de la psicosis quedan a veces encubiertos los fenómenos del proceso patógeno por los de una tentativa de curación o de reconstrucción.
La etiología común a la explosión de una psiconeurosis o una psicosis es siempre la privación, el incumplimiento de uno de aquellos deseos infantiles, jamás dominados, que tan hondamente arraigan en nuestra organización, determinada por la filogenia. Esta privación tiene siempre en el fondo un origen exterior, aunque en el caso individual parezca partir de aquella instancia interior (en el super-yo) que se ha atribuido la representación de las exigencias de la realidad. El efecto patógeno depende de que el yo permanezca fiel en este conflicto a su dependencia del mundo exterior e intente amordazar al Ello, o que, por el contrario, se deje dominar por el Ello y arrancar así a la realidad. Pero en esta situación, aparentemente sencilla, introduce una complicación la existencia del super-yo, que reúne en sí, en un enlace aún impenetrado, influencias del Ello y otras del mundo exterior, constituyendo, en cierto modo, un modesto ideal hacia el que tienden todas las aspiraciones del yo: la conciliación de sus múltiples dependencias.
En todas las formas de enfermedad psíquica habría de tenerse en cuenta la
conducta del super-yo; cosa que no se ha hecho hasta ahora. Pero ya podemos
indicar, provisionalmente, que ha de haber también afecciones cuya base esté en
un conflicto entre el yo y el super-yo. El análisis nos da derecho a suponer
que la melancolía es un ejemplo de este grupo, al que daríamos entonces el
nombre de «psiconeurosis narcisistas». El hecho de que encontremos motivos para
separar de las demás psicosis estados tales como la melancolía, no concuerda
mal con nuestras impresiones. Pero entonces advertimos que podríamos completar
nuestra fórmula genética sin abandonarla. La neurosis de transferencia corresponde
al conflicto entre el yo y el super-yo, y la psicosis, al conflicto entre el yo
y el mundo exterior.
Al principio no podemos decir, ciertamente, si hemos conquistado, en realidad, nuevos conocimientos o si tan sólo hemos enriquecido nuestra colección de fórmulas; pero, a mi juicio esta posibilidad de aplicación debe darnos ánimos para mantener la indicada articulación del aparato anímico en un yo, un super-yo, y un Ello.
La afirmación de que las neurosis y las psicosis nacen de los conflictos del yo con sus distintas instancias dominantes, esto es, que corresponden a un fracaso de la función del yo, el cual se esfuerza, sin embargo, en conciliar las distintas exigencias, precisa aún de nuevas investigaciones para ser completada. Quisiéramos saber en qué circunstancias y por qué medios consigue el yo escapar, sin enfermar, a tales conflictos, constantemente dados. Es éste un nuevo campo de investigación en el que habremos de encontrar los más diversos factores.
Por lo pronto, ya podemos indicar dos. El desenlace de todas estas situaciones habrá de depender, indudablemente, de circunstancias económicas, de las magnitudes relativas de las tendencias combatientes entre sí. Además, el yo podrá evitar un desenlace perjudicial en cualquier sentido, deformándose espontáneamente, tolerando daños de su unidad o incluso disociándose en algún caso. De este modo, las inconsecuencias y las chifladuras de los hombres resultarían análogas a sus perversiones sexuales en el sentido de ahorrarles represiones.
Para terminar, recordaremos la interrogación de si el proceso en el cual se aparta el yo del mundo exterior constituirá un mecanismo análogo a la represión. A mi juicio, esta cuestión no puede ser resuelta sin nuevas investigaciones; pero, de todos modos, sí puede afirmarse ya que habrá de entrañar, como la represión, una retracción de la carga destacada por el yo.
Al principio no podemos decir, ciertamente, si hemos conquistado, en realidad, nuevos conocimientos o si tan sólo hemos enriquecido nuestra colección de fórmulas; pero, a mi juicio esta posibilidad de aplicación debe darnos ánimos para mantener la indicada articulación del aparato anímico en un yo, un super-yo, y un Ello.
La afirmación de que las neurosis y las psicosis nacen de los conflictos del yo con sus distintas instancias dominantes, esto es, que corresponden a un fracaso de la función del yo, el cual se esfuerza, sin embargo, en conciliar las distintas exigencias, precisa aún de nuevas investigaciones para ser completada. Quisiéramos saber en qué circunstancias y por qué medios consigue el yo escapar, sin enfermar, a tales conflictos, constantemente dados. Es éste un nuevo campo de investigación en el que habremos de encontrar los más diversos factores.
Por lo pronto, ya podemos indicar dos. El desenlace de todas estas situaciones habrá de depender, indudablemente, de circunstancias económicas, de las magnitudes relativas de las tendencias combatientes entre sí. Además, el yo podrá evitar un desenlace perjudicial en cualquier sentido, deformándose espontáneamente, tolerando daños de su unidad o incluso disociándose en algún caso. De este modo, las inconsecuencias y las chifladuras de los hombres resultarían análogas a sus perversiones sexuales en el sentido de ahorrarles represiones.
Para terminar, recordaremos la interrogación de si el proceso en el cual se aparta el yo del mundo exterior constituirá un mecanismo análogo a la represión. A mi juicio, esta cuestión no puede ser resuelta sin nuevas investigaciones; pero, de todos modos, sí puede afirmarse ya que habrá de entrañar, como la represión, una retracción de la carga destacada por el yo.
1924.
[Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres]