13.6.06
CONTRA LOS POETAS
POR WITOLD GOMBROWICZ
Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante,¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos... ¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos -rezan más que los otros-, son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son...
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no comprendemos..., sino que tratamos de comprender...
Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.
Texto extraído del ANEXO del Diario 1,
Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante,¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos... ¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices, para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura. Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos -rezan más que los otros-, son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos? Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres. Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío. Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos, por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes. También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son...
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no comprendemos..., sino que tratamos de comprender...
Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.
Texto extraído del ANEXO del Diario 1,
PREFACIO A ORIENTALISMO
por Edward W. Said
Hace nueve años escribí un epílogo para Orientalismo, que –intentando clarificar lo que consideraba haber dicho y no dicho- enfatizaba no sólo las muchas discusiones abiertas desde que mi libro apareció en 1978, sino el curso de las crecientes malinterpretaciones de un trabajo en torno a las representaciones de "el Oriente".
Que hoy me sienta más irónico que irritado acerca de este hecho es un signo de la tanta edad que se ha colado a mi interior. Las muertes recientes de mis dos mentores principales, intelectual, política y personalmente -Eqbal Ahmad e Ibrahim Abu-Lughod-, me han traído tristeza y pérdida, pero también resignación y una cierta entereza para seguir adelante.
En Out of Place (Fuera de lugar), 1999, describía los extraños y contradictorios mundos en los que crecí, proporcionándome a mí y a mis lectores un recuento detallado de los ambientes que, pienso, me formaron en Palestina, Egipto y Líbano. Pero era un relato muy personal de todos esos años de mi involucramiento político –que comenzó después de la guerra árabe-israelí de 1967-, y se quedó corto.
Orientalismo es un libro atado a la dinámica tumultuosa de la historia contemporánea. Abre con una descripción, que data de 1975, de la guerra civil en Líbano, que terminó en 1990. Llegamos al fracaso en el proceso de paz de Oslo, al estallido de la segunda intifada, y el terrible sufrimiento de los palestinos de las reinvadidas franjas de Cisjordania y Gaza. La violencia y el ho-rrible derramamiento de sangre continúan en este preciso instante. El fenómeno de los bombazos suicidas ha aparecido con todo el odioso daño que ocasionan, no más apocalíptico y siniestro que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 con su secuela en las guerras contra Afganistán e Irak. Mientras escribo estas líneas continúa la ocupación imperial ilegal de Irak a manos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Su estela es en verdad horrible de contemplar. Se dice que todo esto es parte de un supuesto choque de civilizaciones, interminable, implacable, irremediable. Yo, sin embargo, pienso que no es así.
Me gustaría poder decir que el entendimiento general de Medio Oriente, los árabes y el Islam en Estados Unidos ha mejorado en alguna medida, pero caray, en realidad no. Por todo tipo de razones, la situación en Europa parece ser considerablemente mejor. En Estados Unidos el endurecimiento de actitudes, el tensar el yugo de un cliché de generalizaciones menospreciativas y triunfalistas, la dominación de un poder crudo, aliado con el desprecio simplista hacia quienes disienten y contra "otros", tiene su correlato exacto en el sa-queo y la destrucción de las bibliotecas y museos de Irak. Lo que nuestros dirigentes y sus lacayos intelectuales son incapaces de comprender es que la historia no puede borrarse como un pizarrón, dejándolo limpio para que "nosotros" podamos ahí inscribir nuestro propio futuro e imponer nuestras formas de vida para que estos pueblos "inferiores" las sigan. Es bastante común escuchar que los altos funcionarios en Washington y en otras partes hablen de cambiar el mapa del Medio Oriente, como si las sociedades antiguas y una miriada de pueblos pudieran sacudirse como almendras en un frasco. Pero esto ha ocurrido con frecuencia en "Oriente", ese constructor semimítico que se inventa y reinventa en incontables ocasiones desde la invasión de Napoleón a Egipto a finales del siglo XVIII. Y en el proceso, los sedimentos no relatados de la historia, que incluyen innumerables historias y una variedad sorprendente de pueblos, lenguajes, experiencias y culturas, son barridos e ignorados, relegados al banco de arena junto con los tesoros de-rruidos a fragmentos indescifrables que le fueron arrebatados a Bagdad.
Mi argumento es que la historia la hacen mujeres y hombres, y es factible deshacerla y rescribirla de tal manera que "nuestro" Oriente se vuelva "nuestro" para poseerlo y dirigirlo. Tengo en muy alta estima las potencialidades y regalos de los pueblos de la región que luchan por su visión de lo que son y lo que quieren ser. Ha sido tan abrumador y calculadamente agresivo el ataque contra las sociedades contemporáneas árabes y musulmanas, acusándolas de ser retrógradas, carecer de democracia y abrogar los derechos de las mujeres, que se nos olvida que las nociones de modernidad, iluminismo y democracia no son conceptos acordados por todos ni son en modo alguno tan simples que puedan encontrarse o perderse como huevos de Pascua en una sala de estar. La suficiencia desalentadora de los publicistas estúpidos (que hablan en nombre de la política exterior pero sin conocimiento alguno del lenguaje con que habla la gente real), fabrica un árido paisaje, propicio para que el poderío estadunidense construya un modelo artificial de "democracia" de libre mercado, con el cual no se necesita hablar árabe, persa o francés para pontificar sobre el efecto dominó que supuestamente necesita el mundo árabe. Pero existe una diferencia entre conocer otros pueblos y otros tiempos (que resulta del entendimiento, la compasión, el estudio y el análisis cuidadoso en sí mismos), y el conocimiento que es pieza de una campaña global de autoafirmación. Hay, después de todo, una profunda diferencia entre el deseo de entender con el propósito de coexistir y ensanchar horizontes y el deseo de dominar con el fin de controlar. Es sin duda una de las mayores catástrofes de la historia que una guerra imperialista confeccionada por un grupito de funcionarios estadunidenses que no fueron elegidos se lance contra una devastada dictadura tercermundista, apelando a aspectos claramente ideológicos, para intentar la dominación del mundo, el control de la seguridad y los escasos recursos, y que disfrace su intención real, adosada y pensada por orientalistas que traicionaron su deber co-mo académicos.
Las principales influencias del Pentágono y el Consejo de Seguridad Nacional de George W. Bush fueron hombres como Bernard Lewis y Fouad Ajami, expertos en el mundo árabe e islámico que ayudaron a los halcones estadunidenses a idear fenómenos ridículos como el de la mente árabe o la decadencia de siglos del mundo islámico que sólo el poderío estadunidense puede revertir. Hoy las librerías en Estados Unidos están llenas de peroratas mal confeccionadas con títulos gritones como el horror y el terror islamita, el Islam al desnudo, la amenaza árabe, el riesgo musulmán, todos escritos por polemistas políticos que hacen gala de un conocimiento que les fue impartido a ellos y a otros por expertos que supuestamente han penetrado en el corazón de estos extraños pueblos orientales. Los acompañantes de esta prédica guerrerista son CNN y Fox, más la miriada de locutores y anfitriones de programas de radio, evangélicos y de extrema derecha, innumerables tabloides e inclusive revistas clasemedieras, todos ellos lanzados a reciclar las mismas ficciones no verificables y las vastas generalizaciones que acicatean a America contra el demonio extranjero.
Sin un esquema bien organizado de que los pueblos de allá no son como "nosotros" y no aprecian "nuestros" valores -el corazón mismo del dogma orientalista- no habría habido guerra. Así que del mismo directorio de académicos profesionales pagados por los conquistadores holandeses en Malasia e Indonesia, por los ejércitos británicos en India, Mesopotamia, Egipto y Africa occidental, por los ejércitos franceses en Indochina y Africa del norte surgieron los asesores estadunidenses del Pentágono y la Casa Blanca, y utilizan los mismos clichés, los mismos estereotipos menospreciadores, las mismas justificaciones para ejercer poder y violencia (al fin y al cabo, dice el coro, el poder es el único lenguaje que entienden). Toda esta gente se unió para el caso de Irak con un ejército entero de contratistas privados y em-prendedores voraces a quienes se confiará todo, desde escribir libros de texto hasta la Constitución que remodele la vida política de Irak y su industria petrolera.
Todo imperio, en su discurso oficial, ha dicho que no es como los otros, que sus circunstancias son especiales, que tiene la misión de iluminar, civilizar, traer orden y democracia, y que utilizará la fuerza únicamente como último recurso. Lo más triste es que siempre hay un coro de intelectuales deseosos de decir palabras tranquilizadoras acerca de los imperios benignos o altruistas.
Veinticinco años después de la publicación de mi libro Orientalismo, se alza una vez más la cuestión de si el imperialismo moderno ha terminado o si continuó en Oriente desde que Napoleón invadió Egipto dos siglos antes. Se le ha dicho a los árabes y a los musulmanes que la victimología y vivir de los despojos del imperio es sólo una manera de evadir la responsabilidad del presente. Han fallado, se fueron por el camino equivocado, dice el orientalista moderno. Por supuesto, está también la contribución de Naipaul a la literatura: las víctimas del imperio gimotean mientras su país se va a la mierda. Pero qué superficial cálculo de una intrusión imperial es ésta que poco anhela encarar la larga sucesión de años a través de los cuales el imperio continúe su intromisión en las vi-das de palestinos, congoleños, argelinos o iraquíes. Piensen en la línea que comienza con Napoleón, continúa con el surgimiento de los estudios orientales y la toma de Africa del norte, para luego proseguir en empresas semejantes en Vietnam, Egipto y Palestina y que durante todo el siglo XX ha pugnado por el petróleo y el control estratégico del golfo Pérsico, en Irak, Siria, Palestina y Afganistán. Luego piensen en el surgimiento del nacionalismo anticolonial, el corto periodo de una independencia liberal, la era de golpes militares, la insurgencia, la guerra civil, el fanatismo religioso, la lucha irracional y la brutalidad irresponsable hacia los más recientes grupos de "nativos". Cada una de estas fases y eras produce su propio conocimiento distorsionado de la otra, sus propias imágenes reduccionistas, sus propias polémicas peleoneras.
En Orientalismo mi idea es utilizar la crítica humanista para abrir campos de lucha e introducir una secuencia más larga de pensamiento y análisis que remplace las breves incandescencias de esa furia polémica, contraria al pensamiento, que nos aprisiona. A lo que intento realizar le llamo "humanismo", palabra que continúo usando tercamente, pese al menosprecio burlón que expresan por el término los sofisticados críticos posmodernos. Por humanismo quiero significar, primero que nada, el intento por disolver los grilletes inventados por Blake; sólo así seremos capaces de usar nuestro pensamiento histórica y racionalmente para los propósitos de un entendimiento reflexivo. Es más, el h umanismo lo sostiene un sentido de comunidad con otros intérpretes y otras sociedades y pe-riodos; por tanto, estrictamente hablando, no puede existir un humanismo aislado.
Esto quiere decir que todo ámbito está vinculado con todos los demás; no existe nada en nuestro mundo que haya estado aislado y puro de influencias exteriores. Requerimos hablar de aspectos tales como la injusticia y el sufrimiento en el contexto amplio de la historia, la cultura y la realidad socioeconómica. Nuestro papel es ampliar el campo de la discusión. Buena parte de mis pasados 35 años he defendido los derechos que tiene el pueblo palestino a la autodeterminación nacional, pero siempre he intentado prestar toda la atención posible a la realidad del pueblo judío y la for-ma en que sufrió persecuciones y genocidio. El punto central es que la lucha por la equidad entre Palestina e Israel debe dirigirse hacia un objetivo humanista, es decir, hacia la coexistencia, y no a una ulterior supresión y negación.
No es accidental que indique que el orientalismo y el antisemitismo moderno tienen raíces comunes. Por tanto es necesidad vital que los intelectuales independientes provean modelos alternativos a aquellos que simplifican y confinan por basarse en una mutua hostilidad que prevalece en Medio Oriente y en otras partes, desde hace tanto tiempo.
Como humanista cuyo campo es la literatura, tengo la edad suficiente como para haber sido educado, hace 40 años, en el campo de la literatura comparada, cuyas ideas conductoras se remontan a la Alemania de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Antes debo mencionar la contribución creativa, suprema, de Giambattista Vico, filósofo y filólogo napolitano cuyas ideas anticiparon a pensadores alemanes como Herder y Wolf, y después a Goethe, Humboldt, Dilthey, Nietzsche, Gadamer, y finalmente a los grandes filólogos del siglo XX, como Erich Auerbach, Leo Spitzer y Ernst Robert Curtius.
A los jóvenes de la generación actual la mera idea de la filología les sugiere algo demasiado mohoso, de anticuario, pero de hecho es la más básica y creativa de las artes interpretativas. Su ejemplo más ad-mirable puede hallarse en el interés de Goethe por el Islam en general y por Hafiz en particular, pasión que lo consumía y lo condujo a la composición del West-Östlicher Diwan, y que influyó en las ideas posteriores de Goethe respecto de la Weltliteratur, el estudio de todas las literaturas del mundo como si fueran un todo sinfónico que pudiera aprehenderse teóricamente preservando la individualidad de cada trabajo sin perder la visión del todo.
Hay una ironía considerable al percatarnos de que si bien el mundo globalizado de hoy se agrupa en algunos de los modos de los que he estado hablando, podemos estarnos aproximando a un cierto tipo de estandarización y homogeneidad que la formulación específica de las ideas de Goethe buscaba prevenir. En un ensayo publicado en 1951, con el título de Philologie der Weltliteratur, Erich Auerbach enfatizó exactamente ese punto, justo cuando se iniciaba el periodo de posguerra, que fue también el principio de la guerra fría. Su gran libro, Mimesis, publicado en Berna en 1946, pero que fuera escrito cuando Auerbach era exiliado de guerra que impartía cursos de lenguas romances en Estambul, intentaba ser un testamento de la diversidad y la concreción de la realidad según la representaba la literatura occidental de Ho-mero a Virginia Wolf. Pero al leer el ensayo de 1951 uno siente que para Auerbach su gran libro era una elegía del periodo donde la gente podía interpretar textos filológicamente -concreta, sensible e intuitivamente-, usando la erudición y un excelente manejo de varias lenguas, en apoyo del entendimiento que Goethe pregonaba en su aproximación a la literatura islámica.
El conocimiento positivo de las lenguas y la historia fue necesario, pero nunca fue suficiente, como tampoco la recolección mecánica de datos podía en modo alguno constituir un método adecuado para comprender lo que era un autor como Dante, por ejemplo. El requisito fundamental para el tipo de entendimiento filológico del que hablaban Auerbach y sus predecesores, el que intentaron poner en práctica, era uno que con simpatía y subjetividad penetrara en la vida de un texto escrito, desde la perspectiva de su tiempo y su autor (einfühlung). En vez de pregonar la alienación y la hostilidad hacia otros tiempos y diferentes culturas, la filología según la aplicaba la Weltliteratur implicaba un profundo espíritu humanista desplegado con generosidad y, si se me permite el uso del término, con hospitalidad. Así, la mente del intérprete creaba activamente un lugar pa-ra el otro, extranjero. Este crear un lugar para el trabajo de los que podrían ser ajenos y distantes es la faceta más importante de la misión del intérprete.
Todo esto, obviamente, fue minado y destruido en Alemania por el nacional-socialismo. Después de la guerra, Auerbach anota con tristeza la estandarización de las ideas, y la creciente especialización del conocimiento que estrechó gradualmente las oportunidades para el tipo de trabajo filológico de indagación perenne e investigación que él había representado, y, caray, es todavía más depresivo saber que, desde la muerte de Auerbach, en 1957, la idea y la práctica de la investigación humanista se ha encogido en espectro y en centralidad. En vez de leer en el sentido real del término, nuestros estudiantes se distraen hoy con el conocimiento fragmentado disponible en la red electrónica y los medios masivos de comunicación.
Lo que es peor es que la educación está amenazada por las ortodoxias religiosas y nacionalistas que los medios masivos diseminan, pues se enfocan -ahistóricamente y de modo sensacionalista- en las distantes guerras electrónicas dando a los que miran un sentido de precisión quirúrgica, cuando de hecho oscurecen el terrible sufrimiento y la destrucción producida por el armamento moderno de la guerra. Al demonizar a un enemigo desconocido a quien etiquetan de "terrorista", se cumple el propósito general de mantener a la gente agitada y furiosa haciendo que las imágenes de los medios exijan mucha atención que puede ser explotada en tiempos de crisis e inseguridad, como el periodo posterior al 11 de septiembre de 2001.
Hablando como árabe y estadunidense, debo pedirle a mis lectores que no subestimen este tipo de visión simplificada del mundo que un puñado de elites civiles del Pentágono han formulado como política estadunidense para la totalidad de los mundos árabes e islámicos. Una visión en la cual el terror, la guerra preventiva y el cambio de régimen unilateral -con el respaldo del presupuesto militar más inflado de la historia- son las ideas principales que se debaten sin cesar, empobrecidas por medios que se asignan a sí mismos el papel de producir esos llamados "expertos" que validan la línea general del gobierno. La reflexión, el debate, el argumento racional y los principios morales basados en la noción secular de que los seres humanos deben crear su propia historia, fueron remplazados por ideas abstractas que celebran el excepcionalismo estadunidense u occidental, denigran la relevancia del contexto y miran con desprecio las otras culturas.
Tal vez dirán que hago demasiadas transiciones abruptas entre interpretaciones humanistas, por un lado, y política exterior, por el otro. Que una sociedad tecnológica moderna, poseedora de un poder sin precedente -además de redes electrónicas y jets de combate F-16- debe, a fin de cuentas, ser conducida por expertos en política-técnica tan formidables como Donald Rumsfeld y Richard Perle. Lo que en realidad se ha perdido es un sentido de la densidad y la interdependencia de la vida humana, que no pueden ser reducidas a una fórmula ni barridas como irrelevantes.
Esta es una de las facetas del debate global. En los países árabes y musulmanes la situación no es mejor. Como argumenta Roula Khalaf, la región se ha deslizado ha-cia un antiamericanismo fácil que muestra muy poco entendimiento de lo que en realidad es Estados Unidos como sociedad. Dado que los gobiernos se han vuelto relativamente incapaces de afectar las políticas estadunidenses hacia ellos, vuelcan sus energías en reprimir y sojuzgar a sus propias poblaciones, lo que acarrea resentimiento, rabia e imprecaciones inútiles que no abren la posibilidad de que en las sociedades haya ideas seculares en torno a la historia y el desarrollo humanos. En cambio, son sociedades sitiadas por la frustración y el fracaso, y por un islamismo construido por un aprendizaje dogmático y por la obliteración de otras formas de conocimiento secular, consideradas competitivas. La desaparición gradual de la extraordinaria tradición ijtihad islámica, o interpretación personal, es uno de los mayores de-sastres culturales de nuestro tiempo, pues ocasiona la pérdida del pensamiento crítico y de los modos individuales de lidiar con el mundo moderno.
Esto no significa que el mundo cultural haya simplemente regresado hacia un neoorientalismo beligerante o al rechazo ta-jante de lo exterior. Con todas las limitaciones que se quiera, la Cumbre Mundial de Johannesburgo, de Naciones Unidas, celebrada el año pasado, reveló de hecho una vasta área de preocupaciones globales comunes que sugiere la emergencia, muy saludable, de un sector nuevo y colectivo que confiere una nueva urgencia a la frecuentemente fácil noción de "un solo mundo". En todo esto debemos admitir que nadie puede conocer la extraordinariamente compleja unidad de nuestro orbe globalizado, pese a ser realidad que el mundo tiene tal interdependencia de las partes que no permite la genuina oportunidad del aislamiento.
Los terribles conflictos que pastorean a los pueblos con consignas tan falsamente unificadoras como "América", "Occidente" o "Islam" e inventan identidades colectivas para una enorme cantidad de individuos que en realidad son bastante diversos, no deben permanecer en la potencia que ahora mantienen y debemos oponernos a ellos. Aún contamos con habilidades interpretativas racionales que son un legado de la educación humanista, no piedad sentimental que clama por que retornemos a los valores tradicionales o a los clásicos, sino una práctica activa del discurso racional, secular, en el mundo. El mundo secular es el de la historia como la construyen los seres humanos. El pensamiento crítico no se somete al llamamiento a filas para marchar contra uno u otro enemigo aprobado como tal. En vez de un choque de civilizaciones manufacturado, necesitamos concentrarnos en el lento trabajo de reunir culturas que se traslapen, para que se presten unas a otras, viviendo juntas en formas mucho más interesantes de lo que permite cualquier modo compendiado o no auténtico de entendimiento. Pero este tipo de percepción ampliada requiere tiempo, paciencia e indagación escéptica, y el respaldo que otorga la fe en las comunidades de interpretación, algo difícil de mantener en un mundo que demanda acción y reacción instantáneas.
El humanismo se centra en la individualidad humana y la intuición subjetiva, no en ideas recibidas o autoridades aprobadas. Los textos deben leerse como producidos y vividos en el ámbito histórico de todas las posibles formas del mundo. Pero esto no excluye el poder. Por el contrario, he tratado de mostrar las insinuaciones, las imbricaciones del poder inclusive en el más recóndito de los estudios.
Por último, y lo más importante, es que el humanismo es la única y yo diría la forma final de la resistencia contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia humana. Hoy contamos con el enorme y alentador campo de-mocrático del ciberespacio, abierto a todos los usuarios de modos no soñados por generaciones anteriores de tiranos o de or-todoxias. Las protestas mundiales ocurridas antes de que comenzara la guerra en Irak no habrían sido posibles si no fuera por la existencia de comunidades alternativas por todo el mundo, alertadas mediante información alternativa, y que son activamente conscientes de los derechos humanos y ambientales, y de los impulsos ibertarios que nos mantienen unidos en este pequeño planeta.
Hace nueve años escribí un epílogo para Orientalismo, que –intentando clarificar lo que consideraba haber dicho y no dicho- enfatizaba no sólo las muchas discusiones abiertas desde que mi libro apareció en 1978, sino el curso de las crecientes malinterpretaciones de un trabajo en torno a las representaciones de "el Oriente".
Que hoy me sienta más irónico que irritado acerca de este hecho es un signo de la tanta edad que se ha colado a mi interior. Las muertes recientes de mis dos mentores principales, intelectual, política y personalmente -Eqbal Ahmad e Ibrahim Abu-Lughod-, me han traído tristeza y pérdida, pero también resignación y una cierta entereza para seguir adelante.
En Out of Place (Fuera de lugar), 1999, describía los extraños y contradictorios mundos en los que crecí, proporcionándome a mí y a mis lectores un recuento detallado de los ambientes que, pienso, me formaron en Palestina, Egipto y Líbano. Pero era un relato muy personal de todos esos años de mi involucramiento político –que comenzó después de la guerra árabe-israelí de 1967-, y se quedó corto.
Orientalismo es un libro atado a la dinámica tumultuosa de la historia contemporánea. Abre con una descripción, que data de 1975, de la guerra civil en Líbano, que terminó en 1990. Llegamos al fracaso en el proceso de paz de Oslo, al estallido de la segunda intifada, y el terrible sufrimiento de los palestinos de las reinvadidas franjas de Cisjordania y Gaza. La violencia y el ho-rrible derramamiento de sangre continúan en este preciso instante. El fenómeno de los bombazos suicidas ha aparecido con todo el odioso daño que ocasionan, no más apocalíptico y siniestro que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 con su secuela en las guerras contra Afganistán e Irak. Mientras escribo estas líneas continúa la ocupación imperial ilegal de Irak a manos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Su estela es en verdad horrible de contemplar. Se dice que todo esto es parte de un supuesto choque de civilizaciones, interminable, implacable, irremediable. Yo, sin embargo, pienso que no es así.
Me gustaría poder decir que el entendimiento general de Medio Oriente, los árabes y el Islam en Estados Unidos ha mejorado en alguna medida, pero caray, en realidad no. Por todo tipo de razones, la situación en Europa parece ser considerablemente mejor. En Estados Unidos el endurecimiento de actitudes, el tensar el yugo de un cliché de generalizaciones menospreciativas y triunfalistas, la dominación de un poder crudo, aliado con el desprecio simplista hacia quienes disienten y contra "otros", tiene su correlato exacto en el sa-queo y la destrucción de las bibliotecas y museos de Irak. Lo que nuestros dirigentes y sus lacayos intelectuales son incapaces de comprender es que la historia no puede borrarse como un pizarrón, dejándolo limpio para que "nosotros" podamos ahí inscribir nuestro propio futuro e imponer nuestras formas de vida para que estos pueblos "inferiores" las sigan. Es bastante común escuchar que los altos funcionarios en Washington y en otras partes hablen de cambiar el mapa del Medio Oriente, como si las sociedades antiguas y una miriada de pueblos pudieran sacudirse como almendras en un frasco. Pero esto ha ocurrido con frecuencia en "Oriente", ese constructor semimítico que se inventa y reinventa en incontables ocasiones desde la invasión de Napoleón a Egipto a finales del siglo XVIII. Y en el proceso, los sedimentos no relatados de la historia, que incluyen innumerables historias y una variedad sorprendente de pueblos, lenguajes, experiencias y culturas, son barridos e ignorados, relegados al banco de arena junto con los tesoros de-rruidos a fragmentos indescifrables que le fueron arrebatados a Bagdad.
Mi argumento es que la historia la hacen mujeres y hombres, y es factible deshacerla y rescribirla de tal manera que "nuestro" Oriente se vuelva "nuestro" para poseerlo y dirigirlo. Tengo en muy alta estima las potencialidades y regalos de los pueblos de la región que luchan por su visión de lo que son y lo que quieren ser. Ha sido tan abrumador y calculadamente agresivo el ataque contra las sociedades contemporáneas árabes y musulmanas, acusándolas de ser retrógradas, carecer de democracia y abrogar los derechos de las mujeres, que se nos olvida que las nociones de modernidad, iluminismo y democracia no son conceptos acordados por todos ni son en modo alguno tan simples que puedan encontrarse o perderse como huevos de Pascua en una sala de estar. La suficiencia desalentadora de los publicistas estúpidos (que hablan en nombre de la política exterior pero sin conocimiento alguno del lenguaje con que habla la gente real), fabrica un árido paisaje, propicio para que el poderío estadunidense construya un modelo artificial de "democracia" de libre mercado, con el cual no se necesita hablar árabe, persa o francés para pontificar sobre el efecto dominó que supuestamente necesita el mundo árabe. Pero existe una diferencia entre conocer otros pueblos y otros tiempos (que resulta del entendimiento, la compasión, el estudio y el análisis cuidadoso en sí mismos), y el conocimiento que es pieza de una campaña global de autoafirmación. Hay, después de todo, una profunda diferencia entre el deseo de entender con el propósito de coexistir y ensanchar horizontes y el deseo de dominar con el fin de controlar. Es sin duda una de las mayores catástrofes de la historia que una guerra imperialista confeccionada por un grupito de funcionarios estadunidenses que no fueron elegidos se lance contra una devastada dictadura tercermundista, apelando a aspectos claramente ideológicos, para intentar la dominación del mundo, el control de la seguridad y los escasos recursos, y que disfrace su intención real, adosada y pensada por orientalistas que traicionaron su deber co-mo académicos.
Las principales influencias del Pentágono y el Consejo de Seguridad Nacional de George W. Bush fueron hombres como Bernard Lewis y Fouad Ajami, expertos en el mundo árabe e islámico que ayudaron a los halcones estadunidenses a idear fenómenos ridículos como el de la mente árabe o la decadencia de siglos del mundo islámico que sólo el poderío estadunidense puede revertir. Hoy las librerías en Estados Unidos están llenas de peroratas mal confeccionadas con títulos gritones como el horror y el terror islamita, el Islam al desnudo, la amenaza árabe, el riesgo musulmán, todos escritos por polemistas políticos que hacen gala de un conocimiento que les fue impartido a ellos y a otros por expertos que supuestamente han penetrado en el corazón de estos extraños pueblos orientales. Los acompañantes de esta prédica guerrerista son CNN y Fox, más la miriada de locutores y anfitriones de programas de radio, evangélicos y de extrema derecha, innumerables tabloides e inclusive revistas clasemedieras, todos ellos lanzados a reciclar las mismas ficciones no verificables y las vastas generalizaciones que acicatean a America contra el demonio extranjero.
Sin un esquema bien organizado de que los pueblos de allá no son como "nosotros" y no aprecian "nuestros" valores -el corazón mismo del dogma orientalista- no habría habido guerra. Así que del mismo directorio de académicos profesionales pagados por los conquistadores holandeses en Malasia e Indonesia, por los ejércitos británicos en India, Mesopotamia, Egipto y Africa occidental, por los ejércitos franceses en Indochina y Africa del norte surgieron los asesores estadunidenses del Pentágono y la Casa Blanca, y utilizan los mismos clichés, los mismos estereotipos menospreciadores, las mismas justificaciones para ejercer poder y violencia (al fin y al cabo, dice el coro, el poder es el único lenguaje que entienden). Toda esta gente se unió para el caso de Irak con un ejército entero de contratistas privados y em-prendedores voraces a quienes se confiará todo, desde escribir libros de texto hasta la Constitución que remodele la vida política de Irak y su industria petrolera.
Todo imperio, en su discurso oficial, ha dicho que no es como los otros, que sus circunstancias son especiales, que tiene la misión de iluminar, civilizar, traer orden y democracia, y que utilizará la fuerza únicamente como último recurso. Lo más triste es que siempre hay un coro de intelectuales deseosos de decir palabras tranquilizadoras acerca de los imperios benignos o altruistas.
Veinticinco años después de la publicación de mi libro Orientalismo, se alza una vez más la cuestión de si el imperialismo moderno ha terminado o si continuó en Oriente desde que Napoleón invadió Egipto dos siglos antes. Se le ha dicho a los árabes y a los musulmanes que la victimología y vivir de los despojos del imperio es sólo una manera de evadir la responsabilidad del presente. Han fallado, se fueron por el camino equivocado, dice el orientalista moderno. Por supuesto, está también la contribución de Naipaul a la literatura: las víctimas del imperio gimotean mientras su país se va a la mierda. Pero qué superficial cálculo de una intrusión imperial es ésta que poco anhela encarar la larga sucesión de años a través de los cuales el imperio continúe su intromisión en las vi-das de palestinos, congoleños, argelinos o iraquíes. Piensen en la línea que comienza con Napoleón, continúa con el surgimiento de los estudios orientales y la toma de Africa del norte, para luego proseguir en empresas semejantes en Vietnam, Egipto y Palestina y que durante todo el siglo XX ha pugnado por el petróleo y el control estratégico del golfo Pérsico, en Irak, Siria, Palestina y Afganistán. Luego piensen en el surgimiento del nacionalismo anticolonial, el corto periodo de una independencia liberal, la era de golpes militares, la insurgencia, la guerra civil, el fanatismo religioso, la lucha irracional y la brutalidad irresponsable hacia los más recientes grupos de "nativos". Cada una de estas fases y eras produce su propio conocimiento distorsionado de la otra, sus propias imágenes reduccionistas, sus propias polémicas peleoneras.
En Orientalismo mi idea es utilizar la crítica humanista para abrir campos de lucha e introducir una secuencia más larga de pensamiento y análisis que remplace las breves incandescencias de esa furia polémica, contraria al pensamiento, que nos aprisiona. A lo que intento realizar le llamo "humanismo", palabra que continúo usando tercamente, pese al menosprecio burlón que expresan por el término los sofisticados críticos posmodernos. Por humanismo quiero significar, primero que nada, el intento por disolver los grilletes inventados por Blake; sólo así seremos capaces de usar nuestro pensamiento histórica y racionalmente para los propósitos de un entendimiento reflexivo. Es más, el h umanismo lo sostiene un sentido de comunidad con otros intérpretes y otras sociedades y pe-riodos; por tanto, estrictamente hablando, no puede existir un humanismo aislado.
Esto quiere decir que todo ámbito está vinculado con todos los demás; no existe nada en nuestro mundo que haya estado aislado y puro de influencias exteriores. Requerimos hablar de aspectos tales como la injusticia y el sufrimiento en el contexto amplio de la historia, la cultura y la realidad socioeconómica. Nuestro papel es ampliar el campo de la discusión. Buena parte de mis pasados 35 años he defendido los derechos que tiene el pueblo palestino a la autodeterminación nacional, pero siempre he intentado prestar toda la atención posible a la realidad del pueblo judío y la for-ma en que sufrió persecuciones y genocidio. El punto central es que la lucha por la equidad entre Palestina e Israel debe dirigirse hacia un objetivo humanista, es decir, hacia la coexistencia, y no a una ulterior supresión y negación.
No es accidental que indique que el orientalismo y el antisemitismo moderno tienen raíces comunes. Por tanto es necesidad vital que los intelectuales independientes provean modelos alternativos a aquellos que simplifican y confinan por basarse en una mutua hostilidad que prevalece en Medio Oriente y en otras partes, desde hace tanto tiempo.
Como humanista cuyo campo es la literatura, tengo la edad suficiente como para haber sido educado, hace 40 años, en el campo de la literatura comparada, cuyas ideas conductoras se remontan a la Alemania de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Antes debo mencionar la contribución creativa, suprema, de Giambattista Vico, filósofo y filólogo napolitano cuyas ideas anticiparon a pensadores alemanes como Herder y Wolf, y después a Goethe, Humboldt, Dilthey, Nietzsche, Gadamer, y finalmente a los grandes filólogos del siglo XX, como Erich Auerbach, Leo Spitzer y Ernst Robert Curtius.
A los jóvenes de la generación actual la mera idea de la filología les sugiere algo demasiado mohoso, de anticuario, pero de hecho es la más básica y creativa de las artes interpretativas. Su ejemplo más ad-mirable puede hallarse en el interés de Goethe por el Islam en general y por Hafiz en particular, pasión que lo consumía y lo condujo a la composición del West-Östlicher Diwan, y que influyó en las ideas posteriores de Goethe respecto de la Weltliteratur, el estudio de todas las literaturas del mundo como si fueran un todo sinfónico que pudiera aprehenderse teóricamente preservando la individualidad de cada trabajo sin perder la visión del todo.
Hay una ironía considerable al percatarnos de que si bien el mundo globalizado de hoy se agrupa en algunos de los modos de los que he estado hablando, podemos estarnos aproximando a un cierto tipo de estandarización y homogeneidad que la formulación específica de las ideas de Goethe buscaba prevenir. En un ensayo publicado en 1951, con el título de Philologie der Weltliteratur, Erich Auerbach enfatizó exactamente ese punto, justo cuando se iniciaba el periodo de posguerra, que fue también el principio de la guerra fría. Su gran libro, Mimesis, publicado en Berna en 1946, pero que fuera escrito cuando Auerbach era exiliado de guerra que impartía cursos de lenguas romances en Estambul, intentaba ser un testamento de la diversidad y la concreción de la realidad según la representaba la literatura occidental de Ho-mero a Virginia Wolf. Pero al leer el ensayo de 1951 uno siente que para Auerbach su gran libro era una elegía del periodo donde la gente podía interpretar textos filológicamente -concreta, sensible e intuitivamente-, usando la erudición y un excelente manejo de varias lenguas, en apoyo del entendimiento que Goethe pregonaba en su aproximación a la literatura islámica.
El conocimiento positivo de las lenguas y la historia fue necesario, pero nunca fue suficiente, como tampoco la recolección mecánica de datos podía en modo alguno constituir un método adecuado para comprender lo que era un autor como Dante, por ejemplo. El requisito fundamental para el tipo de entendimiento filológico del que hablaban Auerbach y sus predecesores, el que intentaron poner en práctica, era uno que con simpatía y subjetividad penetrara en la vida de un texto escrito, desde la perspectiva de su tiempo y su autor (einfühlung). En vez de pregonar la alienación y la hostilidad hacia otros tiempos y diferentes culturas, la filología según la aplicaba la Weltliteratur implicaba un profundo espíritu humanista desplegado con generosidad y, si se me permite el uso del término, con hospitalidad. Así, la mente del intérprete creaba activamente un lugar pa-ra el otro, extranjero. Este crear un lugar para el trabajo de los que podrían ser ajenos y distantes es la faceta más importante de la misión del intérprete.
Todo esto, obviamente, fue minado y destruido en Alemania por el nacional-socialismo. Después de la guerra, Auerbach anota con tristeza la estandarización de las ideas, y la creciente especialización del conocimiento que estrechó gradualmente las oportunidades para el tipo de trabajo filológico de indagación perenne e investigación que él había representado, y, caray, es todavía más depresivo saber que, desde la muerte de Auerbach, en 1957, la idea y la práctica de la investigación humanista se ha encogido en espectro y en centralidad. En vez de leer en el sentido real del término, nuestros estudiantes se distraen hoy con el conocimiento fragmentado disponible en la red electrónica y los medios masivos de comunicación.
Lo que es peor es que la educación está amenazada por las ortodoxias religiosas y nacionalistas que los medios masivos diseminan, pues se enfocan -ahistóricamente y de modo sensacionalista- en las distantes guerras electrónicas dando a los que miran un sentido de precisión quirúrgica, cuando de hecho oscurecen el terrible sufrimiento y la destrucción producida por el armamento moderno de la guerra. Al demonizar a un enemigo desconocido a quien etiquetan de "terrorista", se cumple el propósito general de mantener a la gente agitada y furiosa haciendo que las imágenes de los medios exijan mucha atención que puede ser explotada en tiempos de crisis e inseguridad, como el periodo posterior al 11 de septiembre de 2001.
Hablando como árabe y estadunidense, debo pedirle a mis lectores que no subestimen este tipo de visión simplificada del mundo que un puñado de elites civiles del Pentágono han formulado como política estadunidense para la totalidad de los mundos árabes e islámicos. Una visión en la cual el terror, la guerra preventiva y el cambio de régimen unilateral -con el respaldo del presupuesto militar más inflado de la historia- son las ideas principales que se debaten sin cesar, empobrecidas por medios que se asignan a sí mismos el papel de producir esos llamados "expertos" que validan la línea general del gobierno. La reflexión, el debate, el argumento racional y los principios morales basados en la noción secular de que los seres humanos deben crear su propia historia, fueron remplazados por ideas abstractas que celebran el excepcionalismo estadunidense u occidental, denigran la relevancia del contexto y miran con desprecio las otras culturas.
Tal vez dirán que hago demasiadas transiciones abruptas entre interpretaciones humanistas, por un lado, y política exterior, por el otro. Que una sociedad tecnológica moderna, poseedora de un poder sin precedente -además de redes electrónicas y jets de combate F-16- debe, a fin de cuentas, ser conducida por expertos en política-técnica tan formidables como Donald Rumsfeld y Richard Perle. Lo que en realidad se ha perdido es un sentido de la densidad y la interdependencia de la vida humana, que no pueden ser reducidas a una fórmula ni barridas como irrelevantes.
Esta es una de las facetas del debate global. En los países árabes y musulmanes la situación no es mejor. Como argumenta Roula Khalaf, la región se ha deslizado ha-cia un antiamericanismo fácil que muestra muy poco entendimiento de lo que en realidad es Estados Unidos como sociedad. Dado que los gobiernos se han vuelto relativamente incapaces de afectar las políticas estadunidenses hacia ellos, vuelcan sus energías en reprimir y sojuzgar a sus propias poblaciones, lo que acarrea resentimiento, rabia e imprecaciones inútiles que no abren la posibilidad de que en las sociedades haya ideas seculares en torno a la historia y el desarrollo humanos. En cambio, son sociedades sitiadas por la frustración y el fracaso, y por un islamismo construido por un aprendizaje dogmático y por la obliteración de otras formas de conocimiento secular, consideradas competitivas. La desaparición gradual de la extraordinaria tradición ijtihad islámica, o interpretación personal, es uno de los mayores de-sastres culturales de nuestro tiempo, pues ocasiona la pérdida del pensamiento crítico y de los modos individuales de lidiar con el mundo moderno.
Esto no significa que el mundo cultural haya simplemente regresado hacia un neoorientalismo beligerante o al rechazo ta-jante de lo exterior. Con todas las limitaciones que se quiera, la Cumbre Mundial de Johannesburgo, de Naciones Unidas, celebrada el año pasado, reveló de hecho una vasta área de preocupaciones globales comunes que sugiere la emergencia, muy saludable, de un sector nuevo y colectivo que confiere una nueva urgencia a la frecuentemente fácil noción de "un solo mundo". En todo esto debemos admitir que nadie puede conocer la extraordinariamente compleja unidad de nuestro orbe globalizado, pese a ser realidad que el mundo tiene tal interdependencia de las partes que no permite la genuina oportunidad del aislamiento.
Los terribles conflictos que pastorean a los pueblos con consignas tan falsamente unificadoras como "América", "Occidente" o "Islam" e inventan identidades colectivas para una enorme cantidad de individuos que en realidad son bastante diversos, no deben permanecer en la potencia que ahora mantienen y debemos oponernos a ellos. Aún contamos con habilidades interpretativas racionales que son un legado de la educación humanista, no piedad sentimental que clama por que retornemos a los valores tradicionales o a los clásicos, sino una práctica activa del discurso racional, secular, en el mundo. El mundo secular es el de la historia como la construyen los seres humanos. El pensamiento crítico no se somete al llamamiento a filas para marchar contra uno u otro enemigo aprobado como tal. En vez de un choque de civilizaciones manufacturado, necesitamos concentrarnos en el lento trabajo de reunir culturas que se traslapen, para que se presten unas a otras, viviendo juntas en formas mucho más interesantes de lo que permite cualquier modo compendiado o no auténtico de entendimiento. Pero este tipo de percepción ampliada requiere tiempo, paciencia e indagación escéptica, y el respaldo que otorga la fe en las comunidades de interpretación, algo difícil de mantener en un mundo que demanda acción y reacción instantáneas.
El humanismo se centra en la individualidad humana y la intuición subjetiva, no en ideas recibidas o autoridades aprobadas. Los textos deben leerse como producidos y vividos en el ámbito histórico de todas las posibles formas del mundo. Pero esto no excluye el poder. Por el contrario, he tratado de mostrar las insinuaciones, las imbricaciones del poder inclusive en el más recóndito de los estudios.
Por último, y lo más importante, es que el humanismo es la única y yo diría la forma final de la resistencia contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia humana. Hoy contamos con el enorme y alentador campo de-mocrático del ciberespacio, abierto a todos los usuarios de modos no soñados por generaciones anteriores de tiranos o de or-todoxias. Las protestas mundiales ocurridas antes de que comenzara la guerra en Irak no habrían sido posibles si no fuera por la existencia de comunidades alternativas por todo el mundo, alertadas mediante información alternativa, y que son activamente conscientes de los derechos humanos y ambientales, y de los impulsos ibertarios que nos mantienen unidos en este pequeño planeta.